Hará unos quince días, un domingo por la noche, tenía que acercarme a la Estación de Autobuses del Sur, acá en los Madriles. Debía recoger a mi hijo, que volvía de pasar un fin de semana en Cuenca, la Ciudad Encantada según creo, donde tiene él unos amigos. Era su primer viaje solo, a sus quince diciembres. Ya por la mañana me revolví como un áspid contra el Mundo por la odiosa obligación de tener que abandonar mi cuartel de invierno, que como el patio de mi casa de la remota infancia, es también muy particular. Y dónde webs cae esa rabiza estación, me dije, si hará un lustro que la trasladaron desde el Foro hacia unos aledaños sureños de la M-40 y no había ido allá ni una sola vez en mi más que anodina existencia. Mio figlio no arribaba hasta las veintiuna horas, noche cerrada para entonces, pues, por lo que más aún refunfuñé por dentro, verás, con lo que me gusta a mí conducir por las dichosas EMES TREINTAS Y CUARENTAS de la Eme, y encima de noche, con lo poco que va ya uno junando in the night, más mi natural torpeza y el fenomenal follón de incorporaciones y señalizaciones de siete mil carreteras que vánsete de golpe cruzando, seguro que me pierdo con el coche, y que me encuentro a las nueve y veinte más perdido que zp en Consejo europeo y conduciendo en dirección de único sentido hacia La Toja, mientras mi criatura deambula atemorizada por la peligrosa terminal a esas horas. Eso me imaginaba.
Así es que en rapto de mente fría resolví ahorrarme tan boba complicación y presentarme allí a bordo del Cercanías de Renfe, pues mi hermano, rumiándose mi penosa zozobra, me dejó caer que en la misma estación existe apeadero. Eso haría. La íntima tensión se me rebajó entonces un instante, porque fue sólo un instante. Pues hacía también lustros que no pillaba yo la Renfe, ni conocía la linea recta y su concreta numeración que hasta allá me llevara, con lo que podría también por ahí, en ese enjambre de pasillos y carteles atiborrados de indicaciones, perderme y aparecer en el compartimento de un tren escoba nocturno e imparable con destino a Redondela, yo que sé, mientras mi pobre niño vagaría desconsolado por aquellos temibles corredores semidesérticos hasta que su padre compareciera.
Vale, suponiendo que diera con el convoy pertinente, desconocía también la frecuencia de trenes que se da en la tarde de un domingo, y el tiempo que la odisea podría ocuparme, así que, para sortear ese cúmulo de nubarrones que gravitaban insidiosos sobre mi cabeza, decidí salir tres horas antes de la hora anunciada en que el autobús me traería de vuelta a mi hijo desde la Ciudad Encantada. Es decir, que salí yo desde los mismos Madriles para el encuentro paterno-filial en la madrileña terminal autobusera antes que él desde la lejana Cuenca. Manda webs. Era además el mismo día que las televisiones no dejaban de chistarnos a todos con la alta velocidad ferroviaria que unía ya Madrid y Valencia, capital y costa españolas, en apenas hora y media, y esa nueva, no sé si buena, no dejaba tampoco de cebar el oscuro gravamen de mi íntimo bochorno. En fin.
Cuando tomé el Cercanías la anochecida era ya una deflagración real en la calle. En la pequeña estación un hombre de mi edad aporreó contrariado la máquina expendedora de billetes, como si ésta le hubiese choriceado las vueltas. Se metió para adentro emitiendo un bufido. Creo que necesité yo más de quince minutos para reunir el importe exacto y cerciorarme de lo que debía teclear en la máquina esa, que no dejaba de parpadearme pantallas la muy. Suerte, para mi propio sentido del ridículo, que había más máquinas y poca gente a esas horas, aunque cuando iba a introducir mi billete en la ranura que me franquearía el paso, una panda de chavalotes saltaron a la carrera los tornos colándose, mientras la señora de la cabina, que llevaba una chaqueta roja, ni levantó los ojos de la revista que curioseaba. Yo, que hasta entonces ni la había visto, -horror, ¿habría ella deleitado su dominical turno con el callado fisgoteo del monumental despiste en que consisto?- le pregunté por los horarios de los trenes, pero ella por señas me dijo que dentro, a la vuelta, había un cartel enorme que los indicaba. Pos vale, tíarraca, para pararme a descifrar faraónicos jeroglíficos iba yo, no te jode.
