viernes, 12 de enero de 2018

Lo que pasó paaasó entre Mary Shelley y yo




   En la película Frankestein (1931) pone su director, James Whale, en boca de Mary Shelley, la autora del célebre relato de mismo nombre, ante el asombro de Byron porque “una cabeza tan bella ideara Frankestein”, estas palabras a modo de justificación fundacional de su obra:
     “El público necesita algo más fuerte que historias de amor… ¿Por qué no escribir sobre monstruos?... Quise escribir una lección moral sobre el castigo que recibiría el mortal que se atreviese a imitar a Dios”.
    Se publicó “Frankestein” en 1818 y de alguna manera abrió, en la senda ya marcada por el Romanticismo con su gusto por lo misterioso, la espita de la posterior fascinación de los creadores por las criaturas y las tramas aberrantes. Si como sabemos, el sueño de la Razón produciría monstruos, el sueño del Sentimiento (materia viva y prima del Romanticismo) alumbraría no menores ni menos repulsivos engendros, como desde entonces hasta hoy la trayectoria dominante en cine y literatura más que prueba.
   Es más, desvinculándose por completo de la finalidad moralizante que Mary Shelley apuntaba para su relato, incluso llevándolo hasta su lado antitético, una buena legión de creadores, realimentados por un público del que en efecto diríase que necesitaba  (al modo de los afectados por una adicción) algo más fuerte que historias de amor, han gozosamente sucumbido a la ya arquetópica  seducción del Mal, mágica etiqueta en virtud de la cual producen los malotes mucho más morbo y atracción que los aburridos y, a más de bobos, antieróticos buenos. Se entiende así de sobra, en el contexto actual añadido de las Sociedades de la Telebasura, la indiscutible glorificación del psicópata que en la casi totalidad de producciones culturales observamos. ¿Tiene ello algún efecto sobre el entramado moral colectivo? Sospechamos que sí, desde luego, y muy tóxico, pero no es éste lugar para perdernos ahora en desentrañar semejante mondongo.
     Contentémonos en conjeturar aquí por ahora los benéficos efectos que sobre las conscientes e inconscientes psiques ciudadanas se derivarían de derramar, aunque sólo fuera para compensar tanta mugre ambiente, simplemente eso, historias de amor, al modo de aquellos inolvidables músicos de la excelente novela de Oscar Hijuelos que de esa preciosa guisa se presentaban: los Reyes del mambo tocan canciones de amor. Quizás, en medio de las desalmadas sociedades postmodernas, más que nunca convenga reivindicar, es decir, reflejar y proponer en las obras, el inmemorial argumento del Amor, la excelencia de los nobles sentimientos. De vuelta de tantos regüeldos tarantinos, le diríamos en el Tiempo así a Mary Shelley:

   Las personas necesitan algo más elevado que historias de horror… ¿Por qué no escribir sobre enamorados?... Quise escribir un revulsivo moral sobre el bálsamo que recibiría el ciudadano que se aventurase hoy a leer de Amor”.   

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