Tenía que ir yo mismo al centro el otro domingo a recoger al mío figlio, que se examinaba de inglés en uno de esos paraoficiales centros que su graciosa Majestad Británica tiene por todo el orbe repartidos. Bueno, no se le da al chico del todo mal, y en esta academia –por no tanto dinero- han conseguido que no aborrezca el idioma de Shakespeare y de los Sex Pistols. Le digo yo, en plan folletón decimonónico, “apenca, hijo mío, porque con el dominio del inglés… tendrás la llave del mundo en tu mano”. Me mira entonces mi hijo y se encoge de hombros. “Claro, como tú controlas tanto inglés”, me replica. Se sopla de lado el flequillo melenudo y me deja luego con la sentencia en la boca, sin decir diciéndome que le deje mucho en paz. Él quiere sobre todo aprender inglés… ¡para no sentirse del todo perdido en el Japón!, que es El Dorado que por el momento le tiene, a través de la figura interpuesta de una amiguita japonesófila con la que se habla por el Internet, algo nublada la voluntad. Quiere luego atreverse con el mismo idioma japonés, aunque comprende mi criatura que por el momento es tarea esta que excede a su capacidad, lo que no obsta para que a todas horas porfíe en los cuadernos escolares con misteriosos pictogramas en la lengua nipona, que acaso le ordene memorizar como inexcusable prueba de devoción la amiguita de los manga. ¿Qué sabemos en realidad de nuestros hijos? ¿Qué japoneses denuestos no dedicará a su padre en esos puntiagudos garabatos como recién afiladas dagas?
Además de lo del inglés siempre ando yo encareciéndole a mi hijo que module sus andares, que son sus trancos por la calle, cómo decirlo, un poco deslavazados y desparramados, con algo de bamboleo gorilesco en los mismos. Ya comprenderán lo mucho que esta reconvención encabrona al mío figlio, que suele ojerizarme en estos casos con muy reconcentrada aversión. Le digo yo entonces, sin duda para mortificarle en un grado más, pero consciente a la vez de mi inexorable responsabilidad paterna, que claro, si domina ya lo básico del idioma inglés, si tiene las claves del Planeta a su alcance, es que es entonces… todo un gentlman por dentro ya casi, y que muchísimas ventajas más le esperarían, incluso en el mismísimo Imperio del Sol Naciente, si al british acento en la voz acompañara en el desenvolverse el legendario porte y la innata elegancia vertical de los hijos de la Gran Bretaña y del Corte Inglés, “pues de lo contrario, hijo mío, los japas pensarán que eres tú un impostor, y ellos, tan ceremoniales y rígidos de consuno, permanecerán impasibles en tu presencia, vamos, que no harán puto caso a las empresas que allá tú lleves, Marco Polo mío”. Ah, cómo le hierven de odio paterno entonces a mío figlio los suyos ojos. Le doy yo luego un cachete y cinco euros, queriendo así solucionar con gracia la afrenta, acaso cebando más la natural traca de animadversión que los hijos guardan siempre a esas adolescentes edades hacia sus padres. ¿Odiaba yo hace dos mil años al mío padre? Seguramente sí.
Esa misma mañana se lo había yo una vez más recordado, “suerte, hijo… y camina recto, no lo olvides”. “Joooder”, me replicó él y se fue contrariado a su examen. También yo es que soy la polla records, I know. Y ahora estaba yo allí, cuatro horas later, sobre la cera de la academia junto al resto de padres, esperándole a la salida, con los dedos cruzados como un bobo y caminando medio histérico sobre esos cinco metros pacá-y-pallá, como en el patio de una cárcel, deseando que le hubiera salido bien la prueba, y que así la gracia de su graciosa Majestad, o de Kate Middleton en su defecto perfecto, desde algún rincón propicio de Buckingham Palace nos extendiera su first plácet. Y andaba yo así, con los dedos de ambas manos engarfiados, en tan poco flemática pose, cuando alguien tocó mi espalda. “Jose, tío,…no me jodas… pero qué haces tú aquí”.
Por los clavos de lady Di, q.e.p.d., allí estaba ¡Edmundo! mi gran amigo de la Universidad, a quien no veía yo como poco desde hacía más de doce años. “Para un poco, tío, que parece que estás en la antesala del paritorio”, me reconvino él con amabilidad. Joder, qué alegría encontrarme allí a Edmundo. Mi gran amigo de la Facul. La de veces que a las tantas habíamos arreglado el mundo mano a mano sobre un Mini de rica cervecita, dorada como el oro puro de nuestra amistad, compartida por los antros de los bajos del madrileño Aurrerá. Hum, el aroma embriagador de aquellas noches de bohemia y de ilusión me acarició como brisa milagrosa levantada de la nada un instante el rostro. Resulta que su niña, de la misma edad que mío figlio, exáminábase también de inglés. Ah, el sobadote kleenex del mundo volvía así por sorpresa a anudarnos a ambos en uno de sus infinitos gurruños. “Jose, cabrón, estás igual”, me dijo Ed, mirándome directo a los ojos desde su altura, como siempre hacía él. Y sin embargo, bien sabíamos los dos que no era así. Hace doce años mis hermosas greñas alteraban las fases de la Luna, que no quería Selene por nada perdérselas; ahora… mejor dejémoslo.