Bueno, era domingo noche ya, el convoy iba semivacío, la luz allá dentro era tuberculosa y parecía todo aquello, -la soledad antipática de los apeaderos bajo tierra, rebozados en tonos que un día fueron de vainilla, rota ahora la vainilla inaugural en un ocre polvoriento que devenía ya en grisura, los rostros taciturnos y como exhaustos de domingo del personal a bordo, los cristales rayadísimos, los asientos condecorados de mugre- una metáfora demasiado obvia de la desolación, que en otro momento hubiera podido yo paladear en tanto que honesto fracasati, pero que la desazón por asegurarme de que circulaba hacia donde pretendía, y no camino de algún ignoto Pernambuco, me impidió entonces degustar como es debido. Me acomodé en un asiento de aquellos, no junto a la ventana, como los ganas de evadirte de allí como fuera pedían, sino al lado, porque a la vera de la misma un orondo inmigrante, tolteca como mínimo por las trazas, había estirado las patazas y era su rostro, de mirada muy perdida en algún remoto Pernambuco precisamente, más impenetrable que el del mismo Moctezuma cuando la Conquista, con lo que calculé inútil solicitar su permiso. Tampoco es uno un Hernán Cortés, para qué nos vamos a engañar. Me recordó el tío al Intemerata claro, pero todo lo que éste tiene de vivo, lo tenía aquel paquidermo de fiambre momia precolombina. Al otro lado, en asientos opuestos viajaba un joven negro negrísimo, como una reluciente estatua de ébano también, con la barbilla en alto, sin moverse un milímetro tras sus gafas de sol y el walkman zumbándole jazz en los oídos, digo yo, que no iba a ir él escuchando a Camilo Sesto. Y en diagonal a mi posición, en otra fila de asientos transversal a la mía, se repachingaba sobre dos plazas una adolescente morena y corpulenta, que parecía regresar para casa a media tarde, harta de algún sitio o de algún novio cabrón. Vestía una falda de cuero negro hasta las rodillas y por debajo de ésta unos leotardos negros también. Tenía el pelo copioso y ondulado y los ojos castaños, pero la postura desmadejada de sus carnes dejaba a las claras una indolencia malhumorada. Casi sin querer me fijé en sus botines hasta los tobillos, y la pierna subía luego por consistente rodilla a través de generoso muslamen hasta desbordarse con escándalo en el perfil de guitarra de su cadera, pues había encimado ella una pierna sobre la otra como una odalisca contrariada.
No sé por qué, pero me acordé entonces del jamón que Trinidad J le llevó a Evo M, y miré a continuación, tampoco sé bien por qué, -cuál será el timón que en esos momentos gobierna la nave de nuestros actos- al tolteca que tenía enfrente. Él me captó, entonces sí, al vuelo la mirada y pareció emerger de golpe de su letargo pernambucano. Le conduje así como por inercia -¿o en realidad me conducía él la mirada?- la suya hacia el caderamen de la chica de negro, la mantuvimos allí los dos un instante, como entrelazando de sucesivos hilos un triángulo invisible que a los tres sólo contuviera, y entonces el muy chingón me guiñó un ojo y se sonrió cómplice, como si hubiéramos sorprendido a la vecina de enfrente en una íntima y erótica disposición. Algo de aquella eléctrica atmósfera, descargada de pronto y contra toda previsión, en aquel mortecino ambiente debió percibir la pobre muchacha, porque al punto recompuso ella la postura y masculló en la garganta algún ahogado improperio, suficiente para que volviera el tolteca a sumirse en su secular Pernambuco, como si nada de aquello le hubiera rozado a él.
