viernes, 31 de diciembre de 2010

El mío blues de la Estación del Autobús (Relato, o algo así)

    
     Hará unos quince días, un domingo por la noche, tenía que acercarme a la Estación de Autobuses del Sur, acá en los Madriles. Debía recoger a mi hijo, que volvía de pasar un fin de semana en Cuenca, la Ciudad Encantada según creo, donde tiene él unos amigos. Era su primer viaje solo, a sus quince diciembres. Ya por la mañana me revolví como un áspid contra el Mundo  por la odiosa obligación de tener que abandonar mi  cuartel de invierno, que como el patio de mi casa de la remota infancia, es también muy particular. Y dónde webs cae esa rabiza estación, me dije, si hará un lustro que la trasladaron desde el Foro hacia unos aledaños sureños de la M-40 y no había ido allá ni una sola vez en mi más que anodina existencia. Mio figlio no arribaba hasta las veintiuna horas, noche cerrada para entonces, pues, por lo que más aún refunfuñé por dentro, verás, con lo  que me gusta a mí conducir por las dichosas EMES TREINTAS Y CUARENTAS de la Eme, y encima de noche, con lo poco que va ya uno junando in the night, más mi natural torpeza y el fenomenal follón de incorporaciones y señalizaciones de siete mil carreteras que vánsete de golpe cruzando,  seguro que me pierdo con el coche, y que me encuentro a las nueve y veinte más perdido que zp en Consejo europeo y conduciendo en dirección de único sentido hacia La Toja, mientras mi criatura deambula atemorizada por la peligrosa terminal a esas horas. Eso me imaginaba.
     Así es que en rapto de mente fría resolví ahorrarme tan boba complicación y presentarme allí a bordo del Cercanías de Renfe, pues mi hermano, rumiándose mi penosa zozobra, me dejó caer que en la misma estación existe apeadero. Eso haría. La íntima tensión se me rebajó entonces un instante, porque fue sólo un instante. Pues hacía también lustros que no pillaba yo la Renfe, ni conocía la linea recta y su concreta numeración que hasta allá me llevara, con lo que podría también por ahí, en ese enjambre de pasillos y carteles atiborrados de indicaciones, perderme y aparecer en el compartimento de un tren escoba nocturno e imparable con destino a Redondela, yo que sé, mientras mi pobre niño vagaría desconsolado por aquellos temibles corredores semidesérticos hasta que su padre compareciera.
     Vale, suponiendo que diera con el convoy pertinente, desconocía también la frecuencia de trenes que se da en la tarde de un domingo, y el tiempo que la odisea podría ocuparme, así que, para sortear ese cúmulo de nubarrones que gravitaban insidiosos sobre mi cabeza, decidí salir tres horas antes de la hora anunciada en que el autobús me traería de vuelta a mi hijo desde la Ciudad Encantada. Es decir, que salí yo desde los mismos Madriles para el encuentro paterno-filial en la madrileña terminal autobusera antes que él desde la lejana Cuenca. Manda webs. Era además el mismo día que las televisiones no dejaban de chistarnos a todos con la alta velocidad ferroviaria que unía ya Madrid y Valencia, capital y costa españolas, en apenas hora y media, y esa nueva, no sé si buena,  no dejaba tampoco de cebar el oscuro gravamen de mi íntimo bochorno. En fin.
   
      Cuando tomé el Cercanías la anochecida era ya una deflagración real en la calle. En la pequeña estación un hombre de mi edad aporreó contrariado la máquina expendedora de billetes, como si ésta le hubiese choriceado las vueltas. Se metió para adentro emitiendo un bufido. Creo que necesité yo más de quince minutos para reunir el importe exacto y cerciorarme de lo que debía teclear en la máquina esa, que no dejaba de parpadearme pantallas la muy. Suerte, para mi propio sentido del ridículo, que había más máquinas y poca gente a esas horas, aunque cuando iba a introducir mi billete en la ranura que me franquearía el paso, una panda de chavalotes saltaron a la carrera los tornos colándose, mientras la señora de la cabina, que llevaba una chaqueta roja, ni levantó los ojos de la revista que curioseaba. Yo, que hasta entonces ni la había visto, -horror, ¿habría ella deleitado su dominical turno con el callado fisgoteo del monumental despiste en que consisto?- le pregunté por los horarios de los trenes, pero ella por señas me dijo que dentro, a la vuelta, había un cartel enorme que los indicaba. Pos vale, tíarraca, para pararme a descifrar faraónicos jeroglíficos iba yo, no te jode.
    
      Bueno, era domingo noche ya, el convoy iba semivacío, la luz allá dentro era tuberculosa y parecía todo aquello, -la soledad antipática de los apeaderos bajo tierra, rebozados en tonos que un día fueron de vainilla, rota ahora la vainilla inaugural en un ocre polvoriento que devenía ya en grisura, los rostros taciturnos y como exhaustos de domingo del personal a bordo, los cristales rayadísimos, los asientos condecorados de mugre-  una metáfora demasiado obvia de la desolación, que en otro momento hubiera podido yo paladear en tanto que honesto fracasati, pero que la desazón por asegurarme  de que circulaba hacia donde pretendía, y no camino de algún ignoto Pernambuco, me impidió entonces degustar como es debido. Me acomodé en un asiento de aquellos, no junto a la ventana, como los ganas de evadirte de allí como fuera pedían, sino al lado, porque a la vera de la misma un orondo inmigrante, tolteca como mínimo por las trazas, había estirado las patazas y era su rostro, de mirada muy perdida en algún remoto Pernambuco precisamente, más impenetrable que el del mismo Moctezuma cuando la Conquista, con lo que calculé inútil solicitar su permiso. Tampoco es uno un Hernán Cortés, para qué nos vamos a engañar. Me recordó el tío al Intemerata claro, pero todo lo que éste tiene de vivo, lo tenía aquel paquidermo de fiambre momia precolombina. Al otro lado, en asientos opuestos viajaba un joven negro negrísimo, como una reluciente estatua de ébano también, con la barbilla en alto, sin moverse un milímetro tras sus gafas de sol y el walkman zumbándole jazz en los oídos, digo yo, que no iba a ir él escuchando a Camilo Sesto. Y en diagonal a mi posición, en otra fila de asientos transversal a la mía, se repachingaba sobre dos plazas una adolescente morena y corpulenta, que parecía regresar para casa a media tarde, harta de algún sitio o de algún novio cabrón. Vestía una falda de cuero negro hasta las rodillas y por debajo de ésta unos leotardos negros también.  Tenía el pelo copioso y ondulado y los ojos castaños, pero la postura desmadejada de sus carnes dejaba a las claras una indolencia malhumorada. Casi sin querer me fijé en sus botines hasta los tobillos, y la pierna subía luego por consistente rodilla a través de generoso muslamen hasta desbordarse con escándalo en el perfil de guitarra de su cadera, pues había encimado ella una pierna sobre la otra como una odalisca contrariada.
        No sé por qué, pero me acordé entonces del jamón que Trinidad J le llevó a Evo M, y miré a continuación, tampoco sé bien por qué, -cuál será el timón que en esos momentos gobierna la nave de nuestros actos- al tolteca que tenía enfrente. Él me captó, entonces sí, al vuelo la mirada y pareció emerger de golpe de su letargo pernambucano. Le conduje así como por inercia -¿o en realidad me conducía él la mirada?- la suya hacia el caderamen de la chica de negro, la mantuvimos allí los dos un instante, como entrelazando de sucesivos hilos un triángulo invisible que a los tres sólo contuviera, y entonces el muy chingón me guiñó un ojo y se sonrió cómplice, como si hubiéramos sorprendido a la vecina de enfrente en una íntima y erótica disposición. Algo de aquella eléctrica atmósfera, descargada de pronto y contra toda previsión, en aquel mortecino ambiente debió percibir la pobre muchacha, porque al punto recompuso ella la postura y masculló en la garganta algún ahogado improperio, suficiente para que volviera el tolteca a sumirse en su secular Pernambuco, como si nada de aquello le hubiera rozado a él.
     Se me ocurrió, por salir del paso, que hay que ser cafre también, preguntarle a la chica que si acaso era ésta la línea recta que llevaba a la Estación de Autobuses, como paso previo a ofrecerle mis disculpas, si es que se había sentido ella en alguna medida por el incidente “violentada”, paso previo a la vez éste al de pedirle luego que si tendría a bien acompañarme un poco por los pasillos, no sé, atraerle quizás un poco con mi aire desvalido y tal. Pero creo, por el gesto sobre todo, porque no la entendí bien, que debió ella mandarme allí mismo a la misma Eme, -y pude ver, rojo como un pimiento por la vergüenza, cómo se tronchaba contra el cristal de la ventanilla el hijo de la gran Malinche aquel- tras lo cual se largó de allí a otro vagón la muchacha, airada y … con caderas destempladas, que diríamos.
     Bueno, no había apenas gente, ya lo he dicho, y el negro negrísimo de Harlem que teníamos detrás, sumido en su éxtasis jazzístico, ni se inmutó,  por lo que nadie se coscó de las heridas que había mi integridad psíquica allí recibido. Me costó lo suyo, pero al fin me rearmé por dentro y me dije, vamos a ver, tío, ha sido todo un malentendido, no significa nada, no es para tanto, además… a qué has venido tú a este mundo, a buscar a tu hijo, ¿no?, pues céntrate en lo que debes y punto.
    
