Casi la única ventaja que tiene el hacer un blog propio estriba, claro,
en que, al no tener que rendir, salvo a tu particular sentido de la autoexigencia,
cuentas a nadie, puedes escribir con plena libertad sobre lo que de veras tu
inspiración te dicte, y aprender y disfrutar en esa pesquisa, pues ni mucho
menos imaginas al ponerte a escribir lo que en el periplo escritor hallarás
dentro de ti. Puedes atentar incluso contra la ley de hierro del Internet, que
expulsa a la gente de todo texto que supere la extensión de un golpe de mirada.
Siempre está el escritor un poco sólo, qué más da. Ese es el puro gozo de la escritura y como tal
resulta impagable, por supuesto. Lo chungo es que quizás luego todo tu esfuerzo
e inspiración, puestos gratis et amore al albur de los vientos cibernéticos, sirva
al cabo para que algún tertuliano renombrado te copietee sin compasión, y que
así él de lo tuyo se lucre, pero esa… esa es otra penosa historia de injusticia
que conviene mejor ni pensar.
Y así, sin complejo alguno, le place mucho hoy al muá el ponerse a
desentrañar, cumplido un año de la pérdida del grande Manolo Escobar, lo mucho que
de valiosa enjundia pueda haber en una de sus más afamadas canciones, “Mi carro”, esa en apariencia banalísima rumba, que data
de 1969, y que, por mucho que
disimulen, no ha de haber español desde entonces hasta hoy –y presumiblemente
por muchos años más- que no la conozca e incluso –en el colmo de las vergüenzas
a veces- que no se haya sorprendido a sí mismo, en broma o en serio,
tarareándola.
Una canción que de forma tan masiva triunfa y perdura en las conciencias
colectivas, en sus existencias por tanto, desde hace ya 45 años, como dicen del
vino, algo habrá de tener. De alguna manera esa canción debe acertar a expresar
a su través una parte del inconsciente
colectivo latente en esa colectividad, de ese sustrato común simbólico más
allá de la estricta razón –y atención, permanente en el Tiempo- que palpita en
un grupo humano, por decirlo a lo Jung.
Y si el éxito interpretativo cabe atribuírselo todo a Manolo Escobar, de justicia será reseñar aquí, en esta nada, el
nombre del responsable primordial del meollo, el autor de la letra, es decir,
del mensaje: un señor llamado Alejandro
Cintas, y a quien quizás la Historia no reconoce como debiera. Vamos ya a
intentar explicarnos esta rosa:
Mi carro me lo robaron
estando de romería.
Mi carro me lo robaron
anoche cuando dormía.
El carro, ahí tenemos, desde el principio, la imago prima y esencial
que nos ocupa: ese vehículo de transporte propio de las sociedades agrarias. He
ahí ya expuesto el filón del trasfondo sociológico que la canción sondea: en 1969 España viene conociendo un proceso
de industrialización aceleradísimo que se manifiesta sobre todo en un
gigantesco éxodo rural, en la atropellada urbanización de la población
subsiguiente, en cuya conciencia bulle el dolor lógico a ese desarraigo.
Telúrico trasfondo rural que, a través de los años y manifestado en el desmedido
apego al terruño propio tan característico de los españoles, pervive hasta hoy,
y que el carro muy bien simboliza.
Pero, ojo, que antes que el propio carro
figura el pronombre posesivo en su primera persona del singular: no
cualquier genérico, común o indeterminado carro, sino MI carro, esa plena y rotunda expresión de la propiedad privada, de
lo que sólo a mí me pertenece y de lo que, por tanto, en esa manera me hace
simbólicamente autónomo, es decir, libre, que el mismo John Locke diría. Y el drama que inmediatamente acentúa –y que se repite- ese sentido: me lo robaron. Es decir, me lo han
quitado, he sido despojado de lo que era mío y nada más que mío, y por eso
protesto. No, no sólo la propiedad no es un robo, señor Proudhon, es que es
justamente la condición de mi persona misma como veremos, y por causa de esa
injusticia me indigno. Me lo robaron
“estando en romería”, curiosa la
alusión religiosa, como si se quisiera contrastar el desfase entre la supuesta
bondad y desprendimiento que se predica y la sucia realidad del robo, además “de noche cuando dormía”, vale decir,
con nocturnidad y alevosía. Es sobre
todo Mi
carro, por debajo de la sonrisa olímpica de Manolo Escobar, canción-protesta, protesta por un robo.
¿Dónde estará mi carro?
¿Dónde estará mi carro?
¿Dónde estará mi carro?
¿Dónde estará mi carro?
Vale, es el estribillo, y como tal se
repite y se repite en la canción, es esa elegía por lo ausente que resume la
inmensa mayoría de cualquier experiencia poética, pero no deja de asombrar la
reiterada, casi maniática, medio sonámbula, repetición del lamento, como si el
autor adrede quisiera subrayar el dolor por esa pérdida, es decir, como si el
carro fuese, significase, más que un carro, mucho que un mero objeto, un plus
que evidentemente ya percibimos que así es. Diríamos que la pérdida del carro,
en parte por la vinculación que con el diario modo de ganarse el pan tiene,
sobre todo revela la pérdida de la estabilidad personal, el menoscabo en la
personalidad, la zozobra existencial a que la misma aboca a su dueño, que clama
inconsolable por su carro, que clama por él mismo.