Se me ocurrió, por salir del paso, que hay que ser cafre también, preguntarle a la chica que si acaso era ésta la línea recta que llevaba a la Estación de Autobuses, como paso previo a ofrecerle mis disculpas, si es que se había sentido ella en alguna medida por el incidente “violentada”, paso previo a la vez éste al de pedirle luego que si tendría a bien acompañarme un poco por los pasillos, no sé, atraerle quizás un poco con mi aire desvalido y tal. Pero creo, por el gesto sobre todo, porque no la entendí bien, que debió ella mandarme allí mismo a la misma Eme, -y pude ver, rojo como un pimiento por la vergüenza, cómo se tronchaba contra el cristal de la ventanilla el hijo de la gran Malinche aquel- tras lo cual se largó de allí a otro vagón la muchacha, airada y … con caderas destempladas, que diríamos.
Bueno, no había apenas gente, ya lo he dicho, y el negro negrísimo de Harlem que teníamos detrás, sumido en su éxtasis jazzístico, ni se inmutó, por lo que nadie se coscó de las heridas que había mi integridad psíquica allí recibido. Me costó lo suyo, pero al fin me rearmé por dentro y me dije, vamos a ver, tío, ha sido todo un malentendido, no significa nada, no es para tanto, además… a qué has venido tú a este mundo, a buscar a tu hijo, ¿no?, pues céntrate en lo que debes y punto.
Sí, hice el trasbordo pertinente sin equivocarme, y llegué pronto al apeadero de la estación autobusera. Se bajaron conmigo la mayoría de los que viajaban en el Cercanías, pero como todos se conocían de sobra el territorio, salieron en estampida, así que pronto en el andén sólo quedaba yo, tratando de averiguar sin que se notara mucho -¿por qué, si no había nadie más allí?- la dirección del pasillo adecuado que ahora debía yo tomar, no fuera a ser que en las inmediaciones mismas ya de mi destino, por inobservancia me perdiera yo dentro de alguna dependencia lóbrega y sórdida de la Renfe, de la que no fuera uno capaz de salir, -no sé, una puerta que se cierra de golpe y que está atrancada por fuera, yo que sé, lo que tanto se ve en las pelis de sobremesa- mientras el hijo de mis ojos esperaría unos pocos metros arriba con el alma en vilo y en un tris de romperse en desconsolado llanto en medio de aquel amenazante paraje sin que su padre apareciera. Un primer camino equivocado, vuelta atrás, ajajá, c´est bian, escaleras mecánicas, gastados pasillos solitarios, el ruido de mis pisadas vivarachas. Ah, qué alegría más fabulosa el comprobar que había sido uno capaz de no perderse y de dar con su objetivo. Dicho aquí es una chorrada, puesto allí, un triunfo colosal pour muá. Miré el reloj: las siete menos cuarto. Cuarenta y cinco minutos habíame tomado, con todo, la singladura. Mio figlio llegaba a las nueve. ¿Y qué carajos iba a hacer yo allí dos horas y cuarto antes?
A pesar de la cristalera exterior, la entrada a la madrileña Estación Sur de Autobuses desde el acceso de Renfe, en su estricta modestia, hace que ésta, al menos un domingo por la noche, también lo parezca. No sé qué impresión dará desde otra entrada, ya digo, pero no iba yo, con el frío decembrimo soplándole a uno tras las orejas, a ponerme a admirar en la calle las nuevas técnicas constructivistas. Un hangar grandote de paredes pálidas y en forma de ele gigante, eso sí, pero con aire provinciano y mediopensionista, sin el glamour refulgente y cosmopolita de un aeropuerto internacional. Se veía también esto en la humilde galería de pequeños comercios que abarrotan la instalación: tiendas de embutidos, baruchos sombríos, bazares canijos, ultramarinos con bollerías industriales, tiendas de ropa sin marca, dudosas carnicerías. Como correspondía a la hora y a la propia extinción de la semana que allí se libraba, el ambiente era algo decadente y apagado, muy grato ya digo, y la no muy numerosa concurrencia consultaba sin mayor algarabía –no había infantes a esas horas- los enormes paneles, descansaba con la postura ya algo descuidada sobre los asientos de plástico azul, recorría con aire cansino el vestíbulo antes de bajar a la dársena –ah, magia de las palabras, reverberaciones portuarias que la misma consigo dispara, espuma espuria de la libertad asociada a la misma-, mordisqueaba un bocata de sardinas, hacía tiempo. Eso tan bonito, hacían tiempo.
