Confieso sin embargo que nada complacería mejor las ansias estetizantes de este discreto escribano si, entre los murmullos de expectación de la muchedumbre allegada, sobre la rampa de los Tribunales Baleares de improviso se abriera paso un misterioso personaje, en oscuros ropajes embozado y oculto el rostro además tras una negra máscara.
Que con andares rencos, los propios de una salud en extremo quebrantada, con lentitud enervante descendiera las inclinadas losas de ese estrecho corredor que parece el mismo de la Muerte. Que así ataviado posara también por un rato frente a los flashes fusiladores de la boquiabierta canallesca.
Que penetrara luego en la ancha sala donde el juicio estáse ventilando. Que todos aquellos rictus de pasmo en los letrados, incrédulos y temblorosos por igual ante su irrupción, paladeara él tras la máscara. ¿Anonymous, los Indignados, la propia Muerte, qué carnavalada es esta, eso podría hasta en el aire allí leerse. Que lanzara entonces contra todos allí mismo una fenomenal risa sarcástica, como el trueno de una venganza imaginaria. Que dejara caer desde una negra escarcela sobre el estrado del Juez tantas relucientes monedas de oro como las necesarias para de su escote sufragar las sisadas palmarenas del Duque y los intereses por las mismas devengados.
Que buscara luego tras la careta los azules ojos agradecidos y llorosos del Duque palmareno, como un perrillo a quien acababa él de salvarle la vida. Que escupiera entonces a sus pies, en señal de claro menoscabo. Que con desdén dijérale entonces… ¡vaya, con el Duque guapo! Que se quitara entonces la máscara… para descubrirle al mundo entero, entre vocales de general admiración en todas las bocas, el rostro torturado por la amargura, triunfante en este lapso sólo, del grande Duque de Lugo, don Jaime de Marichalar por propio nombre a cuestas.
Que embozado en su capa legendaria, por completo paralizados, entre el horror y las fascinación, los presentes, con sus demediados andares abandonara entonces la Sala, que lentamente subiera luego la rampa y dejara atrás aquel infausto cul-de-sac, y en medio del silencio también de la muchedumbre, al cabo ya por los gacelliteros la misma de cuanto adentro había ocurrido, se perdiera él algo solemne hacia el fondo del cuadro, buscando con las narices muy altas el olor salvaje del Mediterráneo.