      Sí, hice el trasbordo pertinente sin equivocarme, y llegué pronto al apeadero de la estación autobusera. Se bajaron conmigo la mayoría de los que viajaban en el Cercanías, pero como todos se conocían de sobra el territorio, salieron en estampida, así que pronto en el andén sólo quedaba yo, tratando de averiguar sin que se notara mucho -¿por qué, si no había nadie más allí?-  la dirección del pasillo adecuado que ahora debía yo tomar, no fuera a ser que en las inmediaciones mismas ya de mi destino, por inobservancia me perdiera yo dentro de alguna dependencia lóbrega y sórdida de la Renfe, de la que no fuera uno capaz de salir, -no sé, una puerta que se cierra de golpe y que está atrancada por fuera, yo que sé, lo que tanto se ve en las pelis de sobremesa- mientras el hijo de mis ojos esperaría unos pocos metros arriba con el alma en vilo y en un tris de romperse en desconsolado llanto en medio de aquel amenazante paraje sin que su padre apareciera. Un primer camino equivocado, vuelta atrás, ajajá, c´est bian,  escaleras mecánicas, gastados pasillos solitarios, el ruido de mis pisadas vivarachas. Ah, qué alegría más fabulosa el comprobar que había sido uno capaz de no perderse y de dar con su objetivo. Dicho aquí es una chorrada, puesto allí, un triunfo colosal pour muá. Miré el reloj: las siete menos cuarto. Cuarenta y cinco minutos habíame tomado, con todo, la singladura. Mio figlio llegaba a las nueve. ¿Y qué carajos iba a hacer yo allí dos horas y cuarto antes?

     A pesar de la cristalera exterior, la entrada a la madrileña Estación Sur de Autobuses desde el acceso de Renfe, en su estricta modestia, hace que  ésta, al menos un domingo por la noche, también lo parezca. No sé qué impresión dará desde otra entrada, ya digo, pero no iba yo, con el frío decembrimo soplándole a uno tras las orejas, a ponerme a admirar en la calle las nuevas técnicas constructivistas.  Un hangar grandote de paredes pálidas y en forma de ele gigante, eso sí, pero con aire provinciano y mediopensionista, sin el glamour refulgente y cosmopolita de un aeropuerto internacional. Se veía también esto en la humilde galería de pequeños comercios que abarrotan la instalación: tiendas de embutidos, baruchos sombríos, bazares canijos, ultramarinos con bollerías industriales, tiendas de ropa sin marca, dudosas carnicerías. Como correspondía a la hora y a la propia extinción de la semana que allí se libraba, el ambiente era algo decadente y apagado, muy grato ya digo, y la no muy numerosa concurrencia consultaba sin mayor algarabía –no había infantes a esas horas- los enormes paneles, descansaba con la postura ya algo descuidada sobre los asientos de plástico azul, recorría con aire cansino el vestíbulo antes de bajar a la dársena –ah, magia de las palabras, reverberaciones portuarias que la misma consigo dispara, espuma espuria de la libertad asociada a la misma-, mordisqueaba un bocata de sardinas,  hacía tiempo. Eso tan bonito, hacían tiempo.
      Siempre es fascinante el contemplar ese ir y venir de gentes en una estación, ese oleaje pacífico, y en aquel cuadro, de un muy apacible decaimiento, mucho más. Parejas que se despiden y fingen un poco, o no, la tristeza del adiós, adúlteros que vuelven a la oscura provincia, jóvenes trabajadores capitalinos con un  trabajo por lejanos pagos, provectos familiares de visita, la Humanité. Había, claro, muchos inmigrantes jóvenes, rostros pálidos de la Rumanía y la Polonia, atezadas pieles toltecas, como la  del compay que traje al lado en el vagón, -¿dónde estaría la muchacha de las caderas desencajadas?- oscuras pieles magrebíes y coloristas pañuelos sobre la cabeza de las islámicas.
     Ah, el tiempo no transcurría. Me gustaba y a la vez no me gustaba ese medio ocre empantanamiento de la terminal. Había una librería escueta, como hacia el centro de uno de los lados de la ele, muy concurrida a esas horas, y para romper el impasse, allá que me metí. En qué hora lo hice. Me esperaban en sitio preferente, claro, los libros de Juan José Millás, para sacarme mucho la lengua y hacer la mía burla. Otra cuchillada más, con el domingo licuándose hacia su fin, a mi integridad psíquica. Quién me manda a mí. Ocurrióseme entonces pedir auxilio a los librotes de Ken Follet, que, a pesar de la angostura de la tienda, de bien privilegiado escaño gozaban, como soberbios soberanos que dominaran a todos los demás libros, pero me pareció que no tomaban muy en serio ellos mi aflicción, que dudaban si en realidad no  estaba yo sobre todo cachondeándome  Me invitaron en todo caso, muy británicos ellos, a aplicarme el fair-play, como si no supiera uno ya a estas alturas lo perdida que tiene la carrera de la vida. Esa hipocresía británica, la flemática denegación de auxilio a mi doliente persona, que a gritos les había yo implorado su caridad, me hundió lo indecible y estuve a punto de escapar de allí y de fingir un mareo y desmayarme a lo bestia en mitad de la multitudinaria terminal al grito angustiado y terrible de ¡NECESITO UN EDITOR! ¡POR FAVOR, ME MUERO, NECESITO UN EDITOR! ¿HAY POR AQUÍ ALGUN EDITOR?, por ver si de esta forma cambiaba mi perra suerte.
     Luego nunca hace uno nada de eso, y así me va. Me mareé un poco, sí, pero pronto, caminando por la avenida central, se me pasó el agobio. Respiré hondo, como si llevara a cabo trascendentales ejercicios de yoga. Sólo eran las ocho. ¿A qué has venido tú a este mundo, José Antonio, remember, please. Pues eso, aplícate el cuento, so mondongo, que ya va llegando tu niño.
    