Era él quien de forma asombrosa aparecía ajeno por completo a los estragos del Tiempo: espigado, bien parecido, con su rostro anguloso de galán de Hollywood, un Matt Damon de Moncloa Sur, a la vez distinguido e imperturbable como un lord. Nos palmeamos fuerte a la altura de los hombros. Hablamos un rato: a los dos nos va… regular. Y cómo habría de irnos, si la vida es una eterna promesa que, por propia ley suya, acaba siempre en fracaso. Siempre hay una distancia irrellenable entre lo que, ingrávidos, soñamos un día y el irrestañable abofeteo de realidad que los años procuran. Al menos conservaba mi amigo, de momento, su legendaria apostura.
En éstas salieron justo entonces en tropel los cachorros pequeñoburgueses que habían finalizado su pequeño juicio isabelino. Fue curioso, porque aquel grupito de treinta o cuarenta yogurines que acababan de examinarse, unidos por la argamasa de la experiencia reciente, -dos horas largas de oral y escrito examen-, se demoraban charloteando entre ellos a la puerta de la academia, sonriéndose mutuamente, componiendo sus primeros gestos adultos cara a la galería que éramos entonces sus padres, como si se conocieran también ellos al menos desde hace una docena de años, apurando la aventura de sentirse mayores y autónomos ya, un grupo matriz en sí, y no las simples filiales de los viejorros que, al otro lado de la verja asistíamos algo atónitos, haciéndoles vagas señas de apremio, al alegre compadreo de nuestros retoños. “Míralos, y no tienen prisa, hay que ver”.
Qué paisaje costumbrista de un Turner urbano acabó por formarse allí: delante de la pretenciosa Academia de rosados muros recién pintados, sobre la gris acera salpicada de frondosos árboles entre los que los rayos del sol apenas podían entrometer su lanza, los unos a la sombra ya de su propia madurez, los otros refulgentes de juventud al pleno sol, los dos tan distintos grupos separados por una verja… y por mucho más. Me pareció como si entonces el Tiempo, el jodido meridiano de Greenwich percutiendo en el Big Ben, hubiérase detenido. Podría lady Di, q.e.p.d., habérsenos allí aparecido y servirnos a todos un inolvidable té, con el limón refrescante de aquella pícara sonrisa de ojos bajos.
“A que adivino de entre todos quién es tu niña”, me aventuré entonces a soltarle a Ed, deseoso de presumir ante mi amigo de mi enorme intuición escritora. Sobresalía del grupo una adolescente morena, muy alta y estilizada, de ojos almendrados y trazas de futura miss. Más, mucho más guapa que Kate Middleton. Giraban un poco todos sin darse cuenta alrededor de ella, como rindiéndole involuntario homenaje. Sonreía ella sin descomponer ni un instante un aplomo insólito para esa edad. “¿A qué es esa, eh, Ed, a que sí?”. “Jose eres… mooi bueno, acertaste, capullo…” “¿A que te adivino yo ahora quién es tu hijo?”, me devolvió rápido él la estocada. “A ver, a ver, listillo”, le emplacé yo a Ed, anhelante de que mylord allí patinara y partiérase simbólicamente la crisma. Mio figlio me saca cabeza y media y gasta unas melenas sesentayocheras, de estrella del rock…japonés, así que me sentía yo ganador ya de la vaina. No se tomó Ed más de tres segundos: “el de la camiseta negra con letras japonesas, ése es”.
“No me jodas, Ed”, le respondí desolado, “…cómo pudiste calarle”. Pero más helado acabó por dejarme la aplastante explicación que vino después, “pero, tío, si es clavado a ti, si es que se mueve, gesticula, camina, anda igualito que tú”. “Ed, GRANDÍSIMO SON OF BITCH POR SIEMPRE TÚ SEAS”, era todo lo que me repetía por dentro entonces, tras la radiante sonrisa de aprobación que regalaba yo a mi mejor amigo, allí felizmente reencontrado. Se deshizo al cabo el grupo de los yogurines en festín y caminaron nuestros hijos hacia donde estábamos. Observaba yo a mi hijo acercándose, sus andares arrítmicos y sin compás, un poco palurdos, reverberaban aún por entre las hojas de las acacias las notas del reciente “se mueve igual que tú” de mi amigo, y a mi hijo se le veía contento, acaso por ir al lado de una niña tan guapa y naturalmente elegante. Tuve ganas de salir corriendo a su encuentro y abrazarles, aunque es posible que la británica compostura que exhalaba el edificio fuera la que me disuadiera de hacerlo.