Siempre es fascinante el contemplar ese ir y venir de gentes en una estación, ese oleaje pacífico, y en aquel cuadro, de un muy apacible decaimiento, mucho más. Parejas que se despiden y fingen un poco, o no, la tristeza del adiós, adúlteros que vuelven a la oscura provincia, jóvenes trabajadores capitalinos con un trabajo por lejanos pagos, provectos familiares de visita, la Humanité. Había, claro, muchos inmigrantes jóvenes, rostros pálidos de la Rumanía y la Polonia, atezadas pieles toltecas, como la del compay que traje al lado en el vagón, -¿dónde estaría la muchacha de las caderas desencajadas?- oscuras pieles magrebíes y coloristas pañuelos sobre la cabeza de las islámicas.
Ah, el tiempo no transcurría. Me gustaba y a la vez no me gustaba ese medio ocre empantanamiento de la terminal. Había una librería escueta, como hacia el centro de uno de los lados de la ele, muy concurrida a esas horas, y para romper el impasse, allá que me metí. En qué hora lo hice. Me esperaban en sitio preferente, claro, los libros de Juan José Millás, para sacarme mucho la lengua y hacer la mía burla. Otra cuchillada más, con el domingo licuándose hacia su fin, a mi integridad psíquica. Quién me manda a mí. Ocurrióseme entonces pedir auxilio a los librotes de Ken Follet, que, a pesar de la angostura de la tienda, de bien privilegiado escaño gozaban, como soberbios soberanos que dominaran a todos los demás libros, pero me pareció que no tomaban muy en serio ellos mi aflicción, que dudaban si en realidad no estaba yo sobre todo cachondeándome Me invitaron en todo caso, muy británicos ellos, a aplicarme el fair-play, como si no supiera uno ya a estas alturas lo perdida que tiene la carrera de la vida. Esa hipocresía británica, la flemática denegación de auxilio a mi doliente persona, que a gritos les había yo implorado su caridad, me hundió lo indecible y estuve a punto de escapar de allí y de fingir un mareo y desmayarme a lo bestia en mitad de la multitudinaria terminal al grito angustiado y terrible de ¡NECESITO UN EDITOR! ¡POR FAVOR, ME MUERO, NECESITO UN EDITOR! ¿HAY POR AQUÍ ALGUN EDITOR?, por ver si de esta forma cambiaba mi perra suerte.
Luego nunca hace uno nada de eso, y así me va. Me mareé un poco, sí, pero pronto, caminando por la avenida central, se me pasó el agobio. Respiré hondo, como si llevara a cabo trascendentales ejercicios de yoga. Sólo eran las ocho. ¿A qué has venido tú a este mundo, José Antonio, remember, please. Pues eso, aplícate el cuento, so mondongo, que ya va llegando tu niño.
Seguí caminando un poco más, con algo de teatral monarca desterrado en los pasos truncados, y con el cogote mirando al suelo, que daba. Me tropecé entonces con un grupito de diez o doce tíos, que arracimados contra una pared, contemplaban una pantalla. Tratábase la cosa de que era aquella una tienducha de apuestas deportivas, con máquinas tragaperras dentro, pero fuera, sobre la dicha pantalla, para atraer la atención del personal deambulante, ponían un partido de la Liga en directo. Como no podía ser de otra manera allí y entonces, -el Azar y la Necesidad anudándose en vivo- televisaban al Aleti (al Pupas Atlético de Madrid CF, vamos). Allá que me acomodé, a ver si podía disolverse en el futbol mi neura y acortar yo el tiempo de la espera de paso. Tenía a mi lado a dos veteranos carteristas de libro, -por eso hasta ahora no había yo guipado a ninguno- , que tampoco creo yo que se esforzasen ellos mucho en engañar a nadie. Igual lo eran los diez o doce que allí había, que habían parado a hacer un alto en la jornada laboral para sufrir un poco junto al equipo de sus colores.