     Seguí caminando un poco más, con algo de teatral monarca desterrado en los pasos  truncados, y con el cogote mirando al suelo, que daba. Me tropecé entonces con un grupito de diez o doce tíos, que arracimados contra una pared, contemplaban una pantalla. Tratábase la cosa de que era aquella una tienducha de apuestas deportivas, con máquinas tragaperras dentro, pero fuera, sobre la dicha pantalla, para atraer la atención del personal deambulante, ponían un partido de la Liga en directo. Como no podía ser de otra manera allí y entonces, -el Azar y la Necesidad anudándose en vivo- televisaban al Aleti (al Pupas Atlético de Madrid CF, vamos). Allá que me acomodé, a ver si  podía disolverse en el futbol mi neura y acortar yo el tiempo de la espera de paso. Tenía a mi lado a dos veteranos carteristas de libro, -por eso hasta ahora no había yo guipado a ninguno- , que tampoco creo yo que se esforzasen ellos mucho en engañar a nadie. Igual lo eran los diez o doce que allí había, que habían parado a hacer un alto en la jornada laboral para sufrir un poco junto  al equipo de sus colores.
     Uno de ellos, con un ojo veía el partido, y con el otro jipiaba las tragaperras. “Joder, al cabrón del indio, le ha vuelto a salir el gordo, qué joputa”, bisbiseó hacia el otro. Se oía una lejana cascada de monedas precipitándose contra la bandeja. El otro, más mayor, con las manos en los bolsos de la chupa de tergal a cuadros, sólo atendía al fútbol. Comentaba a media voz las ocasiones, y lo hacía con más finura que los comentaristas consagrados, consagrados a la vulgaridad, quiero decir. En cinco minutos el Aleti metió dos golazos y aquel par de viejos carteristas se abrazaron alborozados. “¡Qué chicharro del Reyes, niño!” “¡La madre que me parió!”, dijo el otro, que incluso había ayudado con el gesto a marcar el tanto.
     El domingo moribundo, sí, pero sin agonías de muerte, el afluente pacífico de toda aquella tropa menestral, el tiempo como detenido, mi niño de camino, el Aleti goleando, el contento de ese par de humildes y viejos mangantes, hum, qué bien se estaba allí, qué glorioso el chapoteo en esa balsa. Y me lo quería yo perder, recapitulé así mentalmente. Y en ese instante me sonó el móvil. “¿Que ya has llegado? ¿Treinta minutos antes de lo previsto? Espérame al lado de la cafetería central, hijo, ya mismo estoy ahí”.
    
      Sólo me quedaba subirme a una escalera mecánica ascendente que tenía  delante de mí y arriba, al final de la misma, encontraría ya a mi hijo, recién llegado y con adelanto de la Ciudad Encantada, de vuelta de su primer viaje solo. Cuando le vi arriba del todo, tan grande, y con una vaga sonrisa encima y la bolsa de viaje al lado, pensé al pronto que no era él, pensé luego si no sería mi pobre euforia que estaba distorsionando las dimensiones, acaso sería la propia perspectiva que los dos entonces guardábamos. Mas la escalera llegaba a su fin y aquel mocetón seguía sacándome la cabeza. No, no era ningún encantamiento. Joder, era él y estaba enorme. Era como si en tres días hubiese crecido lo que en tres años. Entonces, bobo de mí, que hay que ser también cenutrio, elevé la jeta y sucumbí a la tentación de besar a mi hijo en la cara. “Paa-pá”,  rezongó él, con algo también de fingido fastidio.

     “Bueno, ¿y qué tal Cuenca? ¿te gustó?”  “Psché, sí, está bien, calles parriba y pabajo todo el rato,  matador, ah, estuve en el Museo de Arte Moderno, cosas mu raras allí, ¿las casas colgantes? Psí, chulas, pero mucho frío, vivir ahí tiene que ser la caña, sí, que sí, que he comido bien”. Ibamos charloteando así, sentados uno enfrente del otro, ebrio el padre de inusual animación, cansado del viaje y sin lógicas ganas el hijo, de vuelta a casa en la misma linea de cercanías renfianas que me había traido en solitario unas horas antes y que me devolvía ahora como duplicado en cierto sentido, sólo que era mi “doble” más alto y mucho más joven que yo. Se recostó mi hijo contra el fondo de su asiento, sacó el blueberry y se colocó los auriculares. “¿Qué escuchas,  El tamborilero, no?”. “Paa-pá, son Metálica, ya lo sabes”.  Bueno, dejé de apremiarle con más preguntas y miré alrededor. El vagón venía, como a la ida,  medio vacío. El trayecto era ahora muy confortable, y casi no quería uno que el tren avanzara tanto. Observé un súbito movimiento en diagonal de la mirada de mi hijo, que pronto volvió hacia su cazadora negra. Alzó las solapas de la misma. Sin mayor interés giré yo la cabeza hacia donde él había mirado.
     Al otro lado del pasillo, sentada una fila más allá de la nuestra, viajaba una mujer de unos treinta años. Iba sola y llevaba unas bolsas con compras. Era, como su túnica color azafrán declamaba, musulmana. Llevaba los cabellos recogidos todos bajo un pañuelo celeste. Sus ojos eran  renegros. Tenía un bonito rostro, de armónicas facciones y una piel que incluso a distancia se antojaba sedosa. Era sobre todo el preciso dibujo de sus labios rojos, sinuosos y longevos, que no necesitaban pintura para descollar, lo que concentraba su atractivo. Nos sonrió Zulema –como yo ya la había bautizado- al tiempo que bajaba la mirada, con muy cautivador ademán. Pensé, desde su sitio Zulema estará ahora divisando mi coronilla de santidad. Me cambié al lado de mi hijo, -hice como que en broma le echaba un pulso para moverme  de golpe-  y poder así contemplarla a placer. Sí, el hijab concentraba la luz en torno a ella alrededor de sus ojos y su boca, allí convergía por sí sola la mirada. Zulema me pareció muy guapa.
     Medio embobado y sin venir a cuento empecé a hablarle a mi hijo en voz alta –sólo para que a oidos de ella llegasen- de cosas que a bote pronto recordaba de mis patéticos conocimientos mozárabes: que si Scherezade por aquí, que si Ibn Jaldum, que si el califato de los Omeya, que las jarchas, que Bagdad, que Aladino y Jazmín, Simbad el marino, Khalil Gibrán, Omar Kayyam, Omar Shariff, chorradas de ese tipo. Mi hijo no sabía donde mirar. Puede que fuera el entusiasmo por lo magnífica que había resultado la tarde entera a la postre, el reflejo simple de la alegría que me embargaba, o el reclamo que para un poetastro como uno levantaba la belleza solitaria e inesperada de Zulema, la oscura necesidad de demostrarle algo a mi vástago allí presente, no sé, puede que fuera acaso el recuerdo repentino del blog de Kufisto que había yo leido esa mañana, la vehemente y lograda apelación sensual que en él siempre se encuentra, quizás una mezcla de todo eso, pero el hecho indubitable es que se agitó en mí entonces un violento deseo de besotear aquellos labios de Zulema, de comerle allí mismo la boca a besos y  todo eso.
     Llegaba entonces el tren ya a la estación término nuestra. Misteriosamente Zulema también se levantó y coincidimos los tres –y cuatro personas más- de pie ante las puertas por las que debíamos bajar. Estaba ella delante de nosotros. Allí estaba yo, mortificado por un deseo descomunal, en presencia de mi hijo, una cabeza más alto que yo a sus quince, sin saber bien qué hacer uno con todo ello. Pero entonces, para mi más completo pasmo, en una ráfaga supersónica de la visión descubrí, a través del reflejo de su imagen en el cristal de la puerta que teníamos delante, como Zulema y… ¡mi hijo! intercambiaban, sólo entre ellos y para ellos solos, una sonrisita cómplice de mutua admiración física y requiebro compartido que me dejó muerto.
     Bajamos todos al andén y Zulema, aferrada a sus bolsas, aceleró los pasos.  Pronto su celeste envoltorio superior y su túnica azafranada desaparecieron tras un torno, como un espejismo ferroviario. Dijo entonces Mío Figlio, “Papá, ¿te pasa algo?”. “Nada, nada, es sólo que… no siento las piennas, no puido, no puido, pecadol, cobarrrde”. Me dio luego mi hijo un cachete paternalista en la espalda y cruzamos unas risas.
     En la calle, la noche invernal se cerraba sobre sí misma, como si necesitara la sábana reluciente de las mismas estrellas para abrigarse las espaldas. Y no sé si con todo esto seré capaz yo de componer un blues. 
  
