Bueno, reinaba ya la Primavera con toda su trompetería incitadora por
todas partes, como si hasta el asfalto en cualquier momento fuera a resquebrajarse
delante de los buses para dejar paso al estallido de unas flores nunca
vistas. Los jilgueros, en un alto de su
furioso trinar, se daban de lo lindo el pico unos a otros encima de las señales
de tráfico, especialmente sobre esas que prohíben no sé cuántas maniobras, como
si adrede quisieran con sus acrobacias amatorias burlarse las aves de las
normas. Hasta el muá se debatía entre
las ganas de ponerme a cantar a pleno pulmón y el natural decoro que a todo
civilizado ciudadano se le supone. Subí previsoramente las ventanillas del
coche, por si me ganaban en un momento dado las ansias cantarinas, y frené
delante del semáforo. Entonces los vi. Dejé de golpe de tararear La
vida loca.
Eran una pareja de quinceañeros convencionales. Esperaban que se abriera
su semáforo. Ella, un poco más bajita, tenía el pelo negro largo y liso, y
vestía una camiseta blanca y un pantalón de chándal. Tras ella, encimado a su
espalda, no al lado, sino milimétricamente adherido a la trasera de ella, tan
pegado como los cuerpos lo permitían aunque sin presión incordiante, el chaval,
rubio, creo. Estaban así, como uno detrás del otro empalmados, como uno al otro
fundidos, serios pero no tensos. No hablaban, y no parecía que lo necesitaran.
El brazo izquierdo de él, sobre el plano vientre de ella, cerraba en escudo un
tándem perfecto. Aunque mantenían la clásica postura que en las pelis vemos
entre un secuestrador pistola en ristre y un secuestrado, se veía a las claras
que era aquella una jovencísima pareja en una muy cómplice armonía.
Solo eran ellos, claro, una primicia más de la Primavera. No, aquellos chavales no estaban dándose ningún lote
delante de las narices de los viandantes, de los adustos adultos que les
contemplábamos algo suspicaces desde los coches. Eran solo alevines partícipes
de un clamor más general, de una oleada natural que en los árboles y en los
cielos, en la luz y en el aire invadíanlo todo. Oficiaban entre ellos, me
parece que incluso de forma inconsciente, un ritual más de apareamiento, como una
ceremonia de post-apareamiento mejor dicho, la simbólica prolongación de unas
nupcias, que el brinco de la propia sangre y la Naturaleza les contagiaran.
Acoplaban y soldaban así sus cuerpos, mostrando de una parte en público su
vínculo, reforzándolo, y exhibiendo a la vez la ilusión que tras el Amor
palpita de ser para siempre ya los dos amantes sólo uno.
Cambió a verde el semáforo que les daba paso. Pitaba diferente también.
Y entonces, unos más entre la gente que lo cruzaba, para mi pasmo, echaron
ellos a andar enlazados uno detrás del otro, como estaban antes pero ahora en
movimiento. Pierna tras pierna, cuerpo tras cuerpo, brazo izquierdo de él
haciendo tope contra el estómago de ella, haciendo de ambos una única criatura
excepcional que tuviera cuatro piernas y dos cabezas. Avanzaban así, soldados y
muy bien coordinados los dos. Por ninguna parte se veía que el chico portara
pistola alguna apuntándola los riñones. Me recordaron por un instante a
aquellos pobres perros enganchados tras el coito que tanto se veían por mi
barrio en la infancia. Qué sensaciones más encontradas nos provocaba su visión.
Enseguida vino también a mi mente –como si a la primordial memoria biográfica
sucediera la cultural- la hilarante escena que en idéntica disposición corporal
protagonizan Cary Grant y la Hepburn en La fiera de mi niña. Pretendía Grant
disimular en público la rotura del vestido de ella, que no entendía, aunque
mucho le placía, que él tanto la encimara por detrás.
El caso es que, junto todo ello en mi confundida sensibilidad, exploté
de la risa justo cuando cruzaban delante de mi coche. Pensé al momento, ostras,
se van a pensar que me choteo de ellos y lo mismo me dedican una primaveral
peineta, ya verás. Iba ya a ofrecerles un gesto de disculpa… cuando vi que para nada en mí habían ellos reparado, ni en mí ni en absolutamente nadie,
encantados y atentos sólo a la trabazón que a ellos tanto enlazaba.
Aún me demoré un poco en observar su gloriosa marcha yuxtapuesta, que
para nada abandonaban, a través ya del parque cercano. La dulce fiera de la
primavera, pensé, con el ánimo un tanto suspendido y ecuménico. Sólo que el
coche de atrás me clavó una claxonada y tuve, claro, que de allí aligerarme. No
sin antes dejar de lanzarle yo por el retrovisor una fiera mirada de desdén al
cenutrio que a las espaldas me claxoneaba. Y c´est fini.
LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
(Resumen de la obra en post del 27-1-2013 y 1-2-2013)
154 pgs, formato de 210x150 mm,
cubiertas a color brillo, con solapas. Precio del libro: 15 Euros. Gastos de envío por correo certificado incluidos en
España. Los interesados en adquirirlo escribidme por favor a josemp1961@yahoo.es
“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones
del mundo” (Pessoa)
La primavera la sangre altera. Saludos
ResponderEliminarMuy bonito el 'relatillo' y muy cierto. Recuerdo perfectamente ese 'amor quinceañero'. Nada existe, solo él. Un abrazo!!
ResponderEliminarQue bien relatas, parece que lo vivo ahí en algún rincón de mi mente, ¡ o no ! quizás sea que lo soñé...saludos..
ResponderEliminarCuando se alcanza una edad y alguien como usted recuerda de esa manera, el aunque cíclico, siempre nuevo e impresionante episodio de la primavera, uno se queda con la sensación de que no sabe quién le debe muchas primaveras.
ResponderEliminarSí, hay sensaciones que nos trae la edad, pero otras se las lleva. ¿Cual fué muy último rato de primavera? Recuerdo alguno y las recuerdo. Desde aquí creo que estuve varios años en primavera. Eso sí, en primavera tipo rústico. Mi educación sexual fue tardo franquista, y meter era el fín. A ello me puse, y desprendiéndome de toda modestia, tengo que decir que abordé la labor con un considerable éxito respecto a número de muescas que otros exibian en las cachas de sus pistolas.
Pero eso de la quietud que usted descirbe... así tan pegados. ¡y ser capaz de andar! No.
Lo que más envidia me da de esas parajes tipo com la que usted vió en el semáforo, es que yo no existo. Sí, lo sé, cuando por casualidad estoy junto a ellos en cualquier sitio. Sí, sé que no me ven porque no existo para ellos. Sólo les podría ser útiles si necesitaran en su camino algo que les estorbase.