Así es que, recen lo que recen, vístanlos como los vistan, los
yihadistas rebanapescuezos de París,
de héroes o de mártires, nada de nada. De implacables criminales, todo. Un
héroe de verdad, un pobre mártir, ay, lo fue Alberto González, español de 29 años en la sala Bataclan, su admirable y conmovedor gesto bajo el traidor
ametrallamiento yihadista. ¿Cómo comparar siquiera a uno con otros, cómo pensar
que una misma dignidad equipara a la víctima, que con su cuerpo y su luz –mira
su rostro- en medio del diluvio de balazos protegió a su mujer, y a sus
tenebrosos matarifes, locos por disparar sin parar allí sobre cientos de
personas desprevenidas?
Sí, cuando leí su historia me acordé enseguida del relato de Richard Ford que aquí glosamos, sobre
ese marido que inconscientemente se escudaba tras el cuerpo de su mujer ante un
psicópata armado que irrumpe en un centro comercial, y sobre si ese acto súbito
revela o no la verdad de una persona, es decir, si es o no en las situaciones
excepcionales cuando aflora la íntegra condición de alguien.
Sabemos que Juan Alberto estaba
allí, disfrutando del concierto de rock junto a su esposa Ángela. Que llevaban tres meses de casados, aunque andaban como
novios desde siempre. Que estaban tan llenos entre sí de amor –“superfelices”,
dicen sus familiares-, como los yihadistas de odio. Que sobrevino el asalto de
los yihadistas. Que mientras descargaban sobre los cientos de personas las
balas de sus kalashnikofs a la vez
les sentenciaban: ¡Vamos a haceros lo
mismo que vosotros hacéis en Siria!
¿Juan
Alberto, Ángela, aquellos cientos de entusiastas del rock de tan variada
condición? Que todos, aterrados, se arrojaron entonces al suelo, algunos ya
heridos de muerte.
Como Juan Alberto se hallaba
delante de Ángela, acaso instintivamente, trató de protegerla moviendo sus piernas y deslizándose en la penumbra para
que la cabeza de ella al menos quedara bajo su cuerpo. Intentó, como pudo, mantener
a su mujer a salvo de la metralla criminal. Cuando ésta cesó, a duras penas Juan Alberto se incorporó un poco y
tocó el cuerpo de su esposa, quizás comprobando que ella respiraba viva. Herido
de muerte, le susurró algo que ella ya no pudo entender, acaso sólo eso, Ángela,
amor mío, desfallecido y
atragantado ya por el colapso de los órganos en él desgarrados. Ángela, moviéndose a tientas, quiso
abarcarlo entonces entre sus brazos. Descubrió la sangre que de él chorreaba y
empezó a gritar. Se reanudó la estampida de los disparos y volvieron a tirarse
contra el suelo. Quedó Ángela tumbada
sobre el pecho de Juan Alberto hasta
que cesaron los disparos. Algunos se levantaron entonces para huir de allí como
fuera. Juan Alberto permaneció ya
inconsciente entre los brazos de Ángela.
Llegaron al fin unos policías y, demudados, la ordenaron salir. Allí quedó Juan Alberto, magnífico estudiante,
ingeniero, emprendedor, granadino, amigo de sus amigos y del salir de tapas,
allí quedó su hombría de bien, allí quedó su alegría de vivir, allí quedaron su
coraje y su valor, enteros y bien puros.
¿Quién dijo que el Bien es aburrido? ¿Quién dijo que si la oscura
atracción del Mal? Juan Alberto González
Garrido, que nunca la memoria de tu bondad se nuble.
Noviembre
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LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
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“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones
del mundo” (Pessoa)
Muy triste cada historia de una persona muerta, ASESINADA.
ResponderEliminarA ellos les da igual todo, José Antonio.
Absolutamente todo, porque no tienen nada que perder.
Nosotros, sí.