       

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Raphael, El tamborilero, yo mismo

     
     ¿Sabes? Es como si, una vez abierta la espita de las confesiones más vergonzosas,  habiéndose deslizado ya uno por esa pendiente, que en estas fechas sólo puede ser de una nieve inmaculada, -y la nieve siempre lo es- apetece, ya puestos, no cerrarla tan pronto y hundirse un poco en el júbilo näif de la misma, antes de volver a colocarse la avinagrada máscara de todo el año.
     Por motivos que no vienen ahora al caso explicar, carezco de una formación religiosa digna de ser considerada tal. Eso hace que no pueda uno, por más que a veces con la intuición ciega lo deseara, “entrar” del todo en el misterio religioso. A pesar de ello, desde la primera vez que siendo niño un día yo lo pude escuchar, siempre el villancico de “El tamborilero”, si lo escucho a solas y con los ojos cerrados, me arrebata el ánimo hasta el borde de las lágrimas. Es una canción preciosa, una música humilde y una letra inmejorable en su aparente sencillez, que  hacen latir y batir con fuerza –y con ecos de tambor, claro- el mío corazón.
    
      La Noche Buena pasada, antes del parchís azul que ya conté, pensaba en esto también viendo, con el famoso rabillo del ojo mío, el finisecular programa de canciones que en la TVE1 dedicaban a Raphael. En un momento vi cómo salía él a canturrear en compañía  de su propio hijo, que si joven el hijo, jovencísimo parecía a su lado el padre, que lo liaba todo un poco con su… “afán de protagonismo” –que, aspirando algunas consonantes, diría su hoy Bonísimo consuegro-, empezando por el raro prodigio allí visto, de que, siendo el hijo poco más que un adolescente como digo, apuntaban ya en su cabeza los signos externos de una pronta alopecia, -mi solidarité, mon  amí- al tiempo que el padre, un abuelo por edad, lucía un melenón como una selva entera sobre el melón, que ni los Who en el año de gracia de Woodstock. En fin, el signo de estos raros tiempos, me dije, y suspiraba yo porque, como cada año, cantara por fin el Tamborilero.
     Y eso que no me gusta del todo oída en ese Especial, inscrita en esa escenografía aparatosa, de luces y destellos y humos tan desorbitados, que es un es-cán-da-lo, más los muy empalagosos jeribeques y alifafes que el rococó Raphael le pone al villancico para casi echarlo a perder de tanto merengue sobreañadido. Me conmueve de verdad cuando se la oigo a Raphael…  cuando no era del todo Raphael, -creo que me entiendes- y la música y la letra y la voz, desnudas y acopladas en comunión suma las tres, brillan de verdad con su callada y esencial belleza. 
      
     He brujuleado en el Internete hasta dar con que se inspira el Tamborilero en un tradicional villancico checo medieval, otros dicen que francés, y sobre todo, con que la letra de la versión española es obra del letrista, adaptador y poeta Manuel Clavero, hijo en realidad del grandioso maestro Quiroga, autor de tantas indelebles letras de la copla española. Y este rarísimo prodigio de hermosura y acendrado sentimiento que el hijo de Quiroga dio a luz, -tan lejos del tétrico tambor de hojalata y de su más tétrico tañedor que luego Grass novelara-  quisiera yo ahora recrear –y hasta susurrarte en la distancia si es posible- aquí:

El camino que lleva a Belén
baja hasta el valle que la nieve cubrió,
los pastorcillos quieren ver a su rey,
le traen regalos en su humilde zurrón
ropopom pom ropopom pom
Ha nacido en un portal de Belén
el niño Dios
ropopom pom ropopom pom

     (Ahí lo tenemos delante, el camino que ya nos lleva, tomémoslo con el candor despojado de toda ansia que el mismo nos pide, que es  descenso –y no por tanto escalada hacia las alturas, esas que dominan siempre los halcones amos del Mundo-  por un valle que la nieve de plena blancura todo engalanó, que nos contagia y viste así de su misma inocencia, que somos ya pastorcillos –niños humildes de esa tierra pura con escaso ganado a su mando al que ahora abandonan- y “queremos ver” a nuestro rey –he ahí la dimensión volitiva y visual, no abstracta, que nos pone en marcha y nos guía, el querer tener delante de los ojos de uno –sólo vivo por VERTE le decía ayer Ángela (María) a Camilo (Jesús)- la increíble donosura indefensa de un recién nacido… al que regalar, (regalar es también un poco religar, creación de vínculo, religión) a quien darle, sin cálculo alguno y de corazón, algo nuestro, por más que tan poco tengamos, algo que quepa en nuestro zurrón, y cómo se anticipan y resuenan ya por el camino, alegrándolo en medio del frío, los ecos de un tambor, esa musical percusión que retumba suave y misteriosa al ritmo de nuestros corazones, ropopom, pom, también como las campanadas de un reloj que diera una hora nueva, pom, pom) .

Yo quisiera poner a tus pies
algún presente que te agrade, Señor,
más tú ya sabes que soy pobre también
y no poseo más que un viejo tambor,
ropopom, pom, ropopom, pom.
En tu honor frente al Portal tocaré
con mi tambor

(y se singulariza y se hace carne ya, de entre todos los que caminan, ese pastorcito único, cobra vida singular la luz de su ilusión, hermosísimo el subjuntivo ese, “yo quisiera”, sí, Señor, te daría yo lo que fuera que a ti gustara, más bonito dicho aún, que fuera de tu agrado, qué precioso el gesto, ese poner a tus pies un “presente” –el regalo hecho así Tiempo actual y vivo-, que a tus pies me pongo así yo también en tu presencia, Señor mío, pero sabes, pues eres tú Dios, que como tú soy pobre, que, pastor sin oveja alguna, como el mismo recién nacido, no poseo más que un tambor, que es viejo, claro, de mi padre heredado, seguro, nada más que el tambor que aprendí a tocar tengo, humilde zurrón y viejo tambor, los objetos que me definen, poco más que el latido de ese tambor soy, el tamborilero,  y entonces… lo único y al tiempo lo mejor que puedo hacer haré, mi decisión a pesar de todo, ésta es mi voluntad afirmándose, sí, rey mío, tocaré por ti, tocaré para ti, pondré mi único y más preciado don al servicio de la alegría de tu nacimiento, así que ahora con más resolución hago sonar mi tambor, es decir, más presente yo mismo me hago con mi arte.)
El camino que lleva a Belén
yo voy marcando con mi viejo tambor
nada mejor hay que te pueda ofrecer,
su ronco acento es un canto de amor
ropopom pom ropopom pom
Cuando Dios me vio tocando ante él
me sonrió
ropopom pom
ropopom pom
ropopom pom
ropopom pom.

(aquí tienes mi viejo tambor, Señor, aquí me tienes, aquí me doy, no hay mejor ofrenda que pueda yo darte, que es su acento ronco –tosco, bronco si quieres, acaso algo áspero, lo que corresponde a la pobreza y al despojamiento último y verdadero- , ronco, sí, pero transfigurado ahora, por la desprendida donación, por la maravilla que también el arte despliega, en lo que viene al cabo a ser su decisiva música, canto de amor, canción y cadencia de entrega total, tómalo, escúchalo Dios mío, y aquí el autor nos pone en el clímax del sentimiento altruista, ¿qué pasará?, pone uno lo mejor de sí, pero, ¿cómo se entenderá? ¿cómo recibirá la divinidad el ruidoso atrevimiento?, y entonces el Dios recién nacido… le ¡sonríe! al pastorcito   –y qué mejor expresión de agrado y a la vez de caricia y de ternura recíprocas puede imaginarse que el regalo de la sonrisa de un recién nacido, ¿cuándo en su vida volveremos a ver sonreír a ese Dios?, ¿nos damos cuenta de que, antes incluso que arriben los magos de Oriente,  el niño Dios a otro niño con un tambor le ha sonreído, calibramos el tesoro incalculable de ese gesto?- y con qué pudor contada ahora la acción en tiempo pasado, ya transcurrido y vivido, ofrecido en distancia así; el niño del portal sonríe –y a la vez diríase que el valle entero, hasta el mismo Dios de las alturas que todo lo ve le sonríe al pastorcito- y con él a nosotros, en catarsis liberadora, nos rueda entremezclada con la sonrisa una lágrima, al compás de ese tambor estremecido de emoción en aquel remoto portal, ropopom, pom, tócalo otra vez, pastorcito, cántalo de nuevo, Raphael, como tú solo sabes, anda) 


