Observaba cómo sus padres envejecían y envejecían por días. Él mismo,
sus hermanos, sus escasos y mejores amigos y amores, se iban ya por la edad
madura. El hijo les sacaba a todos un palmo en ese momento. Era un lunes
cualquiera. Reunidos a la mesa, medio en broma les exhortó a enlazarse allí por
las manos. De pronto serio, se lo soltó entonces: No creo en la burocracia eclesiástica
ni en sus sacramentos. Pero sí creo, sí quiero creer, en que ha de haber un
lugar, no sé cómo ni dónde ni cuándo, en que nos volveremos a encontrar. Volveremos
a encontrarnos con nuestros seres más mutuamente queridos. Es una idea tan
hermosa que sólo por ello merece ser verdad, que sólo por ello merece ser
creída. Y eso, que el primero de nosotros que llegue, que se ocupe en ir
preparando la estancia, para cuando allí vayamos llegando todos. Les
hablaba a ellos. Le hablaba sobre todo a su angustia, feroz.
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Yo creo exactamente eso. Que hay un lugar de paz y reencuentro después.
ResponderEliminarBesos grandotes.
Muchas gracias, Lucía. Me alegra mucho. Igualmente para ti.
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