Verás, mamá, ahora que el Tiempo, esa
voraz escolopendra que no sabe de clemencias, abrumándonos de pesares va a
mordiscos maltratándote, menguándote y mellándote la figura y la salud, como hará conmigo también cuando me toque,
quiero ahora rescatar, casi para ti y para mí solos, una imagen tuya que me
acompaña desde siempre, como un escudo definitivo que pudiera yo anteponer al
bicho espantoso del Tiempo, y que éste con sus dentelladas jamás pudiera
arramplarme. A ver si soy capaz, mamá, que el nudo en la garganta es muy pésimo
atabal para que la escritura brote con alguna armonía por dentro.
No, es imposible que te acuerdes, mamá, de aquella mañana, a cuento de
qué habrías de hacerlo. De aquella remota y fría mañana de invierno. Yo era un
renacuajo, que ni con ínfulas de belleza alcanzaba aún a soñar entonces.
Vivíamos en un helador bajo de Aluche, y vivíamos acuciados –como durante
tantos años, como todo el mundo que conocíamos- en la dura brega de cada día.
Acuciados, sí, pero casi nunca amargados. Erais papá y tú, jóvenes y fuertes, y
trabajabais cada día como jabatos. Bueno, acuciados vosotros en el interminable
trabajo, porque a los niños –mi hermana
y yo entonces- las estrecheces nos resultaban naturales, no nos dolían.
Echábamos una mano de vez en cuando y a correr entre jerséis remendados y sin
regalos. No tengo ni idea dónde se habría metido aquella mañana mi hermana,
pero estábamos tú y yo solos, mamá.
Nos disponíamos a salir hacia el bar, a unos quince minutos andando del
piso, donde papá llevaría ya sus dos horas largas trabajadas, despachando raudo
cafés y copas de coñac a la tropa de duros albañiles que levantaban tantos
bloques por allí en construcción. Me habías mojado el pelo, me habías peinado a
raya el tazón de mi pelo laso, mamá. Como una centella apurabas un instante
ante el espejo para retocarte un poco tú. Una pizca de carmín en los labios,
juntarlos uno contra el otro con fuerza un par veces para extenderlo, ese era
todo tu afeite. Con la cartera al hombro
y ya en la puerta, colegial aviado y algo somnoliento aunque con los ojos muy
abiertos, un búho pequeñajo, contemplaba
como pasabas con premura el peine sobre tu pelo negro, como amansando una
reciente permanente que te habías echado y que te caía muy bien sobre la cara
redondita. Entremetías veloz una blusa del color de las tejas por dentro de una
falda de cuadritos blancos y negros. De cheviot, me parece que se le decía a
esa tela. La lozanía de tu piel, muy blanca, tersa, pujante, viva, tan
saludable, en tus brazos, en tus hombros, en tu rostro, eran todo un escándalo natural. Estabas muy guapa,
mamá. Es que tú eras muy guapa. Me
sacaste en broma la lengua a un palmo ya de mí, “vamos, en marcha,
atontolinao”.
Agarraste del perchero tu abrigo
verde oscuro de paño, me diste un ligero empellón con la rodilla en el trasero,
y salimos a la calle. Hacía frío, como digo, y el cielo estaba serio y huero. No
necesitaste sin embargo abrocharte el abrigo, como si a ti las calorías te
sobraran, así era el impulso de tu rumbo, como si la coraza del abrigo fuera a
embridar tu paso. Yo iba cogido a tu mano, mamá.
Una madre joven e impetuosa camino del trabajo, con un abrigo verde
oscuro entreabierto, abriéndose paso en la mañana inverniza con su hijo de la
mano, eso era todo. El turbión de energía que le metías a la fría mañana. Aluche
entonces, ¿te acuerdas?, era más un lodazal de rampas que un barrio, un zoco de
bloques amazacotado y atravesado de calles estrechucas y desniveles sin
pavimentar. Las aceras eran bien rácanas y lo más normal es que te pringaras
pronto de barros los zapatos. Avanzábamos por la acera sorteando a la gente,
percutía el raudo taconeo de tus zapatos bajos entre los sonidos incipientes de
la mañana, y el ufano y repeinadito infante que yo era, despierto ya del todo
al trote de tu marcha vivaz, de la mano fuerte de su mamá, sentíase entonces,
sí, el Príncipito mismo de la Creación, aunque creo que ya a sus botas marrones
de niño con los pies planos las condecoraba el barro. Hasta sacaba pecho y todo,
mamá, para no desmerecerte tanto en la caminata.
