Lo que en las redes sociales –espejo y fábrica a la vez cruciales del aciago mundo del hoy, que conforman a la mayoría de los individuos a su imagen y semejanza- resulta desolador y devastador para las personas creativas, y en consecuencia para la propia sociedad en su conjunto, está en que la lógica caprichosa y azarosa que en ellas manda –proclive sobre todo a celebrar y multiplicar lo accesorio, lo superficial, la ocurrencia, la mera carambola, mucho más que lo sustancial, lo meditado, lo razonado y trabajado- disuade del esfuerzo, de la autoexigencia y de la labor bien hecha, a fondo y a conciencia mejorada, pues cada día te muestra y demuestra que sirve todo esto para nada. Es desastroso y desmoraliza no sabes cómo –en el doble sentido de pérdida de los ánimos y también de los valores- tanto a las personas, como a la sociedad, repito, eso, el saber que no hallarán recompensa alguna el mérito y el trabajo cultos, concienzudos y profundos. Las redes, su vomitado de ruido, furia y tiktoks, rompen de cuajo ese vínculo sagrado para el progreso social entre la búsqueda de la excelencia y el logro de recompensa. Nada nuevo bajo el sol, se me dirá. Vale, pero este desastre se hiperpotencia hasta el punto de caracterizar en esencia las sociedades actuales. Que son estos, tiempos para desalmados, vamos. (Y el círculo de la maldición se cierra con el hecho también incontrovertible de que para los creadores sin Nombre ni Padrino las redes son cuanto tenemos, oye, amig@, mi aflicción).
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