lunes, 27 de diciembre de 2010

No, ese no era Camilo Sesto

    
     Te confesaré lector, aunque creo que resulta algo ocioso ya, pues de largo eres tú  más perspicaz que yo y por tanto hace tiempo que lo tendrás asumido, que en cuanto a gustos musicales, es uno lo que se dice todo un hortera de bolera. No entiendo mucho de música y no considero de gran valor mis criterios sobre el asunto. Y a la vez adoro la música que me gusta, creo que me entiendes. Bueno, me gusta Camilo Sesto, al menos muchas de sus canciones me molan mazo, ¿pasa algo?
     Así es que en la noche de la Noche Buena, después de cenar, a la vez que atendía a una interminable partida de parchís a seis –y, a pesar de ello, de bien prolongado divertimento, misterios acaso de los efluvios de un vino del color de las rosas rosas que mi padre en la mesa dispuso-, que la misma vie en rose, también algo hortera, parecía la familiar postcena, no dejaba de observar yo, digo, por el rabillo del ojo cuanto acontecía en la pantalla a esas horas, pues habían anunciado un especial del Sesto.
    
     Se pensaron mis allegados, y despiadada chanza de ello hicieron, pues el vino afilaba encima su ingenio viperino, que la líquida acuosidad que en un momento dado hizo brillar las cuencas de mis ojos, debíase a que una vez más se habían zampado las azules, es decir, las mías fichas, y que esa pena, a la que el vino rosa presta también sus alas, era la causa de mi emoción a punto de desbordarse, y como digo, con mucha guasa además me lo restregaban, así es que quise, para salir del apuro, reírme, venga, venga, que os coméis una y contáis veinte, fue todo lo que se me ocurrió decir, como si más que con mis padres y hermanos, con una colla de rufianes horteras hablando de tías me hallara, aunque pareció por momentos que así fuera, pues todos estallaron en carcajadas a mi ocurrencia, con lo que más me reí yo todavía, sólo que al incrementarse mi agitación, en un instante se confundieron en mi rostro sonrisas y lágrimas, como en un involuntario homenaje a Julie Andrews, que en otra parte del mundo debía andar la pobre en bien triste luto por Blake Edwards.
      ¿Cómo iba a reconocerles a mis padres y hermanos que lloraba por Camilo Sesto? A los pocos amigos de carne y hueso con los que uno cuenta, tampoco: a ellos hay que decirles siempre que Cohen, que Bjork, que Battiato, que Nyman (que también le gustan a uno). No, verdades como esa sólo se confiesan en este diminuto bloggimery  a mis amigos… invisibles, y a la vez tan presentes y reales como los otros, que creo que sólo tú, lector, otra vez me entiendes.
     Fue sólo un instante y luego la partida continuó, como una hoguera alta de risas y colores, hasta que, también como en la vida, como incluso le sobreviene a los mejores fuegos, la misma decayó. Alguien por fin ganó, alguien por fin perdió, si bien ese tiempo juntos y embromados no dejó a todos de aprovecharnos, fuéramos consientes del todo de ello o no. Yo perdí, claro, y no me importó mucho hacerlo, pues todo el costal de mi pesadumbre se lo había llevado antes lo que tras la pantalla con el Sesto habían hecho.
    
     ¿Quién de esa horrible manera había querido crucificarlo? ¿Qué incomprensibles razones íntimas le habrían llevado a aceptar aquel desastre sin atenuante alguno al que agarrarse? No tanto por los penosos remiendos que a su verdadera edad ha querido él ponerle, que hubiera pretendido parecernos él el  inmortal y melenudo Dorian Gray (chalequito de tahúr imberbe, ajustado pantalón de cuero negro, blanca camisola desabrochada, en fin, desatada melena) y que –como al final de la novela de Wilde, sólo que aquí en el momento mismo de pretender colárnosla- sólo a un penoso e irreconocible mutante nos recordaba, tales eran las estrambóticas abolladuras, trasquilones epiteliales y lineas de recoseduras de diferentes epidermis, extraños bulbos y glomérulos faciales, descolgaduras empalidecidas de la piel, tumefacciones plásticas, infladas protuberancias en párpados y labios, mejillas y narices, hasta configurar un rostro simbiótico y pespunteado de muy tenebrosos y delicuescentes ecos, como presto en cualquier momento a arder en su propio horror, que en vano trataba él de apagar con una sonrisa que era una sombra idiota. Barnizábasele de sudor la repulsiva máscara aquella con tanto ajetreo desgañitado a Camilo y, ya digo, parecía que la horripilante cera de su cara fuera a derretirse a ojos vista de todos en cualquier momento.  ¿Cómo además la cámara le encimaba y se recreaba en ese espantoso cúmulo de desiguales zurcidos? Sólo con Mike Jagger, y por miedo de él creo yo, cumple Belcebú su siniestro convenio.
     Y era sobre todo el estado calamitoso de su voz –que a uno le pareció siempre divina- lo que encogía el alma en plena Nochebuena, que le llevaba a soltar unos gritos desaforados y a tapar también esa calamidad con  arreglos musicales tan estrambóticos que hacían irreconocibles y grotescas sus para mí legendarias canciones. Si los jefazos de la TVE 1 habían querido con la parábola de Camilo Sesto mostrarnos en su crudeza toda los Desastres –a lo Goya, sí- a que el narcisismo extremo puede llevar a una sociedad hiperhedonista es difícil que hubieran encontrado mejor argumento. Congratulations a ellos. Ahora, como fraterno mensaje de alegría y de buena nueva a la Humanidad, desde luego que televisar ese desgraciado aquelarre con quien había sido el mejor Jesucristo Superstar no se compadece con ninguna caridad cristiana, la verdad.
   
     Era muy doloroso el ver todo aquello, que no hubiera sobre todo comprendido Camilo Sesto, la persona que vive y sueña aún detrás de ese nombre, que la mejor despedida para todos los que le admiraron y le admiran está ya, a salvo de verdad del Tiempo, en los sagrados e ilusionados confines de la memoria, que hasta embellecen con su dulce engrudo las imperfecciones que hubiera, muchísimo más que las altísimas definiciones de hoy que sólo a brillantosos píxeles, efímeros oropeles, lo reducen todo. Está también en sus obras. Está para los que sepan degustarla con calma en el Internete, que va a acabar por hacerse uno, contra todo pronóstico, amigo y todo de la Cosa. ¿Cómo no iban, lector, a perder esa noche las azules?

  
       


viernes, 24 de diciembre de 2010

Una clamorosa luz (Relato, o algo así)

    
     Aquellos chicos malos le habían encerrado en el fondo de un arcón congelador  y debían luego haberse olvidado de él. Ahora sí que el frío empezaba a traspasar el plástico y le mordía ya con saña desde los pequeños dedos de los pies hacia las rodillas. Intentó Pablo forcejear entonces un poco por primera vez con el embalaje que le aprisionaba.
     Al terminar la fiesta de Navidad, cuando los profes y todo el mundo se habían ya despedido, Pablo se entretuvo a solas, como hacía a menudo,  empinado sobre los sucios y mal abrochados zapatos de suela de material, curioseando, tras sus gafotas rojas  torcidas un poco en diagonal sobre la cara taciturna, el mapa del mundo que la de Sociales había colocado a principio de curso en la pared del fondo. Desierto del… Ka-la-ha-ri, deletreó. Era aquella gran mancha tostada de África en la que, según la profe, el calor era tan sofocante que  la vida se hacía casi imposible allí. En  casa, Papá dejaba tan alto el termostato de la calefacción para que él por nada del mundo se enfriase, que muchas noches, sin poder aguantarlo más, harto de darle a la wii y de tragarse los anuncios de la tele antes de que él llegara, encaramado sobre una silla, abría entera la ventana de su habitación y ofrecía su cuerpo menudo a la intemperie y a la oscuridad reinante allá abajo,  aún a riesgo de pescarse una buena pulmonía. Entonces, ¿el Kalahari ese sería un poco como su casa durante esas noches?
     Papá, que llegaba siempre  tarde y cansado de la oficina, le encontraba a menudo dormido sobre la alfombra marrón de mezclilla. Sin quitarse la baqueteada gabardina oscura, le cogía en brazos para meterle bajo las mantas. Le arropaba y se demoraba un momento mirándole. Se encontraban un instante entonces sus ojos, soñolientos unos y un punto amargos los otros, y aunque su padre ponía cara siempre de querer revelarle millones de cosas decisivas a la vez, sólo atinaba al fin a darle unas deslavazadas buenas noches.
 