Llegaron al fin los niños a la nuestra vera. Me sacaban a mí los tres más de medio metro. Debía parecer yo un pitufo entre gigantes. “¿Qué tal os ha ido, chavales?”, les inquirió con diplomática energía Ed. “Bien, era fácil”, dijo la niña, y besó en el mentón a su papi. “Bien, bien, pero hasta julio no sabemos nada”, le contestó mi hijo. Nos estuvieron contando cosas del examen durante un buen rato. Se nos hacía ya tarde a todos. Nos despedimos de ellos intercambiando telefónos y prometiendo volver a vernos muy pronto.
A solas ya con mío figlio noté yo que recobraba enseguida él su habitual adustez hacia mí. La revelación de Ed, que ahora se había posado en mi entendimiento, me había dejado también a mí hecho papilla. Pobre chaval mío, había estado yo dándole a base de bien la vara durante los últimos años y con acritud a costa de un pecado que era mío. ¿Cómo se disculpa un Padre ante su hijo sin hacer el ridículo? Caminábamos hacia el coche y existía como un metro de de insalvable distancia y de silencio entre nosotros. Sólo reducían en algo ese hueco los naturales penduleos de nuestros pasos toscos. Necesitaba pedir perdón a mi hijo. Bueno, me acordé de una escena maravillosa de “París-Texas” de Wim Wenders y, agobiado por la premura de restañar la herida abierta, decidí literalmente fusilarla. También había allí un padre deseoso de ganarse el perdón y la estima de su hijo.
Igual que el protagonista en aquella peli, ante la sorpresa de mi hijo, crucé hacia la acera contraria y me situé justo enfrente de él. Seguíamos avanzando hacia nuestro coche aparcado. Por suerte apenas había viandantes a esas horas caniculosas. Igual que aquel prota, adecenté cuanto pude mi indumentaria, estiré mi osamenta y enderecé hasta el límite mi porte, como si me hubiera de golpe tragado una espada y todo un señor caballero tory, más tieso que una vela, con los pulgares en los bolsillos de mi inexistente chaleco, paseando su ceremonial imperturbable por la misma City yo ahora fuera. Me miraba él, desde el otro lado de la calle, con ojos alarmados. Igual que en la peli, llevando un paso más allá, hasta la farsa, la imagen acartonada del estilo victoriano y señorial, exageraba los ademanes tiesos, como uno de esos robóticos soldados del cambio de guardia del célebre palacio inglés. Quise, como en la peli, incluso caminar así de espaldas, saludar firme con el bombín que no tenía y que me viera mío figlio hacer todo serio yo el tonto, por ver si de esta manera conseguía una sonrisa suya. En vano, porque sólo de reojo seguía él mis grotescos estiramientos al otro lado de la calle, como si quisiera no del todo reconocerme.
Notaba yo, mientras prolongaba in extremis el numerito, que mi repertorio estaba llegando a su fin, que no lograba nada, y qué es lo que iba a hacer luego yo. Por suerte –y esto ya no estaba en la película, en la que el padre conseguía con esta maña el aprecio de su hijo- di entonces una mala pisada que acabó con mis torpes miembros rodando por los suelos en, ésta si que sí, penosísima estampa. Ostias, mínimo un esguince, pensé retorciéndome sobre el asfalto. Un coche frenó, unas voces lejanas de alarma se levantaron, unos pájaros salieron en desbandada. Llegó entonces a donde yo yacía mi hijo, haciéndose cargo, con tranquilizadores gestos ante los transeúntes, de las riendas de la situación. Traía la cara congestionada por las risas. “Papá, qué guarrazo te has pegado, indeed you are very silly… ¿estás bien?”.
Bueno, no era un esguince, y podía yo caminar de sobra, pero dramaticé todavía un poco, sólo para agarrarme al brazo de mi hijo y que éste pasara el suyo por encima de mi hombro hasta alcanzar el coche. Y ya dentro del mismo, mío figlio, como si fuera tras todo lo ocurrido ahora él mi padre, con ojos soñadores me dijo, “creo que voy a aprobar el first… oye, ¿sabes? andamos los dos un poco de puta pena, ¿eh?, eso tenemos que mejorarlo, por cierto… que…cuándo vamos a quedar otra vez con estos amigos tuyos, no veas, papá, qué inteligente es la niña”. “Ya, ya”, le contesté. Suspiré y miré a través de mi ventanilla antes de arrancar. Sí, en ese momento el Sol, que ya no era naciente, estaba tapado por una alta torre y desde allí su imperio parecía menguar un poco. Me dolía un poco el tobillo hinchado. No sé bien por qué, pero golpeó de nuevo mi mente en ese preciso instante de nuevo la imagen de Lady Di q.e.p.d., de su pícara sonrisa de ojos bajos.