domingo, 21 de septiembre de 2014

Caminaban hacia el colegio

   


    No, no eran hermanos. Eso se notaba enseguida en su accionar. Se conocerían del barrio, acaso es que iban a la misma clase. El chico, moreno, que sin parar manoteaba festivo y un poco teatral venga a explicarse a pesar de llevar estampado el madrugón en la cara. La muchacha a su lado, algo rubio su pelo liso y con horquillas de colores, con una carpeta dispuesta a modo de escudo sobre el torso, silente, seria, ya con ese aire de reservado misterio que adquieren naturalmente las más de las chicas al crecer. Discurría la secuencia de una película no escrita entre ellos. Entre hermanos no hay una película, se da un documental todo lo más. ¿Qué tendrían once, doce, años? Me parece que ya no sé calcularles bien esa edad. Por ahí andarían.  Tenían similares las estaturas.
    
   Era una mañana de septiembre y, aunque no hacía mucho que había despuntado el día, diríase que el verano fingía desconocer su final y bañaba la cosas con su luz alborozada. Qué podían hacer los gorriones del barrio, salvo alborotar más la mañana con sus trinos gongorinos. La pareja, con la mochila a la espalda –más la carpeta de la chica al pecho entre los brazos cruzados- caminaba lentamente por la acera hacia el colegio cercano. No llevaban prisas. Les sobraba el tiempo.
     
     El chico, con chaqueta azul marino, suéter granate, marengos pantalones cortos y calcetines granates, no dejaba de aspear las manos, girada la cabeza hacia ella, como si le desentrañara algo trascendental, puede que el suceso de una clase o el traspié de un profe nuevo. Se afanaba por concentrar el interés de la muchacha, por incluirla en el círculo que dibujaban a veces sus brazos. Ella, polo granate, falda a cuadros tableada, altos calcetines granates, asentía con monosílabos, le atendía, sí, pero a la vez miraba a menudo circunspecta al suelo,  como enfriando el entusiasmo del chico, manteniendo así una distancia de mayor madurez.
      
   En la mañana radiante componían los dos una estampa preciosa. ¡Cuánto porvenir, celeste y puro como el cielo inmenso que arriba reinaba, abriéndose de par en par ante ellos! ¡Qué ilusión tan nueva por las más pequeñas cosas latiendo con fuerza en ellos! Paseaban hacia el colegio: era uno de esos plácidos primeros días de cole que se van en presentaciones y reencuentros sólo.
       
   Entonces, premonición del Otoño, de una de las acacias que flanqueaban su marcha, balanceándose, una hoja de buen tamaño fue a caer, posándose en ella, sobre la cabeza del chico,  descabalándole de golpe la facundia. Pareció él paralizarse con la hojaza sobre la cabeza delante de la muchacha. Al verlo así, como con un emplasto caído de las alturas que le chafara el meticuloso peinado materno, confuso y atribulado además, de pronto estalló la chica en una involuntaria risa, aunque enseguida ella misma, de puntillas, del melón le sacudió la hoja al suelo.

      
   Bueno, se miraron sólo un instante, del todo inexpresivos, y reanudaron sin mácula ya de Otoño el paseo hacia el colegio. Fue como si se restaurara así toda la armonía estival de la mañana. Les sobraba el Tiempo. Y el muá, que desde el semáforo en rojo contemplaba la escena, se sonrió también entonces y se dijo, esto tengo que contárselo yo a mis amigos en el blog, sí o sí. 



LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
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“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones del mundo” (Pessoa)

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