    
     Estaba tan abstraído que no los vio venir. Eran cuatro, o más. Se abalanzaron entre risotadas sobre él, Le echaron un abrigo oscuro sobre la cabeza, como si llevaran largo tiempo preparándolo todo. Debían ser repetidores de algún curso superior, con ganas de llevar a cabo una trastada muy planeada con la que sacudirse de paso el propio aburrimiento. Pablo apenas opuso resistencia. ¿Qué podía hacer él contra esos cuatro mayorzotes, sino esperar  que todo pasara pronto?
     Lo arrastraron hasta la cocina del colegio. Entre todos lo tendieron, con pies y brazos bien pegados al cuerpo, sobre una mesa de trabajo y vestido como iba, con el jersey granate, que le venía algo grande, y el pantalón marengo del uniforme escolar encima, comenzaron a envolverle bien fuerte de pies a cabeza con una gran bobina de plástico transparente, de esas que se usan para congelar en las cámaras frigoríficas los alimentos. Al cabo parecía Pablo una pequeña momia transparente, algo cómica su imagen de faraoncito petrificado, con  el pelo y la nariz espachurrados contra el plástico duro. Dejaron sobre su cabeza  un arrugado resquicio en vertical chimenea por el que entrara un poco de aire. Así tendido  le depositaron al fondo del arcón vacío y desde allí contempló Pablo, resignado, las cuatro cabezas asomadas un metro por encima de él, las melenas verticales apuntándole a los ojos, algo desfiguradas las caras por las muecas del jolgorio, antes que sobre él cerraran la  puerta del congelador.
    
      Aun sumido en medio de aquella completa oscuridad, en la que sólo se escuchaba el continuo run-rún del pequeño motor, maniatado e inerme como se hallaba, imaginaba Pablo sobre sí sucesivas capas de  escarcha  posándose con suavidad de mariposas blancas sobre todo su cuerpo, como si cuantiosos copos de nieve  fueran poco a poco recubriéndole los hombros y las cejas, como  esos soldados abandonados en el campo de batalla sobre los que una pacífica y fenomenal nevada descendiera sin cesar desde los cielos condecorándolos con su misma pureza. De momento el embalaje le mantenía a salvo del frío y Pablo se acomodó a la idea de que allí pasaría, en el fondo del arcón congelador, todas las Navidades. Bueno, pensó, hay muchas cosas peores, y seguro que si era capaz de dormirse a tope, de dormirse y dormirse a base de bien, al despertar ya las Navidades habrían pasado. Era cuestión sólo de cerrar los ojos y todo pasaría.

     Sólo que, aunque lo intentaba, no era capaz de conseguirlo. No podía moverse, estaba todo en tinieblas, le picaba la nariz. El frío comenzaba lentamente, como un fantasma sinuoso, a atravesar las primeras fronteras abullonadas de las envolturas y a penetrar con la insidia de su filo punzante más y más plegados revestimientos internos. Se le ocurrió a Pablo entonces que si pensaba mucho en el Kalahari, si representaba en su imaginación con viveza el espantoso calor que allí hacía,  ese sol abrasador en medio del desierto, en las más altas horas del día, como un mazazo de fuego inmisericorde sobre las dunas  achicharradas, y esa arena calcinada sobre la que le arderían los pies sin piedad, mucho más de lo que quemaban los sofocantes radiadores de su habitación estas noches,  -cómo se las apañarían los pobres camellos bajo ese sol aniquilador-, si eso hacía, se hallaría a salvo del frío. Y durante un buen rato así fue.
     Pero al cabo el lengüetazo hipnótico del frío iba macerando su voluntad, aletargándole poco a poco en un sopor helado, como si con siniestro aliento fuera apagando a vaharadas una tras otra los cientos de pequeñas velas encendidas que en el interior de Pablo  le mantenían alerta. Trató, entumecido ya, en un último impulso de infantil  rabia concentrada, de sacudirse la emboscada criminal del frío y de la presión del caparazón de plástico que le inmovilizaba, pero fue en vano.  Sintió entonces Pablo que estaba a punto de parársele el corazón, que la sangre se le espesaba en las venas, que se abandonaba a un mar cenagoso y oscurísimo. Se rindió.
    
     Era como si la oscuridad total se hiciese más y más oscura si cabe por momentos a su alrededor, como si su cuerpo resbalase continuamente ladera abajo hacia una sima impensable que le iba ya devorando sin él apenas oponer nada, hasta que de pronto todo cesó y en lo alto una clamorosa luz anaranjada, que descorriera con su grito insólito un  telón muy negro, pareció un sol nuevo. Una presencia extraña que Pablo no podía aún adivinar, ni por tanto descifrar, le zarandeaba y tiraba de él hacia arriba y le golpeaba contra ella, como si a tirones quisiera arrancarle una y otra vez su gélida piel empañada,  al tiempo que le soplaba y le soplaba sobre las gafas rojas, casi en diagonal sobre su cara lívida, “mírame, Pablo, mírame” , y vio primero la oscura gabardina baqueteada, mojada en círculos, luego el arcón congelador debajo suyo y la cocina de su colegio, y encontró otra vez los ojos, esta vez un punto vidriados, de su padre contra los suyos soñolientos, como si una noche más acabara de despertarle al volver tarde del trabajo y fuera   en sus brazos a meterle bajo las mantas, tan calentitas, “Papá, Papá, que creo que ya es Navidad”, le dijo, como si de entre jirones de plástico hubiese germinado. Y se apretó entonces Pablo bien fuerte contra él.  
  
       
    
         

jueves, 23 de diciembre de 2010

A propósito de la Lotería

     
      Es de sobra sabido que a la postre resulta la Lotería de Navidad –emblema sumo de todas las loterías- un notable instrumento anti-igualitario, pues viene a consistir el misterio y la ilusión desmedidos que la misma cada año concita en quitar un poco de dinero a todos para acumular un mucho del vil metal sobre la cabeza de sólo  unos pocos, sin que éstos, por otra parte, hayan hecho mayor cosa para merecerlo. Vendría la lotería a funcionar entonces como curioso mecanismo redistributivo de rentas, salvo que de carácter regresivo, claro, por el que al final del sorteo son los pobres (en su mayoría) un poco más pobres y los ricos (de origen o sobrevenidos de golpe por el soplo de la diosa Fortuna) un mucho más ricos. Los modernos Estados del Bienestar, que con tanto afán pregonan buscar la más equitativa y progresiva redistribución de ingresos para los ciudadanos –recordemos una vez más el famoso Discurso del Viento zetapeico, montado todo él sobre la aversión a los ricos y la pasión por los pobres- deberían si fueran coherentes no sólo proscribir las loterías, sino perseguirlas, por ser más nocivas a los fines que dicen buscar que el mismo tabaco que ahora en locales público se nos prohíbe fumar.
    