Me dicen que le quitaron
los clavos que relucían
creyendo que eran de oro
de limpios que los tenía.
Ya vemos muy claro que mi carro era mucho más que un carro,
que no era sino la simbólica extensión de la propia personalidad; entendemos
mejor ya el lamento por ese robo, y el autor lo transmite a través de esa
maravillosa imagen que transforma los tristes clavos nada menos que en el más
precioso de los metales, “eran de oro”,
y lo eran así “de limpios que los tenía”,
es decir por medio del trabajo propio, que transfigura las cosas hasta
hacerlas vivas partes nuestras. ¿Dónde se ha visto que el dueño de un carro, un
carretero, hasta tal punto se afane en el brillo de su vehículo de trabajo, si
no es que trasfunde en él una parte capital de su propia valía, de su propia
autoestima? Aparte de la insólita reivindicación de la cualidad de la
“limpieza” que vemos aquí atribuida a un hombre, lo que más refuerza aún la
naturaleza metafórica del “carro”.
Dónde quiera que esté
mi carro es mío
porque en él me crié
allá en el río.
Si lo llego a encontrar
vendrás conmigo
en mi carro de amor
por el camino.
Pueden habérmelo robado, puede que no lo tenga
ahora conmigo, pero el carro es sólo mío, me pertenece, fue también mi hogar (en él me crié, allá en el río) sí, junto al río y en el carro, las
cifras de la humilde condición de su protagonista, pues son los humildes
quienes precisamente mejor y más valoran lo que sólo con su esfuerzo
consiguieron, lo que nadie les regaló. Y en la segunda estrofa, de manera en
apariencia inexplicable, se amplia y redondea la significación del carro, que
es ahora carro de amor, imbricado
además en una misteriosa interpelación de deseo a un “tú”, que sólo puede ser
el de la Amada. ¿Adónde nos aboca ya de bruces la pérdida del carro?
Pues a que en términos psicoanalíticos -para los que es el Eros, esa energía vivificante es la
instancia primordial de la existencia, de la que luego todo lo demás sublimado
mana- la pérdida del carro “significa”
también la pérdida del pene, de la potencia sexual al menos. Si en buena parte
de las películas y de la cultura norteamericanas reinantes los psicoanalistas
han “leído” la relevancia allí otorgada al propio “coche” como trasunto y
símbolo del propio órgano sexual (de ahí que en muchos spots esculturales
modelos icónicamente lo adoren al anunciarlo), algo así puede entenderse,
asociado a la memoria de una sociedad rural, sobre nuestro carro. ¿Qué le pasó
en realidad a Manolo Escobar “anoche
cuando dormía”? Ahh, si lo llega a encontrar, si recobra esa chispa,
recuperaría a la amada. ¿No entendemos un poco mejor ahora esa desazón, ese
atormentado extravío, esa angustia existencial del dónde estará mi carro, dónde
estará mi carro.
Les digo por el camino
hablando con los romeros
que lleva sobre sus varas
mi nombre grabado a fuego
Una vez más, por si quedaba alguna
duda, aparece recalcada la trascendencia simbólica del objeto sagrado, la
fusión y confusión del mismo con la más íntima y verdadera identidad, ese nombre grabado a fuego, con esa
contundencia marcado y asimilado a la misma persona.
En mi carro gasté
una fortuna
y en mis noches de amor
llevé la luna.
Preguntando busqué
por todas partes
y por fin lo encontré
sin atalaje.
Volvemos sin solución de continuidad a la naturaleza erótica que el
laberinto del carro adquiere, muy hermosamente sublimado además, con indudables
ecos románticos y lorquianos: en mis noches
de amor llevé la luna, casi nada, ésa
es la Fortuna que el carro de veras transportaba. Y como en el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz (Adónde
te escondiste amado, y me dejaste con gemido… buscando mis amores, iré por esos
montes y riberas) por todas partes la búsqueda, el anhelo ardiente por llenar
esa ausencia. ¿Qué decir de ese tan sorprendente como abrupto final? Que
sorpresivamente es un amargo happy end,
pues, Manolo encontró el carro, es decir, se re-encontró, pero sin atalaje, es decir, sin arreos, sin adornos,
sin pertenencias, o lo que es lo mismo, indistinto, sin personalidad, con la
herida por la pérdida esencial aún abierta y por restaurar, por realzar.
Y este es el tesoro, lector, que supe yo encontrarle al carro de Manolo Escobar. ¡Ahí queda eso!
También es una suerte haberlo encontrado sin su antiguo atalaje. Es la oportunidad de ponerle uno nuevo.
ResponderEliminarUn buen blog, pero no me gusta la manera de tratar a personas que tienen un criterio diferente a Don José Antonio. Esas cosas no son cosas que se hacían al otro lado del telón de acero.
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