Atravesamos una encrucijada irregular de callejas, con idea de
adentrarnos, como siempre, por otra
transversal y así atajar la distancia hacia el bar. Bajamos el bordillo,
cruzábamos el pavimento… cuando desde las alturas con toda nitidez escuchamos
aquello. No, no era un vocear, aquella voz muy masculina que nos cayó encima
casi envolviéndonos, empastada en una eufónica gravedad, como de actor de
doblaje de westerns, no se disparaba como un grosero resorte inmediato, parecía
más bien la natural y pausada exclamación ante algo que acontece delante de
nosotros de forma súbita:
“ole y ole por las mamás bonitas, madre
mía, pero qué les darán de comer ahora para en febrero ya florecer así”.
Imposible ignorar el influjo de esa voz, de aquellas palabras. Imposible
no elevar al biés un instante los ojos hacia ellas. Imposible no quedarse un
momento petrificado. Desde una terrazucha en un quinto o sexto piso, un hombre
joven de jersey marino, acodado sobre los barrotes y fumando, parecía
sonreírnos. Puede que fuese algún obrero convaleciente, o algún familiar de
visita en aquel piso. Bueno, el machito que de golpe me brotó por dentro
entonces se llenó de rabia y de celos. Creo que le lancé una mirada de karateka
avieso y todo. Uff, habría liquidado en ese momento a ese tío que se metía así
con mi madre.
Busqué luego con los ojos a mi madre. Ella, sin duda sorprendida, también
se había quedado como paralizada dentro de la imprevista red invisible de
aquella voz. Reparé entonces en que, era verdad, al llevar el abrigo verde
entreabierto, al vuelo del brío de su caminar, bajo el suéter del color de las
tejas, descollábanle a mi madre muy bien formados y palpitantes los pechos. Su
piel láctea y táctil, la tersura de su cuello, su pelo entonces rizado, su
juventud exuberante, la ráfaga de vitalidad y empuje que consigo llevaba sobre
todo, ciertamente debían resultar notables. Pero es que además, al calor del
requiebro, los arreboles le ganaron las mejillas, se le subió el color a la
cara, se le ruborizó y se le iluminó el rostro, y no pudo reprimir el atisbo efímero de una
sonrisa, más hacia la ocurrencia que hacia aquel desconocido, acaso seña de
agradecimiento y de íntimo orgullo. Hum, aquella sonrisa fugacísima, entre
irreprimible y a la vez reprimida. Entonces si que, mamá, estabas ya más guapa
imposible.
Sin nada más concederle a aquel trovador de las alturas, aceleró mi
madre un poco más el paso y con un suave tirón de su mano pronto escapamos de
allí. Iba yo, mamá, tan sacudido en los sentimientos por el mínimo incidente,
que no sé si enrojecido de cólera, de despecho, como si hubieran querido
robarme algo que sólo a mí pertenecía, como si hubiera de golpe quedado clara
mi inútil insignificancia de alevín, incluso llegué a derramar alguna lágrima. Qué
bobo, qué ínfulas.
Llegamos al bar. Comprendí en el camino que era bobada decirle nada de
todo aquello a papá, que se hubiera además reído de mí. Mi madre se puso rápido
a trabajar. Me fui un poco extraño al cole esa mañana, eso fue todo. Guardamos
tú y yo ese secreto que seguro habrás olvidado, mamá, el de aquella remota
mañana invernal en la que como otras muchas caminaba de tu mano radiante . Más
guapa imposible, mamá.