Uno de ellos, con un ojo veía el partido, y con el otro jipiaba las tragaperras. “Joder, al cabrón del indio, le ha vuelto a salir el gordo, qué joputa”, bisbiseó hacia el otro. Se oía una lejana cascada de monedas precipitándose contra la bandeja. El otro, más mayor, con las manos en los bolsos de la chupa de tergal a cuadros, sólo atendía al fútbol. Comentaba a media voz las ocasiones, y lo hacía con más finura que los comentaristas consagrados, consagrados a la vulgaridad, quiero decir. En cinco minutos el Aleti metió dos golazos y aquel par de viejos carteristas se abrazaron alborozados. “¡Qué chicharro del Reyes, niño!” “¡La madre que me parió!”, dijo el otro, que incluso había ayudado con el gesto a marcar el tanto.
El domingo moribundo, sí, pero sin agonías de muerte, el afluente pacífico de toda aquella tropa menestral, el tiempo como detenido, mi niño de camino, el Aleti goleando, el contento de ese par de humildes y viejos mangantes, hum, qué bien se estaba allí, qué glorioso el chapoteo en esa balsa. Y me lo quería yo perder, recapitulé así mentalmente. Y en ese instante me sonó el móvil. “¿Que ya has llegado? ¿Treinta minutos antes de lo previsto? Espérame al lado de la cafetería central, hijo, ya mismo estoy ahí”.
Sólo me quedaba subirme a una escalera mecánica ascendente que tenía delante de mí y arriba, al final de la misma, encontraría ya a mi hijo, recién llegado y con adelanto de la Ciudad Encantada, de vuelta de su primer viaje solo. Cuando le vi arriba del todo, tan grande, y con una vaga sonrisa encima y la bolsa de viaje al lado, pensé al pronto que no era él, pensé luego si no sería mi pobre euforia que estaba distorsionando las dimensiones, acaso sería la propia perspectiva que los dos entonces guardábamos. Mas la escalera llegaba a su fin y aquel mocetón seguía sacándome la cabeza. No, no era ningún encantamiento. Joder, era él y estaba enorme. Era como si en tres días hubiese crecido lo que en tres años. Entonces, bobo de mí, que hay que ser también cenutrio, elevé la jeta y sucumbí a la tentación de besar a mi hijo en la cara. “Paa-pá”, rezongó él, con algo también de fingido fastidio.
“Bueno, ¿y qué tal Cuenca? ¿te gustó?” “Psché, sí, está bien, calles parriba y pabajo todo el rato, matador, ah, estuve en el Museo de Arte Moderno, cosas mu raras allí, ¿las casas colgantes? Psí, chulas, pero mucho frío, vivir ahí tiene que ser la caña, sí, que sí, que he comido bien”. Ibamos charloteando así, sentados uno enfrente del otro, ebrio el padre de inusual animación, cansado del viaje y sin lógicas ganas el hijo, de vuelta a casa en la misma linea de cercanías renfianas que me había traido en solitario unas horas antes y que me devolvía ahora como duplicado en cierto sentido, sólo que era mi “doble” más alto y mucho más joven que yo. Se recostó mi hijo contra el fondo de su asiento, sacó el blueberry y se colocó los auriculares. “¿Qué escuchas, El tamborilero, no?”. “Paa-pá, son Metálica, ya lo sabes”. Bueno, dejé de apremiarle con más preguntas y miré alrededor. El vagón venía, como a la ida, medio vacío. El trayecto era ahora muy confortable, y casi no quería uno que el tren avanzara tanto. Observé un súbito movimiento en diagonal de la mirada de mi hijo, que pronto volvió hacia su cazadora negra. Alzó las solapas de la misma. Sin mayor interés giré yo la cabeza hacia donde él había mirado.
