martes, 22 de mayo de 2018

La misteriosa atracción de algunas prendas viejas


   


   No es que abomine de la ropa nueva, no, no soy tan raro. Es sólo que al principio suelo sentirme incómodo con ella. Es una cosa de piel entre la ropa nueva y yo, ya está. Hasta que la hago mía, por así decir. Hay luego mucha ropa que simplemente usas y tiras a lo largo del tiempo. Algo has de llevar siempre puesto, ¿no? Y se quedan hasta el final contigo, como los mejores amigos, qué se yo, esa camisa a cuadros rojos y negros, esos pantalones de loneta azulones, un abrigo de ayer, una chaqueta antigua, más que usados ya, y qué,  que te gusta ponerte y con los que te encanta verte revestido. Por su -para ti- logrado colorido, por su textura, por la forma en que sobre tu cuerpo caen, por lo que sea, les coges a esas simples prendas un apego y un cariño especial y muy físico. Tan grandes que, a pesar de recaer sobre ellas cientos de lavados y los consiguientes deslustres y desgastes, estás deseando ponértelas y por nada del mundo querrías desembarazarte de ellas. Es que te “favorecen” mucho, suele decirse, y bien se ve en el comentario cómo “necesitas” ese favor, pues no eres un “adonis” al que cualquier pingo haga resplandecer. Es más que un favor, claro: ese jersezón, ese pantalón, esa camisa que nadie a medida hizo para ti, con el Tiempo se ha avenido y ahormado tan bien a tu cuerpo serrano como la mejor segunda piel tuya. Con ellos has vivido, en ellos va impregnada tu aura. Por eso, aun viejos y pelín desastrados ya, es que te encanta ponértelos y verte con ellos. Bajo la urdimbre que esos hilos traman, bajo ese color, bajo ese tacto o hechura que te “prendan”, va tu mejor tú; es eso.



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