     El fortísimo arraigo emocional que la lotería, al socaire de tanta plática gubernamental socialdemócrata, consigo mantiene entre la gente radica a mi juicio en el sencillo paralelismo que guarda con la Vida misma, tan azarosa y contingente, tan expuesta a mil y una circunstancias o avatares, a veces también súbitos y fuera de todo cálculo racional, que complican o facilitan de forma extraordinaria, -y en la lotería el meollo intrínseco es que el mazazo ese puede ser sólo superbenéfico, en principio- la existencia de los hombres. Parecería así que los hombres hubiesen acordado establecer un artificio para imitar con el azar de un sorteo lo que los escritores de los folletones decimonónicos llamarían los vuelcos maravillosos de la existencia para unos pocos.
    
      Se me dirá: al fin y al cabo quien era pobre antes, no mucho más pobre seguirá después, si no atrajo hacia sí el Maná. Sólo que no sabemos exactamente a qué gastos más esenciales desplaza la cuantía destinada a tentar la suerte. Traigamos el asunto a terrenos propios de letraheridos: cuántas veces no decimos cómo tal libro nos cambió la vida (o tal cursillo, o tal pequeña inversión), justo el que ahora no compramos por adquirir el billete de marras… que sólo más billetes nos puede traer, a despecho además de cuanto decimos en principio aborrecer al poderoso caballero. Bien se ve, no obstante, que la promesa que en sí encierra la lotería no es tanto la puramente material como la ilusión condensada al máximo de transformar radicalmente (con una suerte de varita mágica) y de un plumazo el orden pautado de nuestros días (una Revolución estrictamente individualista y hacia arriba) y lanzarnos a una vida que imaginamos más plena… que es justo la que nos proporcionan bien baratitos los mejores…. (iba a poner blogs, fíjate lector)… los mejores libros, quiero decir.  
    
     Como toda pulsión extraordinariamente egoísta, (la de ser Uno y nada más que Uno inmensamente Ricos, como los odiosos controladores esos, para darse más tarde el festín inconcebible de ser también inmensamente generoso…con los nuestros, claro, que es impensable el reparto total) una vez formulada y puesta en sociedad necesita, para hacerse tolerable, el ser en alguna medida maquillada. Así con voz piadosa y acento algo fariseo lanzamos al vuelo esas dulces psicofonías de que “ojalá caiga entre los más necesitados, entre quienes menos tienen, y yo me alegro por ellos y tal y tal”.
    
     En este colmo, contra su más elemental y feroz lógica, -hacer ricos a unos pocos con el poco dinero que pierden los más- quiere así terminar por hacerse de la lotería el divino mecanismo de la justicia social. ¡Una leche! , que llega casi uno entonces a blasfemar: si de justicia social y de repartir se trata, dejémonos de monsergas, suprimamos la lotería, requisemos a los Ricos –sean éstos premios Planeta o presidentes del Congreso- por decreto cuanto tengan y entreguémoslo a los gitanos que Sarkozy, con el impresionante refrendo de Zp, expulsó.
    
     Pero el magnetismo atávico que la Lotería año tras año atesora estriba sobre todo en recrear en nuestro interior la simple suposición, el paladear la dulcísima textura de esa sencilla promesa, de que por qué no habríamos de ser nosotros esta vez –a pesar de las probabilidades infinitesimales de que ello acontezca- los elegidos de los dioses. Es en el fondo un sueño, que está de una forma o de otra, inscrito en la propia naturaleza imaginativa de los hombres que les faculta para ir más allá de su ordinaria vivencia. Es como cuando en la oscuridad de la sala del cine –fábrica de los sueños, se la ha llamado- juraríamos que sólo y nada más que a nosotros la Actriz o el Actor de divina hermosura es a quien está mirando, y que si por casualidad a fondo nos conociera, irremisiblemente de nosotros  acabaría enamorado.
    
     Y sólo ahora caigo yo, impagable lector, de que más incluso que una extraordinaria lotería, sólo una sobrehumana resistencia al sopor y una excepcional disposición a la caridad explicaría que aún siguieras por aquí, conmigo leyéndome, después que tantísimo me enrrollé, que sólo lo hice por  si contigo tenía yo Suerte hoy, y no te ibas a otra cosa tan pronto.


miércoles, 22 de diciembre de 2010

Balada triste de Toni Cantó

    

     Frente al cerrado sindicato de intereses mancomunados, tanto materiales como ideológicos, tanto directamente personales como genéricos, que la hegemónica izquierda cultural aglutina alrededor de la Ceja, una especie de blindado Acorazado Potemkin –y ver ahí a Concha Velasco, esa chica de la Cruz Roja, es de mucha risa- que con mano de hierro teledirige tanto el tejemaneje de sus directos negocietes como la más general fábrica de las conciencias en esta reserva espiritual española, los escasos integrantes del mundo de la Cultura no socialista, ninguneados,  desperdigados, acobardados y acomplejados, a menudo parecen el célebre ejército de Pancho Villa, siempre en permanente desbandada. Ellos sí que son en propiedad auténticos versos sueltos. Puede sin esfuerzo imaginarse uno el desaliento que han debido, por ejemplo, experimentar cada uno de ellos el otro día contemplando a la Presidenta de la CAM marcándose por todo lo alto un bailecito con el gran Sabina. ¿Sería imaginable, a la contra, a una rendida Sonsoles, o a la Sinde me da lo mismo, bailoteando un Último tango en Moncloa amarrado a los brazos de Tony Cantó?
    
      Acaba de hacer el actor valenciano unas muy jugosas declaraciones –una toma de postura “crítica” que dirían con marmórea solemnidad los de la Ceja si fuera aquél de su mismo tenor-  acerca del penoso establishment cultural que secularmente nos domina. “El mundo de la cultura ha sido muy cobarde… se creen los únicos valedores de una cultura progresista… al PSOE se le perdona todo y al PP no se le pasa ni una… al Gobierno se le ha visto el plumero y la gente se ha quedado callada… Pajín o Blanco en la empresa privada durarían dos telediarios… ojalá en otros ayuntamientos y comunidades gobernadas por el PSOE pudieran trabajar tanta gente adscrita a otros partidos como pasa en Madrid”. No es la primera vez que Cantó se manifiesta así, y no por ello dejan de ser arriegada sus posiciones, que acaso sólo más grado de ostracismo habrán de reportarle, en el contexto de la apabullante supremacía del aparatoso tinglado de los intereses creados que monopoliza la “intelligentsia progre” otorgando reconocimientos y oportunidades sin fin a quienes con ellos comulgan, mientras se condena al silencio a los demás.
    
     Sólo así se entiende que esté pasando casi desapercibida la obra (“Razas”) que del más que notable dramaturgo David Mamet el propio Cantó está ahora representando. Acaso porque, según explica Cantó, “la obra es una crítica directa al prejuicio racial y a la discriminación positiva… Mamet habla de lo políticamente correcto, si hay un gay en una obra tiene que ser bueno, si hay un negro o una mujer, también, porque si no, te van a llamar racista o machista. Todo se ha convertido en previsible y esto empobrece a la sociedad y a la cultura”. Y de esta forma el apasionante debate que para la Cultura pueden abrir los enjudiosos interrogantes de Mamet –es sin duda Mamet uno de los más singulares escritores de historias de los actuales, a las que sabe dotar de una tensión y una hondura argumentales inequívocas-  queda secuestrado, y pueden seguir los síndicos de la Ceja con su secular raca-raca que les lleva al cabo a danzar de lo lindo, encantados además de conocerse, incluso en los más distinguidos salones de la Derechona política, incapaz ésta de defender a los suyos (que son de todos, que en la Cultura no debería haber más bando que el  del talento) y deseosa de obtener la absolución de los expendedores oficiales de los títulos de demócratas.
    
    Y muy pocos como Cantó (tuve la suerte el año pasado de verle en El pez gordo, y me sorprendió del todo, lo reconozco, la completa destreza de su interpretación), como Brando en La ley del silencio, se atreve en público a denunciar este baile de máscaras. Y  la cosa es un poco triste, sí.  
                                             
      
       

martes, 21 de diciembre de 2010

Jamones de Trini

    
     El niño se elevó y amarga protesta contra su maestro levantó. Luego en su casa lo contó y con su familia a la Comisaría que se dirigió. La culpa la tuvo un jamón, sí, la tuvo un jamón. Y también una religión que ve en el jamón algo impurísimo, embeleco de muy difícil imaginación. Del embrollo que se montó saco yo una sola conclusión: esto sólo lo arregla Trinidad, que ha de esto saber un montón.

