Estaba escribiendo y sonaron, muy tímidos, unos golpecitos en la puerta.
Me hice el longuis, no fuera a tratarse sólo de un gracioso, y seguí a lo mío.
Pero al rato, toc, toc, de nuevo aquellos ruiditos en la puerta, casi más como
saludo que como llamada. Pensé, vaya hombre, ahora que estaba a punto de dar
con la fórmula de la Justicia Universal y de la definitiva reconciliación del
hombre con el hombre, me cortan el rollo, no hay manera. Me levanté hacia la
puerta pensando más. No, no creo que ese llamar sea el de Corcuera, que venga in
person a felicitarme por mi artículo, y de paso a encargarme ya su ejemplar
del mío libro. ¿Quizás Chaves, a
quejárseme de mi Lord? Va a ser que
tampoco.
¿Y si fueran, pues en efecto más parecían toques infantiles aquellos
sones en la entrada que otra cosa, Los
chicos del Coro de Artur Mas quienes, en adelantada navideña estampa y a
cambio de unas rupias, venían a cantarme
la venenosa letra que había yo, sobre Perales,
inventado para ellos? No, no creo. ¿Y si
milagrosamente el mismo don Froilán,
contrito por los versos que a propósito de su tema ayer mismo le dediqué, comparecía
tras la puerta presto a abrazárseme, en emocionado agradecimiento por haberle
hecho yo ver a él, todo un infante de España,
en su vida la Luz?
Abrí al fin la puerta y… nada. Allí no había nadie. Estiré el gañote, lo
giré hacia uno y otro lado y… también la
nada. Rien du rien. Ya me precipitaba a soltar un portazo maldiciendo en arameo
no, en cananeo –jodido prurito de originalidad que siempre a los poetastros nos
acucia-, cuando una inesperada brisa de viento septembrino me pixeló el rostro.
Hizo que me detuviera, que entornara los ojos. Hum, ese viento portaba un olor
a lejana leña quemada. Abrí entonces los ojos a lo que frente a mí se ofrecía:
allí los ocres, los amarillos gastados y
retostados como oros añejos de una muy longeva alcurnia, allí los rojos
extenuados, amoratados, acardenalados, los verdes agostados de las uvas verdes,
el marco amarillento como de libro viejísimo que parecía encuadrar en orla cuanto yo
veía… los colores del Otoño, la estación favorita mía, que sobre el parque
municipal ya imperaban. Hum, inhalé ahora con vicio todos esos tonos y,
doblando un pelín la cerviz y algo cursilongo, ante aquel aparente vacío declamé:
“Adelante,
Señor Otoño, avanti tutti, siempre usted tan guapo”.
y más en
LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
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154 pgs, formato de 210x150 mm,
cubiertas a color brillo, con solapas. Precio del libro: 15 Euros. Gastos de envío por correo certificado incluidos en
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“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones
del mundo” (Pessoa)
Ando yo con 35"38g al mediodia y con rosas en los rosales, y siempre me coje el Otoño con el paso cambiado, menos mal a los escaparates que abrigan a los pobres maniquies " estos ni se quejan" bueno pues, Bienvenido seas Otoño ...saludos otoñales ...
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