Me resisto, lector, aún a riesgo de resultar un plasta, a dejar a miss Kenton y a Stevens del todo separados. Me apetece mucho más recrear contigo la
excepcional escena del libro que a ellos apiña, momento de verdad romántico y
embriagador, y de alto voltaje sensual, si entre líneas se sabe ver. Bajo el
envoltorio de un suceso en apariencia banal, y en el contexto de un código de
férreos valores conservadores, es asombrosa la carga de transgresión de los
roles tradicionales hombre-mujer que la misma contiene. No es que miss Kenton se insinúe, es que es ella
quien toma la iniciativa y físicamente cerca y se “abalanza” sobre Stevens, que cual desarbolada doncella,
bátese en retirada.
No hablamos, por supuesto, del Deseo
desatado en sí mismo, volcado en su animalidad más primaria, que recreábamos en
las violaciones descarnadas de Perros de
Paja, Thelma y Louise, o la Kika almodovariana. Deseo real existe,
desde luego, y del que aviva la respiración y hace transpirar los cuerpos, pero
inserto ese deseo en el Amor que
ambos personajes aún sin reconocérselo con hondura se profesan, cargando así de
temblor lírico y de palpitación sentimental la escena, mucho más profunda y
resonante de esta manera. Revestida además toda la escena de ese magistral
dominio de las alusiones, de las sugerencias y de lo indirecto en que es Ishiguro
–y también Ivory, el director de la
peli- insuperable, y que tan pertinente resulta a lo que se cuenta.
La rememora así –acorto
literalmente el pasaje- el mayordomo: “…la noche en que miss Kenton entró en la
despensa sin haberla llamado...
Entró con un jarrón de flores para alegrar el ambiente, dijo… la despensa del
mayordomo debe ser un lugar donde el aislamiento y la intimidad estén
garantizados…” (casi no hace falta explicarte, lector, que esa despensa es
metáfora del propio alma de Stevens,
ese glacial aislamiento garantizado que él allí ha dispuesto su leitmotiv, en
la que por directa voluntad ella “entra”,
pues desea justo eso, “entrar”, y es
ella también quien al acorazado mayordomo le presenta un regalo, las flores, por
antonomasia símbolo convocante de los sentidos, de lo expuesto a la intemperie,
de lo vivo) … “Mr Stevens, tiene
usted una bombilla muy lúgubre, sobre todo para estar leyendo/ La luz es
perfecta, miss Kenton/… Este cuarto
parece una celda… Me pregunto qué estará usted leyendo/… Levanté la mirada
cuando vi que miss Kenton se me acercaba.
Cerré el libro y apretándolo contra el pecho, me levanté. Miss Kenton le ruego que respete mis momentos de intimidad/
Pero… ¿por qué le da tanta vergüenza enseñarme el libro? Empiezo a sospechar
que se trata de un libro algo picante/ Miss Kenton, le ruego que me deje
tranquilo. Es increíble que insista en
acosarme de este modo durante los pocos ratos libres de que dispongo…
(quién aquí el varón, quién aquí la hembra, quién el acosador, anótese también
la trangresión de status sociales que el Deseo enamorado procura, pues, en
realidad el ama de llaves es un subordinado a las órdenes del Mayordomo)… Miss Kenton, sin embargo, siguió
acercándose, y debo reconocer que me costaba decidir cuál podía ser el
mejor modo de proceder (ah, esa lucha de contradictorios y urgentes anhelos que
a le vez le azotan y le paralizan)… Retrocedí entonces unos pasos con el libro
todavía pegado al pecho/ Por favor, enséñeme el libro, dijo mis Kenton acercándose más (qué le está rogando en
realidad ella, sino que le muestre lo que lleva pegado al pecho, es decir, su
intimidad, su corazón).
Y cuando así están, de bruces asomados no sin temor a ese precipicio
pasional, Ishiguro con mano maestra
detiene el tiempo, como para remarcar que para nada estamos ante lo que el
best-seller de hoy llamaría un “calentón”: “Y de pronto, con miss Kenton allí delante, algo cambió
entre nosotros, fue como si de repente nos encontrásemos en un mundo aparte.
Sólo sé que a nuestro alrededor todo pareció enmudecer, y tuve la impresión de
que la actitud de miss Kenton había sufrido una transformación, como una persona
asustada… Déjeme que vea el libro, por favor, dijo… Empezó a soltarme lentamente
el libro de las manos. Consideré que lo mejor, mientras tanto, era que
yo mirase hacia otro lado… (¿no nos parece estar asistiendo en elipsis a una
especie de desfloración?)… siguió arrebatándome el libro, levantándome un dedo
tras otro. Durante todo el proceso, que me pareció larguísimo, conseguí
mantener mi postura, y finalmente la oí decir: ¡Vágame, Dios, mister Stevens!
No es más que una simple historia de
amor/ Decidí que ya había soportado bastante. Le ordené que se marchase de
mi despensa y di por concluido el episodio.”
Resulta así que la escena termina con la sustancial revelación de que el
impasible mayordomo en la intimidad, en los momentos de asueto, lee ahora
historias de amor, como si una parte de su inconsciente reivindicase de alguna
forma a su vez recrear algo que el consciente está durante el resto del día a
toda costa reprimiendo. Ninguna duda nos queda ya: Stevens y miss Kenton andan enredados en las procelosas aguas del
enamoramiento… esas mismas en las que el mayordomo no está habilitado para
sumergirse, acaso por miedo a ahogarse entre ellas, acaso porque sea un
minusválido emocional.
Post/post: gracias a Juante -bravo-, a Zorrete Robert -te aconsejo que lo hagas-, a NVBallesteros -claro,adelante-, a CHARO y ROY -genial, cuéntame lo de AGuines,no me lo sé- por sonreir conmigo, por bloggear ayer a mi lado, GRACIAS.
Gracias a ti, estimado amigo. Yo me pregunto: ¿qué futuro aguarda a historias-sensaciones tan densamente intimistas en un mundo tan tristemente prosaico y pagado de sí mismo? ¿Qué Ama se abalanza ahora sobre qué mayordomo, en momentos tan bibianamente pajines como estos, donde todas esas y las de más allá van sobradas de llaves precisamente? Bueno, pura serpiente especulativa de verano. Saludos.
ResponderEliminar¡Dios me temo que hemos caído en bucle espacio-temporal!, jajaja
ResponderEliminarSaluditos.