Es como si los cerebritos rubalcabos hubieran decidido esta vez sustituir la grosera apelación al Miedo de otras magnas ocasiones –el doberman, el franquismo, el lobo que viene de la extrema derecha- por la promoción entre su clientela de un cálido sentimentalismo, una íntima pero intensa emotividad –contenida herencia de los poéticos deliquios zetapeicos, coherente con las recientes lágrimas rubalcabas y con su declarada predilección por las baladas de Amaral, por más que sepamos todos que la supervivencia en política sólo puede ser fruto del cálculo y de la doblez más la fría puñalada- para llegar, eso sí, a una misma meta: la execración de la abominable derecha española.
¿Por qué me parece el spot formalmente prodigioso o, como diría Gallardón sobre el grandísimo Wyoming, moooi bueno? Por su excelente acabado formal, por la conseguida atmósfera emocional del mismo, por la magistral síntesis que el mismo pone en pie, por la brillante muestra expresiva conseguida sobre todo a partir de elementos indirectos, que penetran con mayor eficacia y verosimilitud en la sensibilidad –más que a la Razón, el spot se dirige al neblinoso inconsciente colectivo, a ese difuso pero decisivo entramado de convenciones, temores, recuerdos, suspicacias certezas, proyecciones y prejuicios que conforman la autoidentidad izquierdista- del destinatario buscado. Un paralelo magma informe existe, quede claro, entre los votantes de derechas, y esas autoidentidades a medio plazo son modificables, salvo que, en mi opinión, los cabeza de huevo del PP apenas lo “trabajan”. Así les va. Degustemos, lector, el spot, si a ti te piacce:
Radiantes en la mañana luminosa vienen hacia nosotros de la mano, caminando sobre la acera de una lujosa urbanización, (¿la Moraleja, ese mítico Lugar del Mal que con tanto regusto repican los ideólogos socialistas?) una mujer, caracterizada por su uniforme laboral de asistenta, y un escolar, ataviado con muy señoriales trazas. Sí, la mañana parece espléndida, y se despereza también en ella alguna desvaída rosa, pero casi la claridad pronto nos resulta excesiva, hiperreal, y por contraste observamos ya desde el inicio ciertas preocupantes sombras en el paisaje, con esa vaga amenaza que lo Oscuro, diríase que emboscado entre la densa copa con que esos arbustos acechan y parecen vigilar el caminar de la pareja, siempre acarrea.
El plano siguiente nos los acerca. Páralo, Pol. De la mujer vemos por el momento sólo su cuerpo, mejor dicho, su uniforme, el que denota su condición de trabajadora, casi de no persona, pues carece por el momento de rostro. En aguda oposición, sí que vemos el del niño, repeinado hasta las cejas, vestido con chaqueta azul marino de amplia solapa, blanca camisa abotonada y ancha corbata (más de adulto que de niño) en estricta perfección anudada al cuello. Ya ese otro “uniforme” del niño nos dice todo sobre él.
La imagen del infante, su excesiva rigidez, parece algo impropia para su edad, como si se nos quisiera sugerir algo antinatural y maligno en él, como si algo más que un simple niño, escindido su rostro por la mitad en un tajo de luz y sombra, en realidad fuese. En efecto, de repente, interrumpiendo la bucólica paz ambiental, con un atisbo de extraña gravedad en el ademán, el niño interroga a su asistenta: “Carmen, ¿tú tienes hijos?”
Podría parecer extraño que un niño, que va de la mano al colegio con la asistenta, desconociese esa respuesta. “Sí, además tengo una nena de tu edad”, responde ella, recogida en plano de tres cuartos, y que en un magnífico detalle gestual, le propina un casi imperceptible tirón de la mano, como de mudo reproche a la seca inquisición del niño rico. El que la “nena” aludida sea de la misma edad que el niño rico resulta desde luego idóneo elemento narrativo para que se afirme la subliminal tensión de confrontación que se va estableciendo entre ambos de camino al colegio.
Conflicto latente que sin más dilación estalla con la sorprendente ocurrencia sádica que a renglón seguido ponen los guionistas en boca del niño rico: “Pues qué bien, así cuando seamos mayores ella podrá ser la cuidadora de mis hijos”. Resulta evidente que semejante delirante autoconciencia es impensable en un niño de la edad del protagonista, salvo que se trate de un ser diabólico, o de que en realidad quieran los guionistas ponernos en la boca de un niño repelente los malignos argumentos supuestos y los clasistas modales descritos en el oponente político así de elípticamente aludido y simbolizado. Es de todo punto ilógico ese diálogo, ya digo, pero el cuidadoso realismo, sin énfasis, con que se ha ambientado la escena puede hacerla colar como “natural”.
