Uff, la tremebunda escena, a la vez real y Real, hiperreal pues, pareció
adquirir por momentos en síntesis los contornos de una película de terror.
Veamos: de fondo el escenario siempre intimidante y fantasmal que todo Palacio para sus moradores -no digamos
ya si en el mismo advenedizos son- implica: ese aislamiento, esa agresiva
claustrofobia que casi siempre sus inmensas galerías y protocolos desencadenan.
Añádanle, como en un raro cuento gótico, que una joven progre se casa con el Rey, que se convierte ella así en Reina, es decir, que se embarca en una Vida diametralmente opuesta a la que su
preparación y carácter le pedían. Más la cosa, clásica y universal entre
personas y animales, de marcar
territorio. En fin, érase el Domingo
de Resurrección en la Catedral, y a la salida de la Santa misa, en
presencia de mitrados, guardaespaldas y gentes monárquicas, comparecía la Familia Real. En estas que la Reina Emérita, presa de a saber qué
prurito, con inusitada brusquedad engancha a las nietas por los hombros y pide
foto. La Reina entonces, madre de las
infantas, como espectral y ceñuda presencia, se cruza y se cruza adrede, para
romperle a la Suegra el Cuadro. Que encima de pronto se acerca a la Princesa de Asturias, para con dedos
repeinarla el peinadísimo pelo. La Emérita, que quiere apartarle esa mano. La
Reina que no cede. Enfrentadas. Palabras como puñales entre ellas. Conversación en la Catedral, sí. Unos
instantes grotescos sobrevienen ahora, en la soterrada pero palmaria pugna
entrambas, durante los que la Reina Emérita, para driblar a lo Ronaldo la maligna silueta, arrastra consigo, primero hacia
un lado y luego hacia el otro, a las infantitas por los flancos enganchadas, en
busca aún de la foto perdida. Se bambolean, todos allí como títeres se
bambolean. Pobres niñas, diríamos. Una apenas pestañea, pobre, sí. Pero, ante
el vahído general, la otra, Princesa de
Asturias ya, de forma inopinada y un poco a lo Carrie, de un formidable manotazo aleja de sí el brazo
de su Abuela, que, profesional, insiste
con disimulo en pasarle de nuevo el brazo por el cuello. ¡Vuelve a su vez la
Niña en público, mientras la Madre hace nada, a repetirle el asco a su abuela
Real! Rayos, truenos y centellas. Bueno, majo, para qué quieres más. Qué contenidísima
altatensión, por Dios. Ni con el cuchillo de El resplandor podría
cortarse tanta. Suerte que, como en los cuentos felices, llega el Rey Soberano, el Padre también, a
poner paz… Bueno, a poner algo de paz en…
el horror, el horror… Tras ellos, a un lado escorado, el legendario Rey
Emérito, el motor de la Democracia, el Abuelo, que fue picador, yes, que observa
impotente la tremenda escenita. Que tuvo después incluso terrible secuela, pues
quiso luego en la explanada la Abuela, quizás para borrar la hiel derramada, besarle
el pelo a la brusca Princesita, que, dulce esta vez, ni se movió… ¡Más allá que
se llegó de nuevo la Madre… y pareció, oh, my God, pasándole la mano sobre la
misma parte besada en la cabeza a su Hija, querer así disolver, centrifugar, anular
ese beso. Anótese asimismo, signo de los Tiempos, el ocaso real y simbólico de
la Figura Paterna en el quilombo. Y la moraleja: ¡Suerte, valiente Felipe VI, Rey de España! Que la vais
por tantas cosas, Señor, creo yo, que soy nadie, a necesitar.
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Enhorabuena, José Antonio. Tu narración expresa aún más que las imágenes.
ResponderEliminarMuchas gracias, Anónimo.
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