Tenía que acudir el otro día en la
mañana a solventar un papeleo en la
ciudad. Me metí en el metro, bastante concurrido a esas horas, pese a no
ser de las que llaman punta. Lo habitual ahora allí: semblantes sombríos,
miradas graves y concentradas, frío ambiente, y también esa fugaz sensación de
comunidad que, pese a ser todos para todos extraños, el viaje en un vagón
compartimentado proporciona. Ni un sólo libro, ni un sólo periódico, ni
siquiera los gratuitos allí, un par de readers y muchísimo palpoteo de
teléfonos móviles, eso sí.
Llegamos a una estación principal, tras la que nos esperaba a casi todos
el habitual itinerario a paso medio a través de largos y grises pasillos en
tramos ascendentes. A la vuelta de uno de aquellos trechos, el rítmico
estruendo de la percusión de una batería cercana anegó con trallazos de samba
carioca el discurrir del grupo suburbano por aquellas galerías, como si de una
batucada pretendiera transportarnos al mismo Río de Janeiro. Lo querría, quizás, pero no iba, claro, aquel
golpeteo de tambores a conseguir ese improbable pasaporte. Se ve que estaban
aquellas gentes muy habituadas, maleadas por tanto, a la invasión allí a esa
hora de los vibrantes sones brasileiros, pues, que yo viera, nadie lo más
mínimo ante el trepidar de timbales se
impresionó, si es que no, alentados en parte por la propia música, aceleraron
muchos el paso en busca de la salida.
Por razones que no sé –bueno, que sí sé, punto- decidí, como andaba
además sobrado de tiempo, desde un sitio discreto por un rato observar aquello.
Mereció desde luego la pena y resultó bien curioso el tiempo gastado, pues la
ringlera de tambores, cajas, platillos y timbales que contra la pared en
semicírculo se disponían, tenían el aspecto, el envoltorio, el tamaño y el
colorido chillón de simples juguetitos infantiles, de los que parecía del todo
punto imposible que pudiesen elevarse unos sones tan rotundos y en perfecta
escala acompasados como los que desde los mismos se levantaban. Asemejaba, ya
digo, una batería de juguete en colores naranjitas, lo que más aún resaltaba y
focalizaba el mérito sobre el músico que aquella cascada rítmica conseguía allí
desenvolver. Joder, quienquiera que fuera, centrifugaba la mañana de una limpia
alegría, y por impostada que la misma fuera, le añadía algo mejor a aquella
grisácea tristeza.
Y es que, como a juego con todo aquel pueril instrumental, quien con
manos y baquetas lo aporreaba y galvanizaba, era, enseguida se veía, no un
brasileiro, sino un pequeño centroeuropeo –calculé por las trazas que sería
magiar o así- de mediana edad, de pelo
rubio ya ralo, con una permanente expresión de risueño cómico como estampada en
el rostro al tiempo que tocaba y tocaba sin parar. Pasó el grupo mío y el rubio
carialegre siguió dándole a lo suyo. Se vació el auditorio, pero muy pronto pasaron y se fueron, en ambas
direcciones, se fueron y pasaron nuevos grupos de suburbanos viajeros. Seguía
él tocando.
Hasta que, en un momento en que se quedó aquello de nuevo desierto –no
podía, donde yo estaba, verme él a mí- sin apenas dejar de palmotear los
timbales, inclinó el cuerpo para ver las monedas que dentro de un jarro, contra
el que descansaba el cartelito de GRACIAS, podrían quizás haber
florecido. Y por un instante también, yo lo pude ver, al descubrir él el hondo fondo
de la nada, el rostro del rubio carialegre se agrió en un rictus de indefinible
desolación.
Cuando abandoné río arriba aquel vestíbulo, el estruendo de esos sones
vibrantes, que salían de las manos de aquel magiar carialegre, continuaba
anegando los corredores. Y entonces, sólo entonces, subiendo ya los últimos
peldaños hacia la luz del día, recordé a la mañosa joven, bajita, resuelta, con
anatomía de buen ver sobre todo ataviada, que, en el luengo convoy que nos había
traído, rompió con su voz melosa el marasmo de aquel monacal silencio para
decirnos a todos que simplemente ella se ganaba la vida vendiendo
por un euro esta linternita con llavero que aquí pueden ver,
y que muchas gracias, y que si podíamos ayudarla, y oye, comprobé que,
más que menos, la cosa a ella le funcionaba. Al menos a ella sí. Contra toda
lógica, un poco avergonzado, en la gélida ciudad ya, a mí mismo me sorprendí
fantaseando… ojalá los dos, la chica melosa y el percusionista magiar, formaran
en realidad una muy ilusionada pareja de novios, que pronto estarían nada más
que besándose.
LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
(Resumen y análisis de la obra en estos enlaces)
154 pgs, formato de 210x150 mm,
cubiertas a color brillo, con solapas. Precio del libro: 15 Euros. Gastos de envío por correo certificado incluidos en
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“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones
del mundo” (Pessoa)
Muy bonita postal metropolitana.
ResponderEliminarFugisaludoS, maestro.