Ya empezamos mal. Yo no había mirado la hora que era y luego comprendí,
que cuando traspasé el umbral de Mari Gloria Peluquería Unisex, la tía aquella
estaba deseando cerrar. Y a santo de qué iba a mirar yo el reloj, si para mí el
tiempo sólo era una montaña de plomo sobre mis espaldas vencidas por tu desdén.
“¿Qué quería?”, me ametralló una anchurosa rubia con bata blanca que acababa de
chasquear la lengua allá abajo. Fue como si a la vez también me lo
preguntaras tú, aunque no estabas allí. ¿Que qué quería? Sólo que te
gustara lo que escribo, tan sólo eso. Había sobrevivido a las navidades
hibernando en mi cubil, como un osezno enfurruñado con la Humanidad, lleno de
los peores deseos, como si pudiera así ignorarlo todo. Yo llamaba todo a tu
rechazo.
“¿Y
tiene que ser ahora?”. “Pues claro, señora, sólo son las dos menos cuarto”.
Creo que abrí demasiado los brazos, que lo dije un poco rígido. Lo que
pretendió ser ofrenda de paz resultó amarga gasolina que avivó la discordia.
“Al dos es muy corto, se lo aviso, ¿ha visto las caras que se les quedan?” me
insistió la peluquera. “Tranquila señora, ¿dónde le tengo que firmar el
consentimiento? Nadie le pedirá cuentas por el crimen” respondí. “Baje de una
vez” me ordenó aquella recia gobernanta, que parecía llevar sobre la cabeza una
no muy limpia escarola, tintada de un amarillo estrepitoso que quiso ser oro y
se quedó en paella achicharrada.
No conseguía escribir cosas que te entusiasmaran, que disfrutaras
leyéndolas en voz alta sin contrariedad. Algo mío en el escapulario de tus labios.
Algo que releyeras también más tarde, en algún rincón apartado de tu casa, que se pegara a tu piel como un tatuaje
marinero, que penetrara en tu cerebro para no salir ya nunca más, como sólo lo
hacen la música que de verdad nos gusta y algunos recuerdos infantiles. Algo
que me recitaras de frente algún día. Si
no te gustaba ni siquiera a ti, cómo les iba a gustar a los demás. Pero ahora
estaba allí, en el umbral de Mari Gloria Peluquería Unisex, y un poco aturdido
por el ozono pino, que era el medio ambiente que reinaba, y por la canción de
Camilo Sesto que en ese momento sonó y que casi me hipnotizaba –el amor de mi
vida has sido tú, qué bonita- bueno y también porque tras mi fracaso contigo
todo me daba un poco lo mismo, y raparme al dos era sólo eso, hacerme un poco
más de daño, el caso es que descendí para poner mi cabeza en las manos de
aquella rolliza Dalila del hondo sur alcorconero.
Había iniciado en vano decenas de relatos, costureras asesinas, heroicos
inválidos acosados por nazis, yoncarras descerebrados que apiolan a su vieja
sin remordimiento, yo que sé, esas tramas trepidantes trufadas de malvados
exóticos que secuestran tu imaginación enfebrecida, niña. Pero nada me cuajaba.
Cómo contarte entonces esta mañana tan banal en que salí a cortarme el pelo, en
que buscaba un harakiri light. Está bien, me dije al fin, rápate si quieres,
que te vas a agarrar una pulmonía, anormal, pero al menos que lo haga una
mujer, igual quedan retales narrativos por ahí, aunque sean de géneros en
rebajas.
¿Y si la realidad gris se transformaba en reality? Algo así prometía ahora el microcosmos amarillista que
tenía delante. Yo creo que la blonda tiparraca de la pelu me caló desde el
primer momento. Vió con claridad el panoli que yo era y tras descender el
último peldaño, como si fuera un fardo molesto, me arrojó contra un sillón
marrón. Con sendos pisotones a un pedal que empequeñecieron mi figura más y
más, dejó bien claro ya que la única Sansona allí era ella. Al momento, con una
fulgurante revolera, maniatándome de paso, apretó contra mi gaznate un mandilón
a cuadros de unos colorones intolerables. Aún podía verme en la pared de
espejos biselados, una cabeza de chorlito con gafotas que asomaba por encima
del tapizado ideal de un maricaplayas.