     Claro, porque si nuestra ministra favorita va por el mundo repartiendo jamones, y tiene ella mucho mundo e inmejorables jamones, cómo no va a poder ella  solucionar este sindiós. Que son los antecedentes óptimos es asunto de imposible discusión: que fue arrimarle ella uno de sus soberbios jamones a la vera camita del adolorido Evo Morales y, según los testimonios gráficos atestiguan, al descendiente de Inca ipso facto hasta la moral se le levantó, hasta punto tal que los asesores ministeriales hubieron de poner distancia en aquella ardiente conflagración.

     Como el efecto Trini, y el de sus jamones, resultó aleccionador y benéfico en grado sumo, que la rodilla de Evo en su inflamación local pronto se desplazó, tengo oído que la nueva política que la ministra favorita implementó, tras tanto lloriqueo moratino, empezó a usar como arma diplomática suprema el aroma y la excelsa monumentalidad de los españoles jamones, que tiene ella además entre los mejores.

      De manera que si Trini aterriza en el lugar de los hechos con sus ya legendarios jamones, es muy fácil que al confundido maestro del chiquillo los ánimos pronto se le apaciguen y recobre enseguida la moral educadora. Con la criatura fanatizada –la atracción con que los medios “multiplican” el extraño incidente del Jamón tiene mucho que ver con que sea el prota del mismo un infante- y con sus progenitores fanáticos, además de sus maravillosos jamones, habrá Trini de poner sobre la mesa las chorreras de la estulta Alianza de Civilizaciones, pero tiene ella arte y embrujo suficientes para persuadir a esos inflamados padres del mucho aprecio que su gobierno a la fé islámica profesa. Que si a la católica mucho se le buscan las vueltas, todos son melindres y zalemas desde el gobierno a la musulmana, que en eso ha devenido la impotencia del discurso racionalista para convencer a nadie.
    
     Sí, si yo fuera el maestro del chiquillo de inmediato imploraría, desde el lecho del dolor, envuelto en el celofán único de su mítica sonrisa, uno de los primorosos jamones de Trini, a ver si así se le pasaba a uno el apipón del acoso de los celosos fundamentalistas que tanto dicen aborrecer el Jamón. Trini puede, claro que sí. Y también jamones mueven carretas. En defensa también de la Constitución, chiquillo.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Felipe González y lo del Gas, he ahí el Controlador Sumo


    
      “El Consejo de Administración de Gas Natural ha designado por unanimidad al ex-presidente D. Felipe González Márquez nuevo consejero de la Entidad”. Y dicen bien, porque, entidades muchas habrá, pero entidad Entidad, pocas en sustancia –que diría Parménides de Elea- como la de Gas Natural FENOSA. De manera que, llegar a okupar uno de los bien forrados sillones de ese egregio Consejo de Administración de la Multinacional debe a uno adensarle de realidad, como un lingote bien macizo  ha de entonces percibirse uno mismo y casi desprender olor y loor de santidad.
     
     Nos informa de paso la altruista compañía que D. Felipe González, que ya poseía acciones de la Cosa, percibirá por su asistencia al Consejo unos emolumentos de 126.500 euros anuales, que podrían alcanzar los 200.000 si, como su antecesor, tiene a bien el Señor presidir alguna comisión de la hiperreal Entidad energética.
    
     ¿Quiénes serán los cuates que con nuestro ex-presidente compartirán mando? Veamos: Narcís Serra, que no necesita presentación tras más de cuarenta años velando por los pobres del mundo a la vez misma que aporreaba su famoso piano, Antonio Brufau, presidente de Repsol, Joan Rosell, presidente de la Patronal catalana, Juan María Nin, director de La Caixa, entre otros “consejeros dominicales”.
      
     Si el otro día el Ministerio de Kultura justificaba en nota pública su Premio Nacional de Artes Plásticas a Santiago Sierra  “por su obra crítica, que reflexiona sobre la explotación y la exclusión de las personas y genera un debate sobre las estructuras de poder”, no ha querido la Entidad quedarse sin razonar la nota del suyo: “su reconocimiento como estadista y su PROFUNDA CONEXIÓN con Latinoamérica lo hacen especialmente indicado para la Entidad, que cuenta con gran arraigo en varios países del Cono Sur, donde está presente desde hace 18 años”. Que no era cuestión en la nota de marras de aclarar más la Slimconecction.
   
     Pero, claro, como de una parte habemos, que el apóstol Sierra vive en Méjico, y que expone él a la vez su Obra en los principales Templos de las metrópolis protocapitalistas, y de otra el nuncio González que nos asegura de dinero entender nada al tiempo que artísticamente talla joyas y bonsáis al desgaire,   hubiéranse por azar (por azar de clases, of course) intercambiado las notas respectivas y nadie hubieramos notado nada. Y si Sierra rechazó el guiño Oficial de los 30.000 euros, es seguro que D. Felipe González Márquez en un tris  anduvo de hacer otro tanto con los 200.000, y dejar a Narcís Serra y cía con el mismo palmo de narices con que se quedó la “aserrada” Sinde, de no ser porque como fatalmente le reconoció en EL PAIS al Premio Planeta D. Juan José Millás que es que no tiene él dinero “ni para hacerse una casa”, y claro, se le disculpa así al Señor de la Mirilla, en el contexto de la crisis global, la necesidad del trinque. ¿Cómo permitir a todo un ex-presidente nuestro ni un hogar poseer tan siquiera? Se lo dijo él mismo al gran Millás, que no quería él morirse “sin al menos tener una casa”, y casi le adivinaba uno entonces el mismo rictus en el rostro que el del célebre ET.
    
     Naturalmente, lector, el convoluto de los 200.000 del Gas me recordaron la famosa entrevista en el más importante diario nuestro a cargo también de uno de los más renombrados escritores nuestros, y muy suyos también, que creo que me sigues, lector. Ah, qué Hombre el Nuncio González. Ha pasado sólo un mes. Muy estrafalarias y hasta estrambóticas nos parecieron ayer las extravagancias que por Arte quiere hacer pasar el señor Sierra, pero al lado del transatlántico descaro felipista quedan en algo chorras juego de niños.
    
     Dime si no es así, lector: ¿pues no decía el gran Controlador allí ante un hipnotizado (él mismo lo reconocía) Millás saber “todos los mecanismos para obtener dinero y que jamás se le había ocurrido”. Quizás debamos entender entonces que los 200.000 euros por asistir a los Consejos del Gas no son una cantidad a la que llamaría él realmente “dinero”. Millás, algo subyugado, se maravillaba luego, “realmente, si usted quisiera podría ganar mucho dinero en poco tiempo… ¿por qué se contiene?, en cuya respuesta lucíase como acostumbra González, “porque tengo mucho trabajo y prefiero yo elegir donde doy una conferencia”. Puede entonces que trátese todo de darle tan solo unas conferencias de las suyas a los amigos de Narcís Serra, puede ser.
    
     Ya lo estaba de sobra, pero ahora se protocoliza para todo aquel que no quiera cerrar los ojos la irrupción de nuestro ex-presidente en el Gotha de la plutocracia, en el establihsment de los Ricoshombres que tanto preocupaban a Zp en su Discurso del Viento. Alguien debería recordárselo al mismo Juan José Millás que en la famosa entrevista se interrogaba doliente si no estaríamos asistiendo a un fundamentalismo del mercado, del mercado oligopolista en el caso de Gas Natural. Dudaba incluso Millás si no era todo esto PARA TOMAR LAS ARMAS. Él, que por algo es Premio Planeta -600.000 del ala- , él sabrá.
     Y sí, de lejos le creo a D. Felipe González Márquez muy capaz de cerrar la conferencia de su toma de posesión en la Entidad con el mismo “Salud y libertad” que Sierra nos endiña a todos al final de lo suyo. Es un crack, el tío.