domingo, 5 de mayo de 2024

ESTAMPA DE MI MADRE #DiaDeLaMadre

 

"Verás, mamá, ahora que el Tiempo va a mordiscos maltratándote, menguándote y mellándote la figura y la salud, como hará conmigo también cuando me toque, quiero ahora rescatar, casi para ti y para mí solos, una imagen que me acompaña desde siempre, como un escudo definitivo que pudiera yo anteponer al bicho espantoso del Tiempo que jamás pudiera este arramplarme... Es imposible que te acuerdes, de aquella mañana, mamá, a cuento de qué. De aquella fría mañana de invierno. Yo era un renacuajo que ni con ínfulas de belleza alcanzaba aún a soñar entonces. Vivíamos en un helador bajo de Aluche, y vivíamos acuciados –como durante tantos años, como todo el mundo que conocíamos- en la dura brega de cada día. Acuciados, sí, pero casi nunca amargados. Erais papá y tú, jóvenes y fuertes, y trabajabais cada día como jabatos. Bueno, acuciados vosotros en el interminable trabajo, porque a los niños las estrecheces nos resultaban naturales, no nos dolían. Echábamos una mano de vez en cuando… y a correr entre jerséis remendados y sin regalos. Nos disponíamos a salir hacia el bar, a unos quince minutos andando desde el piso, donde papá llevaría ya sus dos horas largas trabajadas, despachando cafés y copas a la tropa de albañiles que levantaban tantos bloques en construcción. Me habías mojado el pelo, me habías peinado a raya el tazón de mi pelo laso. Como una centella te apurabas ante el espejo para retocarte un poco. Una pizca de carmín en los labios, juntarlos con fuerza un par veces para extenderlo, ese era tu afeite. Con la cartera al hombro y ya en la puerta, colegial aviado y somnoliento aunque con los ojos muy abiertos, un búho pequeñajo, pasabas con premura el peine sobre tu pelo negro, como amansando una permanente que te caía muy bien sobre la cara redondita. Entremetías veloz una blusa del color de las tejas por dentro de una falda de cuadritos blancos y negros de cheviot... La lozanía de tu piel, muy blanca, tersa, pujante, viva, tan saludable, en tus brazos, en tus hombros, en tu rostro, era todo un escándalo natural. Estabas muy guapa, mamá. Es que tú eras muy guapa. Me sacaste en broma la lengua a un palmo ya de mí, “vamos, en marcha, atontolinao”. Agarraste del perchero tu abrigo verde oscuro de paño, me diste un empellón con la rodilla en el trasero y salimos a la calle. Hacía frío. No necesitaste sin embargo abrocharte el abrigo, como si a ti las calorías te sobraran, así era el impulso de tu rumbo, como si la coraza del abrigo fuera a embridar tu paso... Una madre joven e impetuosa camino del trabajo abriéndose paso en la mañana invernal con su hijo de la mano, eso era todo... Aluche entonces, ¿te acuerdas?, era más un lodazal de rampas que un barrio, un zoco amazacotado de calles estrechucas y desniveles sin pavimentar... Avanzábamos por la acera sorteando gente, percutía el taconeo de tus zapatos bajos entre los sonidos de la mañana, y el repeinadito infante que yo era, despierto ya del todo al trote de tu marcha vivaz, sentíase entonces el Príncipito mismo de la Creación, aunque a sus botas marrones de niño con los pies planos las condecorara ya el barro.... Atravesamos una encrucijada de callejas... cuando desde las alturas con nitidez escuchamos aquello. No, no era un vocear, aquella voz muy masculina que nos cayó encima casi envolviéndonos, empastada en una eufónica gravedad, como de actor de doblaje de westerns, no se disparaba como un grosero resorte inmediato, parecía más bien la natural exclamación ante algo que acontece delante de nosotros de forma súbita:

“Ole y ole por las mamás bonitas, madre mía, pero qué les darán de comer ahora para en febrero ya florecer así”.
Imposible ignorar el influjo de esa voz, de aquellas palabras. Imposible no quedarse un momento petrificado. Desde la terrazucha de un quinto o sexto piso, un hombre de jersey marino, acodado sobre los barrotes y fumando, parecía sonreírnos. Puede que fuese algún obrero convaleciente, o algún familiar de visita en aquel piso. Bueno, el machito que de golpe me brotó por dentro entonces se llenó de rabia y de celos. Creo que le lancé una mirada de karateka avieso y todo. Uff, habría liquidado en ese momento a ese tío que así se metía con mi madre. La busqué entonces con los ojos. Ella, sin duda sorprendida, también se había quedado paralizada dentro de la imprevista red invisible de aquella voz. Reparé entonces en que, era verdad, al llevar el abrigo entreabierto, al vuelo de de su caminar, bajo el suéter descollábanle a mi madre muy bien formados y palpitantes los pechos. Su piel láctea y táctil, la tersura de su cuello, su juventud exuberante, la ráfaga de vitalidad que consigo llevaba... Pero es que además, al calor del requiebro se le subió el color a la cara, se le ruborizó y se le iluminó el rostro, no pudo reprimir el atisbo efímero de una sonrisa, más hacia la ocurrencia que hacia aquel desconocido, acaso seña de agradecimiento y de íntimo orgullo. Hum, aquella sonrisa fugacísima, entre irreprimible y a la vez reprimida. Más guapa imposible. Entonces..." (pg 64 de mis 111 ROSAS).
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