Debía faltar poco para las doce de la noche, si es que no lo eran ya.
Llevábamos desde las diez dándole al tema. Tenía que hacer frío, en medio del desierto
club poligonero, aunque en absoluto lo sentíamos. Bien al contrario, el calor
que desprendían mis carrillos empañaba los cristales de mis gafotas de manera
para mí vergonzante. Los limpiaba con blancos papelillos sobrearrugados, y a
los veinte segundos otra vez se volvían a llenar de vaho. Debía parecer yo un
camión achacoso en medio de la niebla.
El caso es que habíamos ganado un peleadísimo
set cada pareja y teníamos Javier y
yo bola para ponernos 5 a 2 en el definitivo. Si ganábamos el partido subíamos de grupo y
alcanzábamos el brutal –pour muá- puesto 100
en nuestro suburbial ránking padelero (el 100 de entre una lista de 240
parejas de tíos, pues empezamos, tres años ha, desde abajo del todo, desde ese
infierno). En ráfaga pensé entonces, joder, ojalá ganemos, qué momento
para, en loor de triunfo, como los matadores diestros, cortarme la simbólica
coleta del jodido pádel y jugar luego sólo ya festivas pachangas. Sí, le daría
un abrazo de maestro torero a Javier
y le invitaría a, con tiempo, irse buscando otro compi de fatigas padeleras. Me
liberaría de esa agridulce angustia de la idiota competición.
Teníamos enfrente a los Kirpatrick,
padre e hijo, que no sé aún por qué les llaman así, siendo ambos dos de Toledo muy naturales. El padre es
finústico y largo como día sin pan, pero el hijo de primeras vistas no diríase
tal, pues de rechoncho que es, pareciera más bien su escudero. Aunque más que
escudero resultaba, mejor dicho, su pinche, ya que no dejaba de pincharle al
padre con motivo de los escasos errores que el longo Kirpatrick cometía. Con los yerros propios, mucho más habituales,
el pinche escudero juraba incluso improperios aún no escritos, mientras su
papito suavemente lo animaba. Se notaba
de lejos que juntan los Kirpatrick muchas más horas de vuelo padelero que Javier y yo, por más que, con la Fortuna de nuestro lado, teníamos como
digo el partido en la mano.
No, no estábamos jugando bien, y los dos lo sabíamos. No nos salía
nuestro juego habitual. Entonces, con el 5-2
a punto de nieve, a un paso del ansiado top 100, puede que quizás paralizados
por ese redondo espejismo en medio de la fría noche poligonera sin estrellas, con estrépito nos vinimos Javier y yo del todo abajo. Perdimos rápido ese juego, y los tres
siguientes en un santiamén se evaporaron. En los tres cambios de pista que
hasta el final hubieron –dale que te pego yo a los papelillos sobre las gafas-
no acertábamos a intercambiar palabra. Del todo se nos encogió el brazo, casi entregando
las bolas, mientras los Kirpatricks
tornáronse eufóricos pulpos, como de tentaculares martillos armados. Nos
ganaron. 4-6. A la mierda.
Con el frenesí de la Victoria, Kirpatrick
hijo, en muy hermosa por lo inesperada estampa tras tanto gruñirle al Padre,
corrió como loco a echarse en los brazos progenitores. ¡Papá!, incluso de la
boca se le cayó. Kirpatrick padre le
acarició entonces los rizos como sólo un padre puede a su hijo bebé hacerlo.
Les saludamos deportivamente. Me alegré por ese Padre, un notable y veterano
jugador, a la misma vez que a toda leche empecé a entristecernos por nosotros,
por Javier y por el muá, que
habíamos palmado.
Ah, cómo escuece el perder. Cómo entonces te pesa y se te atraganta de
pronto incluso el aire. Qué áspera hiel recubre entonces las cosas y los gestos
más habituales. No era, ni mucho menos, la primera vez que perdíamos, pero
había algo en esta derrota, en visperísimas de las Navidades, acaso la forma
fulminante en que se produjo, acaso nuestro mal juego, cuando tan cerca
habíamos acariciado nuestro –el mío, al menos- Toisón, que la hacía indigerible. Para nada discutíamos ni proyectábamos
Javier y yo los fríos aspavientos de
la distancia, esos gestos que sin quererlo aluden a la derrota. Era sólo que
esta vez, dentro del coche a las tantas, parados ya en la desolada plazoleta en
que siempre dejo a Javier, las
palabras no cauterizaban, no restañaban como otras veces la herida, no
apaciguaban nuestra pesadumbre. Yo creo que sobre todo nos dolía el habernos
decepcionado antes que nadie cada uno a nosotros mismos, y al otro
inmediatamente después.
Y sí, nos dijimos felices fiestas y todo eso mirándonos a los ojos, y
chocamos con fuerza nuestras manos, y ningún mundo se acababa, ya, pero Javier y yo sabíamos que eran unas
felices fiestas escarchadas por una tristeza que nos era hasta entonces
desconocida. Era como si nuestro mal juego nos hubiera arrojado dentro de una
niebla tan espesa como desconcertante entre la que no veíamos la salida
navideña. Parecíamos Hamlets de
suburbio con una pala entre las manos. To blog or not to blog, pensé mucho más
tarde yo.
LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
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“No soy nada, no quiero ser nada,
pero conmigo van todas las ilusiones del mundo” (Pessoa)
Me lo temía. Saludos. FELIZ 2013
ResponderEliminarOs deseo un feliz 2013. Que sea todavía mejor que el 2012. Que todos vuestros deseos se cumplan.
ResponderEliminarQue los malos momentos no borren vuestras sonrisas.
Un fuerte abrazo.
José
Bueno, después de mi frenesí viajero, por fin tomo aire desde Escocia para desearte un feliz año nuevo.
ResponderEliminarUn abrazo