jueves, 5 de abril de 2018

¡Ahhh, El resplandor en la Catedral!


   



  Uff, la tremebunda escena, a la vez real y Real, hiperreal pues, pareció adquirir por momentos en síntesis los contornos de una película de terror. Veamos: de fondo el escenario siempre intimidante y fantasmal que todo Palacio para sus moradores -no digamos ya si en el mismo advenedizos son- implica: ese aislamiento, esa agresiva claustrofobia que casi siempre sus inmensas galerías y protocolos desencadenan. Añádanle, como en un raro cuento gótico, que una joven progre se casa con el Rey, que se convierte ella así en Reina, es decir, que se embarca en una Vida diametralmente opuesta a la que su preparación y carácter le pedían. Más la cosa, clásica y universal entre personas y animales, de marcar territorio. En fin, érase el Domingo de Resurrección en la Catedral, y a la salida de la Santa misa, en presencia de mitrados, guardaespaldas y gentes monárquicas, comparecía la Familia Real. En estas que la Reina Emérita, presa de a saber qué prurito, con inusitada brusquedad engancha a las nietas por los hombros y pide foto. La Reina entonces, madre de las infantas, como espectral y ceñuda presencia, se cruza y se cruza adrede, para romperle a la Suegra el Cuadro. Que encima de pronto se acerca a la Princesa de Asturias, para con dedos repeinarla el peinadísimo pelo. La Emérita, que quiere apartarle esa mano. La Reina que no cede. Enfrentadas. Palabras como puñales entre ellas. Conversación en la Catedral, sí. Unos instantes grotescos sobrevienen ahora, en la soterrada pero palmaria pugna entrambas, durante los que la Reina Emérita, para driblar a lo Ronaldo la maligna silueta, arrastra consigo, primero hacia un lado y luego hacia el otro, a las infantitas por los flancos enganchadas, en busca aún de la foto perdida. Se bambolean, todos allí como títeres se bambolean. Pobres niñas, diríamos. Una apenas pestañea, pobre, sí. Pero, ante el vahído general, la otra, Princesa de Asturias ya, de forma inopinada y un poco a lo Carrie,  de un formidable manotazo aleja de sí el brazo de su Abuela, que, profesional,  insiste con disimulo en pasarle de nuevo el brazo por el cuello. ¡Vuelve a su vez la Niña en público, mientras la Madre hace nada, a repetirle el asco a su abuela Real! Rayos, truenos y centellas. Bueno, majo, para qué quieres más. Qué contenidísima altatensión, por Dios. Ni con el cuchillo de El resplandor podría cortarse tanta. Suerte que, como en los cuentos felices,  llega el Rey Soberano, el Padre también, a poner paz… Bueno,  a poner algo de paz en… el horror, el horror… Tras ellos, a un lado escorado, el legendario Rey Emérito, el motor de la Democracia, el Abuelo, que fue picador, yes, que observa impotente la tremenda escenita. Que tuvo después incluso terrible secuela, pues quiso luego en la explanada la Abuela, quizás para borrar la hiel derramada, besarle el pelo a la brusca Princesita, que, dulce esta vez, ni se movió… ¡Más allá que se llegó de nuevo la Madre… y pareció, oh, my God, pasándole la mano sobre la misma parte besada en la cabeza a su Hija, querer así disolver, centrifugar, anular ese beso. Anótese asimismo, signo de los Tiempos, el ocaso real y simbólico de la Figura Paterna en el quilombo. Y la moraleja: ¡Suerte, valiente Felipe VI, Rey de España! Que la vais por tantas cosas, Señor, creo yo, que soy nadie, a necesitar.  


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