Siempre, tras atravesar una situación
que puso en riesgo nuestra existencia -una enfermedad o accidente graves-, no
digamos ya si la misma es colectiva, pensamos que para qué nos afanamos y nos
turbamos tanto en pos de auténticas tonterías, por qué nos hacemos tan mala
sangre por objetivas bobadas, para qué nos preocupamos tanto por puras
banalidades. Nos descubrimos, a fuer de estoicos, existencialistas, qué digo, nihilistas.
Sabemos todos al final de todo lo que a todos nos espera. Para qué hacer
entonces cualquier cosa, para qué emprender nada que no se agote en el aquí y
el ahora. Y sin embargo… basta que pasen unos días y recobremos con ellos el
paso, el pulso y el tacto de cierta normalidad para que, olvidadas las
drásticas interrogaciones vitales, volvamos al lío… al lío de las pequeñas
vanidades a menudo, a la inmersión en las anécdotas y en las promesas de lo
social. ¡Pero es que, en todas las sociedades conocidas, la condición humana es
así! Es imposible vivir y emprender nada sin olvidar la muerte. Las tonterías,
las banalidades, las simplezas, aparte de connaturales, son también remedios
para olvidar nuestra condición mortal. Somos dramáticos… y somos frívolos,
somos ángeles y somos demonios, somos tragedia y somos comedia, somos hamlets y
somos máscara. Y la vida, con su cohorte implícita, inesquivable, de miserias y
grandezas, siempre sigue. Como cantaba aquel baladista italiano casi anterior
al Diluvio Universal la vida es así, no la he inventado yo.
Vuelve la fiesta..
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