viernes, 20 de junio de 2014

Fue un instante precioso

     



    Asistíamos a la escuetísima abdicación del Rey. Sin apenas palabras, con los mínimos gestos al desnudo, acaso por ellos cargados los mismos de una más concentrada emoción, como en las mejores películas del esencial cine mudo: el abrazo, cabeza con cabeza, entre padre e hijo, el beso sobre la mejilla de la madre, la fiel atención de la esposa, el candor de las niñas, la cesión de la silla principal. Entonces sucedió.
    
   Acudía la guapa princesita, Princesa ya, a cumplimentar a su abuelo,  al Rey gigante, el Rey cazaosos, el rey mataelefantes, el formidable monarca que también tumbó el monstruo del anterior Régimen, el que condujo a la nación hacia la convivencia pacífica y la libertad sin ira, el Rey que habiéndolo sido todo… en ese momento era poco más que un abuelo cesante. Y el Rey que ya no era Rey, averiado por el Tiempo y las operaciones, en presencia de aquella graciosa inocencia, de esa pureza rubia y candeal que le mostraba cariño, trastabilló, se tambaleó… acabó por caer contra la silla que tenía tras él. Lejos de alarmarse, de espantarse o de amedrentarse ante el desmoronamiento físico del Rey, quizás trasunto del anímico, ante la brusca intromisión de lo fatal e inesperado en el protocolo que allí les traía, en todo el difícil  momento, y con asombrosa naturalidad y aplomo, no dejó la Princesa la compañía del abuelo demediado, auxiliándolo incluso con, insólitos por sabios, gestos apaciguadores.
    
  La grácil desenvoltura de la princesita allí, esa alada soltura ante el Superhombre, un instante antes temible y de golpe viejo, torpón y atornillado por la enfermedad y la cesantía, ese fulminante contraste de edades y vidas recordaban, sí, aquellas luminosas y aurorales imágenes de Frankestein y la niña al lado del río, símbolo éste de la vida que no se detiene.   
    
   Y ese delicado e imprevisto momento a todos nos arrebató un poco, sin necesidad de ser monárquicos doctrinarios, y es porque entonces se abrieron paso en cuantos lo vieron sentimientos universales y grandiosos, en los que la mayoría de los humanos nos reconocemos, esos que el mejor cine ensalza y condensa como el gran arte que es.  


(Iba a añadir, lector, algún denuesto contra el economista separatista Martín i Sala que, siendo él Premio Rey Juan Carlos, afrentó a la princesita el otro día poniéndonosla –¡ya hay que tener sucia la imaginación!- como “la niña del exorcista”… pero para qué, si él solito en su grosería debe sentir ya, de ser persona, asco de sí mismo.)



LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
(Resumen y análisis de la obra en estos enlaces)
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“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones del mundo” (Pessoa)

2 comentarios:

  1. Precioso apunte. Y sí, la pequeña Princesa estuvo muy a la altura. Su gesto demostró que, por encima de la imagen algo forzada de una jovencísima Heredera de la Corona, es también una niña dulce y educada que, como tantas otras niñas de su edad, respeta y quiere a su abuelo.

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