Puede que por eso mismo decidiera entonces Jimmy concentrarse en la chica que por su arte y sus huesos suspiraba, acaso pensando más en el pájaro en mano de una soberbia mujer a la que sin duda gustaba, que en los cientos volando del público y la Fama, simples futuribles sólo. Sí, hacia ella apuntó entonces Jimmy el arma devastadora de su magna sonrisa, a la que añadió la seda de algunas pocas palabras volcadas al oído. Pronto estaban ya a solas ellos dos, envueltos en su idilio gestual, al margen de todo, en esa divina forma en que sólo el Amor margina.
Frenó el metro, anticipando la parada. La chica latina miró entonces el reloj. Hizo un gesto de fastidio, como si tomara conciencia de cuánto la apremiaba ya el Tiempo, lo inaplazable del trabajo que la esperaba, puede que de limpieza, en alguna casa importante del meollo madrileño a unos pasos de la estación. Sólo que era ahora Jimmy, en trovador pirata, el que no iba a dejar escapar el botín de esos ojos, chispeantes hasta hace un segundo, el meneo de esas curvas mareantes, y con gestos y leves toques sobre los brazos desnudos de la chica que parecían demandarle por unos minutos más la presencia, hablándole sin parar, conseguía hacerla retroceder en el vagón y disuadirla de bajarse ahora, te bajas en la próxima, chica, serán sólo unos minutos y así.
El público disimulábamos sin perder ripio, y como mudo coro griego sentenciábamos a la vez hacia adentro –Oh, Jennifer López del subterráneo, serán muuuchos minutos- el triunfo momentáneo del Amor y la Pérdida del empleo para la chica. Bueno, llegamos a la estación de Tribunal, y la mayoría allí nos bajamos. Allá se quedaron, dentro de la caja de cristal, embobados en lo suyo, Jimmy y su Jennifer López, apurando hasta el fondo la línea del Metro que hasta él a ella había llevado.
Bajas del convoy, se cierran las puertas del mismo a tus espaldas y es como si tras ellas todo lo anterior también de golpe se clausurase. Aquel mudo coro griego era ahora una estampida de bípedos taconeantes por los pasillos en busca de alcanzar la pole position para el largo ascenso de las escaleras mecánicas. Lo veía todo desde atrás, pues no llevaba yo prisas. Al doblar uno de los pasillos, como algo acordado a la llegada de la tropa, empezaron a sonar los compases del célebre Adagio de Albinoni. Mira que los habremos oido todos cientos de veces, uno de los cuarenta principales para todos los que ni flores tenemos de la música culta.
Y sin embargo, fue como si entonces cuajaran a la vez en mi perola todos los ingredientes de la mañana: la alegre llamada de los cincuentones, el nirvana del sol de noviembre, la balada desgraciada de Jimmy, la señora del rubio chillón, la Jennifer López del metropolitano, aquel subterráneo love story, los griegos en coro, mi cuáquero desdén. Todo fermentó en mi cabeza con las majestuosas notas tristonas de Albinoni y se me llenó el corazón de una mezcla de alegría y pesadumbre en éxtasis y a la misma vez, tan difícil de explicar como fácil de entender. Aquella música era allí preciosa y obraba como un maravilloso incienso en la mañana sobre las humanas cabezas, haciéndola nueva y sagrada.
Al llegar arriba comprobé que aquellos dolientes sones se los arrancaba a un pianucho, indiferente a todo y a todos, un inspirado músico cincuentón, de mefistofélicas barbas y medio bisojo, feo como sólo él. Le dejé un billete de veinte euros dentro del raído cajón de su teclado. Pensé inmediatamente: así me gustaría el blog, a imagen y semejanza de los sentimientos que despierta esta música. Eso querría. ¿Y si sacara fotocopias y, echándole un valor del que carezco, plantara alguna de mis mejores piezas al lado del pianista bisojo? Basta: me esperaban mis cincuentones facultativos camaradas...
Al llegar arriba comprobé que aquellos dolientes sones se los arrancaba a un pianucho, indiferente a todo y a todos, un inspirado músico cincuentón, de mefistofélicas barbas y medio bisojo, feo como sólo él. Le dejé un billete de veinte euros dentro del raído cajón de su teclado. Pensé inmediatamente: así me gustaría el blog, a imagen y semejanza de los sentimientos que despierta esta música. Eso querría. ¿Y si sacara fotocopias y, echándole un valor del que carezco, plantara alguna de mis mejores piezas al lado del pianista bisojo? Basta: me esperaban mis cincuentones facultativos camaradas...
Me gustó tu organista bisojo que arrancaba tales notas a su enclenque pianucho.
ResponderEliminarUn abrazo y mil gracias por tu apoyo de estos días y sentidos comentarios que me dejaste en casa.
Cuántos Jimmys por el mundo adelante!
ResponderEliminarMe gusta como ha tomado el camino este texto, este desenlace inesperado, esta música que labra nuestras ideas para que fructifiquen... y en mi retina queda la imagen de tu persona recitando al lado de esta música sublime, que aunque tú no lo creas tu blog también tiene ese sentimiento.
Déjate llevar...
La ciudad esta vacia,,vaya pedazo de cuadro..paquirrin..jejej, vaya figuaras...la verdad el chico me hace gracia, no lo puedo evitar....tenemos que charlar de Urdangarín...jejej, comienza bien el año...y por cierto, ¿ dónde esta zapatero?..jejej, saludetes desde Murcia...
ResponderEliminarPrecioso
ResponderEliminarUna tragicomedia cotidiana, llena de decisiones sabias y locura, bendito desorden y la melodía cotidiana, cerrada con una melodía inmortal en manos de un artista feísimo (en algún lado leí que los antiguos identificaban fealdad y sabiduría...quien sabe)
ResponderEliminarMuy bueno. Saludos :)
Me recoraste a un solita...
ResponderEliminarMe encantó.
Besos
Aquí hay busilis.
ResponderEliminarBuen escrito
ResponderEliminarUn saludo
HOla José Antonio, vengo de visita a tu blog, gracias por tu comentario en el mío. Me ha gustado mucho tu narración, me gusta tu organista, me gusta como nos lo cuentas y me gusta el Adagio de Albioni.
ResponderEliminarVoy a conocer tu blog, pero me quedo aquí. Un abrazo.
José Antonio, gracias por tu comentario en mi blog y ahora yo, he disfrutado leyendo las peripecias en el metro, lugar, lleno de vida y de colores. También he escrito algún relato con vida en este medio de transporte.
ResponderEliminarun beso
Los pavorosos paraísos subterráneos, las notas musicales como en una ráfaga mezcla de pesadilla, de ensueño, con un pianista bisojo.
ResponderEliminarMuy bueno. Un cordial saludo
Pero ¿hay algo más maravilloso que el Adagio de Albinoni? Jose Antonio feliz noche de magia Un beso
ResponderEliminarBonito relato como siempre. Saludos José Antonio.
ResponderEliminarMe gustó el final. El músico cincuentón estaría alucinado con esos 20 euros que le regalaste, seguro que pensó que eran falsos. Espero que disfrutaras de esos cicuentones facultativos camaradas
ResponderEliminarMaravillosa música, cargada de intensidad.
ResponderEliminarEl metro y su universo de parecidos...
ResponderEliminarSaludos y feliz viernes.
Habrá muchos Jimmys, a partir de ahora, alegrando las esperas en los metros con un platito a su lado.
ResponderEliminarFeliz año, José Antonio.