Al otro lado del pasillo, sentada una fila más allá de la nuestra, viajaba una mujer de unos treinta años. Iba sola y llevaba unas bolsas con compras. Era, como su túnica color azafrán declamaba, musulmana. Llevaba los cabellos recogidos todos bajo un pañuelo celeste. Sus ojos eran renegros. Tenía un bonito rostro, de armónicas facciones y una piel que incluso a distancia se antojaba sedosa. Era sobre todo el preciso dibujo de sus labios rojos, sinuosos y longevos, que no necesitaban pintura para descollar, lo que concentraba su atractivo. Nos sonrió Zulema –como yo ya la había bautizado- al tiempo que bajaba la mirada, con muy cautivador ademán. Pensé, desde su sitio Zulema estará ahora divisando mi coronilla de santidad. Me cambié al lado de mi hijo, -hice como que en broma le echaba un pulso para moverme de golpe- y poder así contemplarla a placer. Sí, el hijab concentraba la luz en torno a ella alrededor de sus ojos y su boca, allí convergía por sí sola la mirada. Zulema me pareció muy guapa.
Medio embobado y sin venir a cuento empecé a hablarle a mi hijo en voz alta –sólo para que a oidos de ella llegasen- de cosas que a bote pronto recordaba de mis patéticos conocimientos mozárabes: que si Scherezade por aquí, que si Ibn Jaldum, que si el califato de los Omeya, que las jarchas, que Bagdad, que Aladino y Jazmín, Simbad el marino, Khalil Gibrán, Omar Kayyam, Omar Shariff, chorradas de ese tipo. Mi hijo no sabía donde mirar. Puede que fuera el entusiasmo por lo magnífica que había resultado la tarde entera a la postre, el reflejo simple de la alegría que me embargaba, o el reclamo que para un poetastro como uno levantaba la belleza solitaria e inesperada de Zulema, la oscura necesidad de demostrarle algo a mi vástago allí presente, no sé, puede que fuera acaso el recuerdo repentino del blog de Kufisto que había yo leido esa mañana, la vehemente y lograda apelación sensual que en él siempre se encuentra, quizás una mezcla de todo eso, pero el hecho indubitable es que se agitó en mí entonces un violento deseo de besotear aquellos labios de Zulema, de comerle allí mismo la boca a besos y todo eso.
Llegaba entonces el tren ya a la estación término nuestra. Misteriosamente Zulema también se levantó y coincidimos los tres –y cuatro personas más- de pie ante las puertas por las que debíamos bajar. Estaba ella delante de nosotros. Allí estaba yo, mortificado por un deseo descomunal, en presencia de mi hijo, una cabeza más alto que yo a sus quince, sin saber bien qué hacer uno con todo ello. Pero entonces, para mi más completo pasmo, en una ráfaga supersónica de la visión descubrí, a través del reflejo de su imagen en el cristal de la puerta que teníamos delante, como Zulema y… ¡mi hijo! intercambiaban, sólo entre ellos y para ellos solos, una sonrisita cómplice de mutua admiración física y requiebro compartido que me dejó muerto.
Bajamos todos al andén y Zulema, aferrada a sus bolsas, aceleró los pasos. Pronto su celeste envoltorio superior y su túnica azafranada desaparecieron tras un torno, como un espejismo ferroviario. Dijo entonces Mío Figlio, “Papá, ¿te pasa algo?”. “Nada, nada, es sólo que… no siento las piennas, no puido, no puido, pecadol, cobarrrde”. Me dio luego mi hijo un cachete paternalista en la espalda y cruzamos unas risas.
En la calle, la noche invernal se cerraba sobre sí misma, como si necesitara la sábana reluciente de las mismas estrellas para abrigarse las espaldas. Y no sé si con todo esto seré capaz yo de componer un blues.