Sonata de Verano (VI)
Recuerdo que, en medio de esos veranos dichosos de la infancia, ya le asaltaba también a uno de vez en cuando el tenebroso ogro de la soledad. Tiende uno a la misantropía, como tantos otros basculan por instinto hacia el cachondeíto fino, y qué se le va a hacer. Me iba yo solo entonces a una dehesa apartada que había en mi pueblo, me internaba en aquella rara espesura de árboles y de sombra, hasta llegar a un caserón abandonado, la casa de la Joaquina, el típico escenario de románticas y fantasmales habladurías. Nunca había nadie allí. Se encaramaba la trasera de aquel caserón sobre una quebrada natural del terreno en cuyo fondo rebrillaban las aguas de un río, que debió alguna vez ser caudaloso, pero que entonces era ya sólo riachuelo.
Me asomaba yo desde allí a todas aquellas feraces soledades, como un eremita niño, me abismaba un momento, y sin saber bien por qué lo hacía, ahuecaba mis manos sobre la boca e interrumpía con mi grito un instante el parloteo incesante de las aves: ¡EHH, ¿HAY ALGUIEN AHÍÍÍ?!
Nadie contestaba, claro, y reanudábase luego el habitual cotorreo piafante de los pájaros, incluso acelerado ahora, como si a sus estrofas de siempre acompañaran las notas de un nuevo trino, ¿habéis-visto-este-zagal-lo-tronao-que-está-lo-habéis-oído? Le daba yo entonces la espalda a todo aquel histérico canturreo.
Pero un día, desde el alma de aquella hondonada una voz contestó a la mía. ¡ESPERA, CHAVAL, AGUANTA AHÍ! Me giré sobresaltado y, después de algunos instantes, entre los matojos que poblaban el fondo de aquel despeñadero, emergió la figura de un hombre barbado y sudoroso que llevaba un saco al hombro y que hacia mí venía, agitando con una oleada su velludo brazo libre.
No, no era el Hombre del Saco. Era vecino, según me explicó, de un pueblo cercano, Cabañas, que se había allegado por la dehesa para acortar el camino de vuelta a casa. Eso me dijo. Caminamos entonces un buen rato juntos, de vuelta yo ya también. Sin hablar apenas, qué frescor en esta dehesa, eh, cuál es tu pueblo, sólo eso, pero en compañía. ¿Me llevas un rato el saco? Me lo colocó sobre los hombros durante un breve trecho. Pesaba. Mientras, él liaba un cigarro de picadura y se lo fumaba, saboreándolo mucho. Yo miraba sus sandalias de cuero negro polvorientas. Al llegar a una encrucijada donde terminaba la dehesa nos separamos en direcciones distintas. Pero antes, aquel hombre rebuscó en su saco de tela marrón áspera y rezurcida y me dijo: toma chaval, por darme compañía. Gracias, le contesté, por inercia capitalina, aunque mi abuela me aconsejaba rehusar siempre el regalo de un extraño.
Me costó unos instantes, caminando ya en solitario hacia el pueblo, obturado aún mi corto entendimiento por la simpleza ocurrida, comprender que lo que aquel hombre me había regalado era sólo… una sandía, una pequeña sandía. Me la acomodé, como un Hamlet infantil bajo el atroz agosto, sobre la palma de mi mano izquierda, y bajo la solana, la sandía, su rotunda esfericidad, como la cabeza de un negrito recién cortada, un poco me hechizó. Apenas podía apartar los ojos de ella. Le voilá, la sandía.
Tuvimos que tirarla, claro, pues la mayoría de las sandías pequeñas salen insulsísimas, pero al menos aquella vez de mi grito ante el vacío, algo el mismo vacío me devolvió. ¿Era sólo cuestión de tiempo, era cuestión de insistir e insistir?
Y ahora, a la vuelta de una torrentera ya desbordada de agostos inclementes, hoy como ayer, es como si cerrara yo una vez más el circulo de la mía misantropía, y siento que es la entera ciberesfera un poco como la casa de la Joaquina aquella, y asomarse en este agosto al balcón del blog es también asomarse, viejo y más Hamlet aún, a aquel hondo despeñadero, sólo que pobladas estas estelares vastedades de miles de rutilantes cuerpos celestes titilando al unísono sobre la universal bóveda del Internet, y cómo brillan en la Noche inmensa, por más que, ahuecando también las manos, sea idéntico mi grito al de entonces: ¡EHH, ¿HAY ALGUIEN AHÍÍÍ?
(Yo que tú, lector, por nada me perdería el Himno a la sandía que mañana, de no pasar algo raro, aquí levantaré, en esta Sonata mía de Verano que para tí y para mí los finde de agosto vamos de la mano desplegando)
LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
(Resumen de la obra en post del 27-1-2013 y 1-2-2013)
154 pgs, formato de 210x150 mm,
cubiertas a color brillo, con solapas. Precio del libro: 15 Euros. Gastos de envío por correo certificado incluidos en
España. Los interesados en adquirirlo escribidme por favor a josemp1961@yahoo.es
“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones
del mundo” (Pessoa)