-Oye, Mari Gloria, ¿no tienes otro baby?, que uno es medio poeta, por
favor.
Aquella arpía lanzó una risotada. “¿Poeta? pues abróchate la bragueta,
ja, ja, ja”. Bueno, pensé, al menos hemos roto el hielo del odio que nos
atenaza, Mari Gloria me hará un buen rapado y punto, aquí paz y después… y
después Mari Gloria. Sólo que ella ya había recobrado su rictus desabrido. Me
arrebató las gafas y las dejó en algún lugar lejos de mi alcance. Cautivo en
esa nebulosa, ignoraba por dónde podía salirme aquella fiera.
Empezó Mari Gloria su faena reconociendo el terreno y sus daños como una
fiscal implacable. Tomó en sus manos mi cabeza como si la misma fuera el
planeta azul. Constató la creciente deforestación, el avance del desierto.
Deshizo de un plumazo mis espejismos. “Hum, la cosa está muy mal” sentenció.
“Vale, Mari Gloria, pero no me toques más las...la cabeza quiero decir, y no te
ocurra nombrar la palabra maldita, lo que no se nombra no existe, ¿lo
comprendes? ah y sube esa música, que Camilo mola mazo”.
Cómo contarte lo que estaba ya a punto de suceder, casi mejor no
contártelo, aunque desde la gresca inicial noté activarse dentro de mí la
alarma, esto tienes que escribirlo, y eso que estaba a la vez seguro que te
resultaría insufrible, que dejarías de leerme ipso facto, y
entonces qué iba a ser de mí. El caso es que tras mi réplica durante un buen
rato la gorgona de la escarola rubia no dijo ni mu. Volteó con ira mi cráneo
hacia todos los ángulos posibles y raca-raca, raca-raca, circunnavegó aquel
planeta, mondó a conciencia mi melón, igual que pelamos una manzana o una pera
de agua dulce. “Como no tienes bollos, como la tienes bastante redondita, no te
va a quedar mal del todo la pelota” me dijo al fin. “Ya, la armonía y la limpia
simetría de las esferas y todo ese rollo, ¿no?” contesté. “Vaya palabrotas,
majo, pero te vas a quitar de encima unos cuantos añitos, igualito que mi
padre”. “Oye, guapa, vamos a ver, que tú eres más tarra que yo, a mí no me
compares con tu padre, que seguro que está el pobre para sopitas y buen vino,
qué pasa, que el chulo que te magrea es un melenudo con pelos hasta en el culo,
¿y no has oido hablar nunca de la descomunal potencia sexual de los...?, de ésos, tú ya sabes”.
La oía resoplar muy cerca de mí.
Con un torniscón de izquierda proyectó mi cabeza hacia abajo. Hubo un silencio de calma chicha, y luego
escuché un ruido sordo, como el que hace una espada al envainarse y
desenvainarse. Achinando los ojos pude ver, santo dios, que esa leona afilaba
contra el cuero una enorme navaja barbera, zas, zas, zas, zas, mascando sin
duda la afrenta que yo le acababa de infligir. Ella me miraba mal. Y toda la
extensión de mi cuello de corderito pascual en Ramadán allí, bajo su filo. Los
periódicos andan llenos de breves así que nos amodorran después de un minuto,
de psicópatas anónimos a quienes confiamos cosas vitales, yo ahora mi cuello.
Incluso entonces me acordé de ti.
Esto si que tenía palpitación de drama truculento, esto sí que se salía del
realismo mostrenco de cada lunes, tan real para mi desdicha, esto sí que te
encantaría leerlo hasta el final. Aunque, maldición, otro habría de ser quien
te lo escribiese, que a mí estaba a punto de degollarme la rubia de la navaja.
