Resulta indignante, sí, ver cómo los popes de la Educación (profesores, sindicatos apas, pedagogos y demás surtido de demagogos) tan sensibles al circuito cerrado de su humanista corporativismo, aceptan y tragan, complacidos además, -tan antiamericanos de consuno ellos- la celebración en los colegios españoles de la ya anual fiesta de Halloween, esa exaltación de lo siniestro y de lo truculento, carente además del mínimo designio para superarlo. Pues Halloween consigue el estúpido milagro de que los propios niños nos parezcan ese día... desprovistos de toda gracia, nefasto logro este, difícil de superar.
Es seguro que los seculares mitos y ritos que marcan y festejan el fin del buen tiempo y de las cosechas, de los que se deriva el Halloween, incardinados en el seno de las culturas tradicionales, portaban consigo una profunda significación que, consciente o intuitivamente, llenaban de sentido para la comunidad su práctica anual. Igual que en los capiteles románicos y en las arquivoltas góticas, la muestra de animales o presencias diabólicas y horribles cumplían una función simbólica y catártica, fuese esta el ahuyentar los espíritus malignos o recordarle al pecador los males y plagas del infierno.
Creo que, en el contexto hiperconsumista, hiperhedonista y postmoderno (en el sentido vulgar del todo vale) de la cultura actual, el éxito de Halloween, su reclamo y vigencia, incluso en contextos del todo ajenos a su origen, se explican sobre todo por su perfecto engarce con esa valorización brutal del feísmo, del frikismo, y del homo gañanis, es decir con la paulatina disolución de todo criterio objetivo de valor y de belleza, a que las hodiernas Sociedades de la Telebasura propenden.
Así deviene sobre todo el Halloween en una propicia ocasión más, sólo una más, con coartada socialmente alentada ahora, para el idiota desparrame, para la confraternización con la horripilancia, para el desagüe de los peores instintos básicos, para la exploración del morboso regusto por la violencia simbólica y por lo monstruoso, para la burda exaltación de la extravagancia desagradable, cuando no directamente repugnante, para, en fin, una viscosa apelación a otra penosa borrachera más, sólo otra más. Una invitación a la Fealdad que incluso consigue, ya te digo, que hasta los niños nos parezcan ese día desprovistos de toda gracia.
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