El escudo eterno de aquella mañana quiero ahora, madre mía, cuando el
alacrán despiadado del Tiempo te dobla, te aminora, te hiere, borrándote y
borrándonos los rastros de la hermosura. Y que un hijo, a un Padre le puede del
todo admirar, mas siempre desde fuera. A una Madre, el hijo siempre la lleva
dentro, consigo, confundida entre sus propios latidos. Madre mía, siempre me
ayudaste, siempre me quisiste, siempre me cuidaste. Gracias.
Genial. Muy grande la madre
ResponderEliminarPrecioso..... Las mamás. ....
ResponderEliminarEstupendo relato. Muy bien hilado y muy emocional. Felicitaciones.
ResponderEliminarNo me emociono con facilidad, tengo ya muchas muescas en el cabezal de madera mi cama ¡cosas que pasan y se van acumulando, arrancando cada una un cacho sensibilidad!......pues bien, he leído este texto para el que toda alabanza es pobre y poca y hasta llegar al final, me he quedado estremecida.
ResponderEliminarDe verdad, José Antonio, eres un gran escritor.
Con eso lo digo todo.
Asun
Desde luego es unas maravilla,,,,un abrazo desde Murcia
ResponderEliminarEstraordinario artículo sobre la madre, me has hecho emocionarme, has descrito a la madre como son todas las madres, ejemplo de supervivencia a favor de los hijos incluso pasándolo mal, pero sus hijos no los toca nadie. Me ha gustado y mucho.
ResponderEliminarMe has recordar a mi madre fallecida en 2007, ella era esa, fuerte ante la adversidad, la enfermedad y todos los sinsabores de la vida.
También mi mujer, madre, cmpańera, amiga, confidente y mejor madre. Un beso pa todas las madres del mundo!! Madre sólo hay una.
Estraordinario artículo sobre la madre, me has hecho emocionarme, has descrito a la madre como son todas las madres, ejemplo de supervivencia a favor de los hijos incluso pasándolo mal, pero sus hijos no los toca nadie. Me ha gustado y mucho.
ResponderEliminarMe has recordar a mi madre fallecida en 2007, ella era esa, fuerte ante la adversidad, la enfermedad y todos los sinsabores de la vida.
También mi mujer, madre, cmpańera, amiga, confidente y mejor madre. Un beso pa todas las madres del mundo!! Madre sólo hay una.
Me has emocionado, he vivido momentos de mi ninez, tu cuando quieres traspasa la piel hasta que llega al alma ..saludos ..
ResponderEliminar¡BIEN!
ResponderEliminarEmotivo texto, en el que encuentro también conexiones personales, que proviniendo de situaciones distintas, sí que guardan relación, al crecer también en un entorno pobre, con unos padres que sólo han sabido trabajar para sacarnos adelante, educarnos a valorar lo que se tiene en la vida, a no hacer de la queja bandera, a saber que el amor no lo incrementa la cantidad de cosas que te doy, sino, el cómo te entrego lo poco o mucho de lo que dispongo. Hoy, aún es temprano, no recordaba que es el día de la madre, y en mi interior conecto con la mía, que en el año 2010 se despidió de aquí, aunque su olor y calor, permanece en mi.
ResponderEliminarEnhorabuena.
ResponderEliminarPor favor, póngame a los pies de su madre, y dígale que soy uno que de vez en cuando entra en el ordenardor a ver lo que usted escribe. Dígale que yo, aunque tuve la suerte de tener dos madres (sí, dos)ya no tengo a ninguna.
Dígale que lo que más envidio en el mundo es a los hombres con madre.
Madre y vieja. ¿Dónde mejor joya?
Gracias.
Sin palabras....Preioso.
ResponderEliminarBESOS
Somos el eslabón que las mantiene vivas, somos lo que nos han dado.
ResponderEliminarHace seis meses y después de un corto viaje en ambulancia, nada más llegar a urgencias, a pie de puerta, me miró y adiviné que sabía que era la última vez. Me tomó la mano y anduvimos juntos un trecho hasta que no pude continuar.
Hoy le he escrito en mi blog.