Verás, Diane, iba ya a meterme
en el blog contigo, como si fuera el blog una isla encantada, con tu libro tan
bonito, saboreaba ya y todo entre los dedos ese gustirrinín que dan las
vísperas de lo que nos gusta, cuando se metió por medio la hazaña de Alejandro Valverde en el Tour… y de nuevo recaí en el pernicioso
vicio de la actualidad. No voy a llegar yo nunca así a nada, lo sé. ¿Me lo
perdonarás, Diane? O, mucho mejor dicho,
que la señora Keaton ni en sueños
sabe ni sabrá nunca del muá, ¿me lo perdonarás tú, más amable que nunca lector?
Es que, verás, yo creo que la proeza que ayer en Francia desplegó Valverde,
por ser tan fuera de lo común es de las que merece ser cantada. Ojalá supiera
yo hacerlo como la misma merece. No sé si podemos imaginar lo que para un
ciclista de élite, en el cimero momento de su vida deportiva, siempre corta,
significa, como es el caso, tener prohibido durante tres años competir, bajo
sanción por dopaje, en la prueba por
excelencia para todos ellos. Con esa rabia acumulada batiéndole la sangre por
reivindicarse cabe imaginar que acudiría Alejandro este año a la cita.
Las contrariedades, además, parecían haberse conjurado ya en la carrera contra
él: un cúmulo de despistes, de caídas, de pinchazos, de anómalo rendimiento parecían haberle casi desahuciado
del interés de la clasificación. Le había ido mal durante el paso de los Alpes y es seguro que la tentación del abandono le
rondaría por la cabeza, conocida la dureza infernal del ciclismo, su feroz
exigencia, muy difícil de soportar bajo la odiosa sombra del fracaso.
Pues, con ese pesado lastre sobre las espaldas, ayer, en el descenso del
puerto de Menté, el primero de la
jornada, lideró Valverde la fuga.
Una forma valiente de apostar por el todo a nada. Y luego, en el Puerto de Bales, de los de la máxima categoría,
otro ataque le dejó ya en solitario contra todos y con muchos kilómetros de
empinadas cuestas por delante hasta la meta. Era, dado el flojear de las
propias fuerzas en los Alpes, la
distancia enorme, la absoluta soledad, y el que estuviera el Tour para los de
la general en juego, una apuesta casi suicida, sólo al alcance del arrojo
propio de un temerario que no ha perdido del todo la fe en sí mismo.
Incrementó su ventaja en solitario en el descenso, sabedor de que
vendría luego la refriega general. Pedaleó entonces desatado, como si le fuera
la vida en ello, loco por resarcirse de los años en blanco, inmune al cansancio
todavía. En el último puerto, como la lógica dictaba, la fatiga y el ataque de
los de atrás hicieron temblar el sueño de esa vibrante cabalgada. Le acortaban
más y más la ventaja. Apretó Alejandro
Valverde los dientes, aguantó, pedaleó y pedaleó, y del todo exhausto, con
sólo diecinueve segundos de renta, consiguió por fin ganar la meta.
Cuentan los cronistas que al traspasar esa línea a Valverde le desbordó la emoción. Que lloró. Las lágrimas de un
campeón que nunca perdió la fe en su valía y que impulsó sobre la bicicleta una
preciosa gesta en el día de ayer. También el blog tiene algo de pedaleo sin fin
contra la inmensidad de la ciberesfera y del oscuro anonimato, hasta ese día en
que al bloguero le fallen las fuerzas y se baje de la bici. Eso, Diane,
fue todo lo bueno que ayer me distrajo de ti. Y eso, lector, fue lo que ayer me
hizo desdecirme ante ti a mí. Y te pido, una vez más, tu divina
benevolencia.
Post/post: gracias a Mónica, a Donaire Galante, a Norma y a Juan Carlos por darle señorío con sus comentarios a este blog, que es también suyo, por bloggear conmigo ayer, GRACIAS.
Valverde al cruzar la meta sentiría la satisfacción y el orgullo de su esfuerzo, por su carrera bien hecha, imagino que la misma sensación que la de un bloguero al ternimar su texto ¿no? Saludos, seguiremos esperando a Diane.
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