Es bien expresivo en el spot –aunque no está remarcado con primeros planos que resultarían descaradamente “demagógicos”- el juego de antitéticas miradas entre los personajes entonces, con el que se refuerza emocionalmente el mensaje clasista que se deriva de la sentencia/guillotina del niño rico: satisfecha y autosuficiente la de él, que le busca los ojos, huidiza, dolida y al fin humillada en el suelo la de ella. Meten además ahora una música de lastimeros tonos, como de melodrama de media tarde, que subraya toda la pesadumbre que embarga a la mujer.
Y por si todo lo anterior fuera poco, conviene no pasar por alto la curiosa puerta metálica que justo en ese instante –páralo again, Pol- sirve de telón de fondo real y subliminal a la perversa maldad del niño rico y al más que simbólico desprecio que hace de la mujer trabajadora: en ese portón aparecen inscritas, en soberbia insinuación, las formas del haz de flechas… falangista y franquista. Absolutamente nada hay de casual en este elaboradísimo e hipersignificado spot.
Sortean entonces ambos uno de esos arbustos que casi parece expulsarles a la vía, sobre todo a ella, que va por el lado de fuera, y pasa ahora la cámara a recogerles, de espaldas y en silencio de nuevo, en un plano precioso, cargado por todo lo anterior de un patetismo conmovedor, en el que el caminar desciende y se hace más penoso por el vado para coches que ahora atraviesan, con ella caminando al borde mismo de la acera, en elocuente alusión a la cuerda floja a que el niñato acaba de arrojarla. Van de la mano al final, sí, pero ya no lo parece, su caminar se complica, -ese simbólico poste raído y reseco en primer plano- casi como si más tropezasen que otra cosa. Chaplin y la florista, claro, sólo que en estructural discordia.
Colofón de la historia: es fantástico, porque, manteniendo el halo unitivo de la música –es decir, llevándonos sin cortes también de la mano a nosotros- vemos ahora en contraplano frontal a la mujer trabajadora dejando en el colegio público –aquí claramente expuesto- a su hija. El poste raído de antes ha mutado en tronco de árbol, emblema de una cierta esperanza. Ha recuperado la mujer su carácter de sujeto, diríamos: lleva ropa de vestir, una sonrisa en la cara y un cariñoso beso para despedir a la niña, pero sin subrayados innecesarios que hagan el mensaje merengoso. Sube entonces esta niña, de apariencia “normal”, cotidianamente reconocible, las escaleras del cole entre las otras niñas, -algunas con las manos entrelazadas, en señal de unión-, escaleras que remiten a la mítica escena de El Acorazado Potenkim sólo que al revés, en ascenso de simbólico progreso aquí, donde les recibe con una caricia en la puerta, solícita y amable, la profesora.
Primerísimo plano entonces de la mujer trabajadora: el medido dramatismo caligrafiado con primor en su hermoso y desnudo rostro, a lo Dreyer, la angustia, sólo a medias revelada, que la recorre, su trémulo pero discreto agitarse, no el grito, no, sólo la reproducción de su monólogo interno, -multiplicada así por mil la eficacia comunicadora- “corre, hija, corre”, en genial paráfrasis del pobre Forrest Gump perseguido por aquellos desaprensivos niños que querían apedrearle en su inolvidable film. Ahí, en esa mirada atribulada tenemos el conflicto y su drama anejo en su clímax emocional, y por eso la cámara se demora en la misma un instante. Pensativa, “naturalmente” sobreiluminada, fija la vista en la escuela pública, suspira… y se rehace al cabo, como si hubiera al fin comprendido. Casi como si hubiera tenido una revelación, la de la escuela pública, claro. La vemos también alejarse de espaldas, con pasos decididos, poco a poco difuminándose hacia el fondo, diríamos que con su tribulación resuelta.
Sobra casi la explícita moraleja de los rótulos finales, como aquellos panfletos que nos daban hace mil años en los Alphaville, para que leyéramos allí el “mensaje” que no habíamos captado en la pantalla. Lo mismo aquí, pensado para quienes no hayan pillado el destilado de la historia, no en vano es un spot electoral.
Espléndido relato, ya digo, porque con sólo un mínimo diálogo y esas tres palabras últimas, más unas en apariencia sencillas imágenes, ha sido capaz de trasmitirnos con eficacia todo un concentrado de vida, de conflicto y de redentora ideología propuesta en menos de un minuto. Y aquí se lo dejo yo, bien desmenuzadito, creo, gratis et amore, a los cerebros grises del PP, que mañana mismo me llamarán interesadísimos… por buscarme editorial a mis relatos, ya tú sabes, lector mío.