Y sin embargo, a contrapelo de lo que yo percibía, que puede que esos
quince días a solas en mi cubil me hubieran trastornado, el índice húmedo de
Mari Gloria recorrió por sorpresa, desde una de mis patillas, todo el envés
cartilaginoso de mi oreja hacia abajo, el dorso de campanilla de mi lóbulo
rozado al pasar, el borde inferior de la nuca, esa piel como de mazapán recién
horneado que todos tenemos ahí, la media luna del cuello por detrás, de nuevo
otra vez para arriba ese índice como por una nieve ardiente hasta arribar al
puerto de la otra patilla.
Luego Mari Gloria se disculpó, “vaya, se me ha ido un pelín”. Lo que son
las cosas, casi agradecí la herida, porque ella, con desvelo de enfermera
atentísima, aplicó bálsamo allí y fue la excusa perfecta para tener por más
tiempo sus dedos sobre mi piel, como si dos mínimos trocitos de piel en
contacto, con su lenguaje cifrado, pudiesen
desencadenar por sí solos un alud de sugestión entre dos enemigos.
Y ahora soy yo quien te ruega, por si aquí sigues, niña, interrumpe ya
la lectura, no traspases esta línea roja,
lo que viene ahora no vale nada, no te va a gustar, una chorradita banal, no sé
si acaso escribiré para mí lo que a continuación ocurrió. “Perdona si he dicho
algo que te haya molestado, es que soy muy burra”. “Ya está olvidado, Mari
Gloria, también yo me pasé”. Del
brazo me llevó a otro sillón. Echó mi cabeza hacia atrás, y como si los llevara
de la mano, cientos de hilillos de agua tibia se me vinieron encima y
acariciaron mis neuronas en punta. Además, ella aplicó oloroso champú y lo
frotó con suavidad por los recovecos de mi testa. El jabón formó una blanca
cabellera en pompas que de súbito me hubiera crecido y de nuevo vino la caricia
de los mil chorros cosquilleando los
centros de mi sentir, que yo quería que cesara nunca, nunca.
Rodeó mi cabeza rapada y limpísima con una toalla amarilla, claro, y la
secó con primor. Entonces me susurró al oído, “anda, recítame una de tus
poesías, porfa” y yo desperté, ostras, y
ahora cómo salgo de ésta. No la veía del todo bien y me arranqué pensando en
ti, tú lo sabes, “aunque ya nada podrá devolvernos la hora del esplendor en la
hierba y la gloria en las flores, no hay que afligirse, porque la belleza
perdura en el recuerdo”.
Mari Gloria suspiró, “qué bonito, qué bonito”, y dios mío, juraría que
ella se había soltado el botón de arriba porque, de pronto, arrimó mi cabeza
contra su cuerpo y, como un apache, escuché sobre la trémula embocadura de sus
pechos, la marejada violenta de su corazón. Definitivamente aterrado, y ahora
qué va a ocurrir, me dije, vaya con mi corte de pelo, con lo a gusto que estaba
yo en casita, ahora esta panterota, con su escarola y su paella a cuestas, se
deja caer la bata, se me queda aquí en el tanga rojo pasión que le regaló su
chulo, y para qué queremos más, qué hago yo entonces.
Pero sólo pasó que Mari Gloria acarició con mimo mi pelotita, como una
bruja buena su bola mágica, y luego me
besó en la coronilla, y casi caigo allí fulminado. Ella aprovechó entonces para
sacar de algún lado dos vasitos de un aguardiente amarillento, cómo si no, y
alargándome uno tras alzarme el mandilón como el velo a una novicia, me dijo, “en Mari Gloria, en rebajas, invitamos a un chupito”.
Chocamos nuestros vasos, qué le iba a hacer yo, “el amor de mi vida has sido
tú” de nuevo a todo trapo, y a cambio ella liberó mis ataduras. Recogí mis
gafotas, certifiqué el careto de mochuelo desguarnecido que me había quedado,
dejé los diez euros y me largué de allí.
En la calle hacía frío y sólo rezaba porque, como siempre, no hubieras seguido leyendo hasta aquí. Quizás no me leerías nunca más, y me
abofetearías sin remisión, y entonces, qué de mí.
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