sábado, 30 de enero de 2016

Mi gran noche en el Antro (y 3)



(y 3)

     ...Observarla, distanciarla, examinarla, reducirla a motivo para un relato, va, un sorbito al gin, un hielito por la frente, por las sienes, eso es, ya apenas le dolía Eva.
     Tras unos cuantos bailoteos, que incluyeron desaforados sobeteos por detrás y por delante con el polaco grandote, anotó que Eva empezó a distanciarse corporalmente de él, a frenarle con las manos los embates, como si fuera recobrando una cordura por aquellos predios de golpe perdida. El polacote resopló. Que empezó luego Eva ojeadora, eso, a echarle el ojo a la pareja, mucho más contenida en sus ímpetus, que componían su amiga borrascosa y el que parecía un principito polaco de rebajas, pues si su atuendo era deportivo y casual, su atractivo y espigado porte, más la mínima línea de su barbita, podían en parte hacerle pasar por miembro de alguna dinastía polaca venida a menos. Varias veces se dieron de bruces los ojos de Eva y del principito polaco, observó él, mientras a su alrededor la amiga borrascosa miraba al suelo y el grandullón, brazos en jarras ahora, miraba a Ana, miraba a su amigo, y acrecentaba el fuelle de los resoplidos.
    Componían los cuatro un cuadro vodevilesco, sí, con poca gracia y mucho instinto bajo, como esas chuscas sit-com que ahora en la tele tanto se llevan. De pronto entonces Eva intercambió dos frases con su amiga, que a continuación se alejó de allí con expresión de viuda triste. Tomó por el brazo Eva al espigado principito polaco y románticamente lo invitó a bailar un merengue que entonces daban… para al minuto siguiente abandonarse entre sus brazos, a besazos y mordiscos devorándose ya ambos, mientras cerca de ellos el polacote parecía una nuclear en llamas. Eva y el príncipe se alejaron entonces de él, rendidos sin remedio a su súbita pasión devoradora. Era Eva quien sobre todo se abalanzaba sobre el polaquito bonito, afianzado contra la pared, como si ardiera en deseos de allí mismo devorarlo, confundirse y fundirse en él, como si sin él fuera ella nada. Bastante tenía el polaquito con tratar de remedar el frenesí caníbal de Eva. El grandullón, copazo en mano, trató por despecho de tirarle los trastos a cuantas por allí pasaban, que de él huyeron una tras otra, no sin una chispa de terror en la mirada. En fin, Eva y el principito se dieron un buen homenaje. Tuvo Eva, reina de la noche, su dúplice pasión polaca, plebeya primero, aristocrática at least.
    No podría precisar si es que del Antro salían ya los dos hacia más íntimo lugar, pero sí alcanzó a ver que quiso el principito despedirse del grandullón, y que éste, del todo beodo, le volcó entonces a la cara tremebundas palabrotas que incluyeron además humo y saliva encima, aunque bastó solo una mirada decidida de aquel emir al entrecejo del polacote para que se amansara éste hacia un rincón, cual mastín resignado. ¿Y Eva? Allí en medio, con un semblante del todo congelado e inexpresivo, la reina boba, que no parecía atender ni comprender nada. Igual pensaba en una paella, ve tú a saber.
   Ésta tía está como un cencerro, se dijo al cabo. Le dio el penúltimo sorbito al gin, que, macerada del todo su composición, sabía delicioso. Ajá, ahora se sentía ya en condiciones de pegar un salto y disfrutar un rato en el centro mismo de la pista, con sus queridos cincuentones, bailoteando también él, uno más en el infame coro carnavalesco que flagelaba el Antro al son de Raphael que volvía  …qué pasará, qué misterio habrá, puede ser mi gran noocheee… y al despertar ya mi vida sabrá algo que no conoce, lalalalá, lalalalalá, mi gran nocheee…   


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