viernes, 25 de diciembre de 2015

Navidad, los niños



   (Navidades. ¿Valoras este blog? Si lo lees, si reflexionas, si sonríes o te cabreas conmigo, si interactúas conmigo... cuando pienses en regalos, cuando pienses en libros, acuérdate del mío. Sé que te gustará. Vale 10 euros. Feliz Navidad.)


   Detesto el sentimentalismo blandengue, claro, pero más aún abomino del dirty realism, del cinismo sucio tan en boga hoy que lleva sólo a proferir –en las redes asociales, en los libros, en las pelis- elementaladas excrementicias que pasan encima como las más prodigiosas escrituras. Defiendo la noble excelencia del sentimiento, cuando es genuino y acierta a expresarse bien.
     
   Por eso mismo me parece que la Navidad estuviera ideada para los niños, para los más pequeños. Sólo en ellos, mientras los adultos hemos de impostar una alegría que ya no tenemos, se encarna con plenitud natural la dicha que la Navidad lleva dentro. Tengo ahora una sobrina de cinco años, un diablo incansable de rubiales bucles que, tiempo tendrá de crecer y hacerse luego larguirucha y hosca, pues en eso consiste la adolescencia, mas por el momento todo en ella reboza chispa, donaire y dinámica armonía. Reflejemos toda esa gracia, atrapémosla, tratemos de fijarla antes de que el Tiempo la disuelva en sombra, en humo, en polvo, en nada. 
   
   Nada la detiene en sus correrías por la casa de los abuelos, en sus razzias incruentas de pequeña walkiria alborozada, todo lo desbarata y lo trastueca a su paso, a todas las cosas les impone el desorden de su júbilo para aparente disgusto de los mayores, que un poco a ese turbión dorado quieren reconvenir. Nos cautiva en ella, claro, la pureza sin cálculo y desorbitada de sus expresiones, sea su risa incontenible, sus mohínes, su contrariedad, el sueño súbito que la asalta, la estela de cometas chisporroteantes que parecen perseguirla, el juego perpetuo que se trae con la vida, la belleza reciente y no premeditada, y por lo mismo más intensa, con que esos sentires se reflejan en los gestos de su cara, de sus ojos y de su boca, en la pizarra de su frente tan limpia, que se moldean ante nosotros como arcilla novísima y pasmosa.

     
   La prueba del nueve de todo eso está en que cuando la infantita se va, porque sus padres, muerta de batallar y de sueño, han de llevársela en brazos a la casa propia, en un primer momento, mayorzotes nosotros ya, respiramos casi aliviados ante el fin de las inclementes turbulencias que la niña produjo, pero al instante… lo notamos, lo respiramos, lo palpamos… qué vacía y triste la Casa sin la niña se queda, qué sombría de golpe a pesar de las mil luces, qué yerto parece todo… y sobre todo qué amargos y dickensianos viejos nos vuelve la ausencia de la niña, qué huérfanos de ella, qué secretamente esperanzados en volver a ver pronto  ese escándalo de gracia y ocurrencia en el que el espíritu de la zarabanda ilusionante de la Navidad no puede condensarse mejor. Te queremos mucho, sobrinita mía.



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