domingo, 3 de octubre de 2010

El secreto de la chica del millón de dólares (Relato)

                                     
     Ella nunca bailaba. Siempre sola, desde una butaca alejada de la pista, miraba con expresión grave el jubiloso despendole de los cuerpos, y allí permanecía. Como si toda aquella algarabía no fuera con ella y al tiempo la necesitara como un oxígeno de urgencia.
     Bebía despacio una o dos consumiciones, seguía levemente con los dedos sobre la mesita los ritmos que inundaban el Antro, y hora y media después, sin apenas cruzar palabra con nadie, se marchaba. A mí me gustaban sobremanera sus grandiosos ojos negros, como dos lunas llenas de tinta china. La venía observando a distancia hacía meses. Me atraía, rarito que es uno, su rictus serio, más bien triste, como si sombrearan sus rasgos mil enconadas batallas. Pero lo que me hizo definitivamente cómplice suyo fue su rechazo tajante a cuantos ofrecimientos exhibían ante ella los chacales de la noche. Todos aquellos zánganos se estrellaban contra el muro de su indiferencia.
     Ni los tipos más atractivos, tíos como torres, de facciones angulosas y presencias apabullantes, con sus miraditas y sus toquecitos llenos de insinuación. Ni los más dicharacheros, tan liantes con sus zalemas y su guasa, ese chisporroteo de alegría que contagia su gracia, natural y trabajada a la vez. Ni siquiera los más bailones, esos seres diríase que ungidos de la cabeza a los pies con los óleos de la armonía, que se deslizaban por la sala con una facilidad desarmante que prometía un mundo de terciopelo. Nada, ningún arma de la seducción valía contra mi heroína particular. Era emocionante ver, desde lejos, cómo los miraba durante un instante, y nada más que eso le hacía falta para fulminarlos. Parecía como si el aroma de su tristeza –si se me tolera una cursilada más- bastara para disuadirlos. Bien, muy bien mi chica, la jaleaba yo desde mi esquina, como si fuera Eastwood y ella la chica del millón de dólares.
     El día que, aupado sobre la ingravidez que regalan tres gin-tonics libados en una hora, me decidí a abordarla, yo tenía un ojo amoratado. Después de varios penosos intentos, y sus rectificaciones y disimulos subsiguientes –alguien que lo viera desde fuera pensaría sin duda que aquel gafotas que merodeaba alrededor de esa chica bajita y morena, de ojos negros y lazo rojo en el pelo recogido en la nuca, era presa del baile de San Vito- , a pesar de que al sentarme derribé su vaso, el mío, y otros tantos que llenaban la mesita, para fastidio del camarero -que me fusiló con la mirada mientras recogía los licores derramados-, ya no había marcha atrás posible.
     -Perdona, es que esta alergia me está matando, dije.
     Y saqué un kleenex arrugado del bolsillo; fue lo que se me ocurrió. Ella me miró, pero no tuve que enfrentar su mirada, parapetado tras el kleenex como estaba.
     -Claro, y la alergia te puso también morado ese ojo, ¿no?, dijo ella.
     -Verás… es que es una alergia muy especial, es un virus, el chéjov-carver, creo que se llama.
     No le iba a contar en ese momento la verdad: cómo el día anterior, en el Antro, dónde si no, a pesar de que yo había prefabricado con mimo las palabras y las imágenes, y las cadencias más envolventes entre unas y otras para justificar lo injustificable –incluso me había quitado en un momento dado las gafas para parecer más sincero, aunque entonces no viera ni tres ni burro que se me apareciera-, Mercedes y su melena pelirroja, inflamadas ambas y al grito de NO HAY DOS SIN TRES, PEDAZO DE CABRÓN, me atizaron un directo de derecha que me abrasó el mentón. Después Mercedes enfiló la salida con cajas destempladas. ¿La lumbre de un amor que se extinguía? Sé que merecía que me hubiese cortado en trocitos con un cuchillo carnicero, aunque  no recuerdo bien por qué.
     Pero ahora no estaba Mercedes, yo tenía delante aquella enigmática mujer de tensos ojos negros, que miraban sin parpadear hacia la pista, ajena a mi zozobra. My problem, una vez más, era que no sabía qué hacer. Lo apremiante de romper aquel silencio me hizo recaer de nuevo fatalmente –como ese ex –alcohólico con las mejores intenciones que ante una situación peliaguda vuelve a caer en el vicio sólo por huir de momento de esa quema- en otra de esas célebres sandeces que en tan críticos momentos revelan a las claras mi indudable temperamento artístico,
     -Oye, si lloras porque no puedes mirar el sol, no dejes que tus lágrimas te impidan ver el brillo de las estrellas.
     -Qué potito-, me dijo ella, incluyendo en sus palabras todo el ácido sarcasmo que se pueden imaginar.
     -Pareces ausente-, añadí yo entonces, nerudiano total, ya no sólo tuerto, sino ciego y sordo a su desdén.
     Ella me maniató con su mirada. Suspiró. Resopló luego mirando a un punto indeterminado que no era yo. Volvió a suspirar… Habló al fin, como si se hablara a sí misma. “Y como estarías tú, graciosillo, si a los tres meses de casarte, embarazada de días, llena de felicidad, una tarde, al volver rauda a casa desde el trabajo, antes de lo habitual por un corte de luz, sorprendieras en tu misma cama de matrimonio al hombre de tu vida con tu propia hermana menor…”
     Ahora el que resoplé fui yo. Ostras… ¿y no le arreaste un puñetazo en un ojo?- le dije
     Pero ella continuaba hablando sin oírme, con su rostro sombrío que miraba a la nada, como si no estuviéramos en una sala de fiestas, sino en el espacio etéreo de un serial radiofónico.
     “Me quise morir. Literalmente. Me largué a casa de mis padres. Me tumbé en una cama y me dejé llevar: no moverme, no oír, no hablar, no abrir los ojos, apenas respirar, descender, descender como un buzo hacia el fondo del mar, hacia abajo, cada vez más abajo y profundo, atenta tan sólo a encontrar el cofre con la llave que detuviera mi corazón, que apagara el interruptor de mi cerebro. Así días y días, me dijeron. Casi lo consigo…Y ahora, lárgate, chavalín.
     -“Va a ser que sí”, balbuceé, fuera de combate, claro.

                                          

6 comentarios:

  1. No dejes que la botellas te impidan ver el brillo de tus lágrimas.

    ResponderEliminar
  2. No descartes que la muchacha se precipitara en sus conclusiones. Todo tiene una explicación.

    ResponderEliminar
  3. Pero el marido... ¿dijo o no dijo aquello de: "Cariño, espera..., no es lo que parece"?

    ResponderEliminar
  4. Pero hombre..¿es que no tenía una historia más triste que la suya para contarle?
    Dicen que las mujeres atienden a quien les cuentan historias tristes.

    ResponderEliminar
  5. Gracias, amigos, por las variantes aportadas. Yo creo que es que el prota tenía poca inventiva, vamos, y a la mínima es que se rila

    ResponderEliminar