Querida Lydia:
Es seguro que para nada te acordarás de mí y que menos aún que nada te
dirá mi nombre. “Jo-se-An-to-nio-del-po-zo, y éste quién cuyóns es”. Es lógico.
Si pasamos aquella vez más de un año entre cuatro paredes juntos -no revueltos-
y ni siquiera entonces advertiste mi penosa presencia, cómo habrías ahora, encaramada a la espiral
de tu enorme éxito, ya toda una reina del periodismo y de la televisión,
reparar en un blog inmundo de este inframundo, por mucho que en las estrellas
ciberesféricas pretendamos los blogueros residir. Y sin embargo, Lydia, cruzo
los dedos porque una extravagante conjunción de asteroides haga posible que esta carta llegue a tus manos. ¿Te acuerdas, Lydia, de
aquella encrucijada en la que yo tanto te ayudé? He pensado que quizás estés
ahora tú en condiciones de devolverme aquel favor. No hay más que verte en la
pantalla, siempre dispuesta a colaborar en las más benéficas causas de los
desfavorecidos por la Fortuna, o sea, para qué irse más lejos, yo mismo con mi
triste mecanismo, Lydia.
Sí, seguro que de sobra habrás ya caído: yo, mejor dicho, la torva
sombra que me constituye, estudié contigo durante los dos primeros años de la
carrera en la Complutense madrileña. La mayoría de los que entonces eran mis
compañeros más cercanos han acabado de funcionarios, y cuando de Pascuas a
Ramos nos juntamos en tabernones rústicos de Legazpi y por ahí, para ponerle
algo de brillo a nuestras rutinarias existencias te rememoramos todos en muy
similares términos: es que Lydia y sus
amiguitas, es que se veía ya… Lydia era otra cosa, joder. Tendrías que
ver, Lydia, cómo entonces por un momento fulguran esos mustios semblantes,
contagiados todos un poco vicariamente de tu Triunfo. Chocamos siempre los
vasos de cerveza rubia bien altos en tu honor, como en la polka de la cerveza,
aquella del año la polka, claro. Brindo a solas yo ahora porque sea capaz esta
misiva, impropia en extensión para la ley de hierro del Internet, I know, de
atraparte en los efluvios de su seducción, y que no puedas soltarte de ella
hasta el mismo punto final. Me va tanto en ello. Al fin y al cabo versa la
misma sobre todo de ti, de refilón de mí, de soslayo un poco de los secretos y
mentiras de todos, creo.
Y es que, acaso para la clase
entera, desde luego para nosotros lo eras entonces, en efecto, eras otra cosa,
eras… el glamour personificado, que me parece que entonces ni conocíamos esa
palabra. El glamour… estridente, entiéndeme. Pero al lado de nuestras pellizas
que debían oler a establo, de nuestra ropa de baratillo y sin gusto, de los
trasquilones que gastábamos, venga a fumar Ducados todos como condenados en
algún penal del buen gusto, al lado de todo eso, tus finos jerseys policromados
sobre una piel bronceada hasta en febrero, tus pantalones fruncidos con los
últimos cuadros escoceses, el cascabel de tus pulseras, el ingenio de tus
peinados, el elegante antifaz de tus Rayban, el aroma british de tus
colonias… todo un emblema de la
sofisticación coleando en el aire de una chavala rumbosa y rubicunda que a
aquella partida de pueblerinos dejaba petrificados.
Un glamour en vendaval. Flameaban el escándalo de tus risas
interminables que llenaban ellas solas el aula, el dinamismo de ajetreo con que
ibas y venías, ese taconeo decidido de botas caras, el tono extravagante de tu
voz estruendosa –a veces, perdóname Lydia, poblada de roncos ecos de
cantina- que a menudo se rompía como una
porcelana, no sé, ese crujido y ese cóctel informe de distinción y vehemencia
algo truhana a aquel atajo de paletos nos resultaba irresistible. Ibas ya como quince años mentales por delante
de nosotros, que sólo empollábamos aparatosos manuales uno tras otro entre la
niebla de los Ducados mientras te bastaba a ti tu estilo –éste sí en verdad
ducal- para saber con nitidez abrirte ya entonces tu propio camino. Claro, te
contemplábamos fascinados, pero a distancia, como intimidados por la tempestad
de tu empuje. Tenías mundo y rimmel. Nosotros teníamos pueblo y algunas
películas de cine.
No, no te hacían falta los libros, quizás es que te los machacabas todos
por las noches. Aunque debía eso en todo caso ser muy de noche en la propia
noche, porque hasta nuestros sitios, como olas rompiéndose contra un
archipiélago, llegaba el fragor de tus risotadas cuando muchos días les contabas
ya entonces, a las compis que a tu lado se arremolinaban haciéndote círculo, la
última disco que la misma noche anterior a las tantas habías frecuentado, “y a
que no sabes quién estaba allí y con quién está liado”… ¡No me digas!, clamaba
alguna, y su pasmo y el estrépito de tu risa eran todo uno. Ya te movías de
lujo en la cosa esta de las agencias del cuore. Algo en suma de icono imposible
tenías para nosotros, nuestra Kim Novak particular, que podías tú entonces,
discúlpame la menudencia, Lydia, muy a gusto rivalizar con la Novak también en
la turbadora firmeza de tus turgencias, tan turgentes, excusse moi.
Bueno, pues hubo un día, Lydia, imposible que te acuerdes, claro,
-cuántos años han pasado ya, por favor- hubo un día, digo, en que, como dirían
los antiguos folletones, nuestros destinos más aún se entrecruzaron. Llegabas
tarde al examen de Introducción a la Economía y tu sitio habitual estaba ya
ocupado, así que tuviste que sentarte en cualquier lado. Sí, aquel melenas
borroso y con la cara atiborrada de espinillas que apenas se movía a tu lado
era yo. Dios mío, lo recuerdo ahora y todavía, por encima de las paletadas
inmisericordes de tierra que nos echan encima los años, al punto me viene aquel
anonadante perfume tuyo ese día. Olías a… serían violetas violentadas, no sé,
en mi vida había olido yo algo con ese poderío, que más que una colonia parecía
un imán, de cómo tiraba de uno hacia ti aquel olor centrifugándote a la vez el
cerebro. Hostias, que había que rellenar el examen y estaba yo como un bobo,
con los ojos entrecerrados e inclinado hacia ti como la torre de Pisa, con
sonámbula intención nada más que de adherirme a ti, tal era el sortilegio
diabólico de aquella fragancia. Recuerdo que paseó por allí el profesor, el
mítico Sánchez-Ramos, su mostacho de morsa canosa, seguro Lydia que de él si te
acuerdas, y mientras a ti te sonrió, me largó a mí un bufido que al menos me
sacó de mi sopor zombie.
Empecé a escribir como loco, loco por recuperar todo el tiempo perdido
en el éxtasis pituitario. No es por nada, Lydia, pero la curva de Philips y la
ley de los rendimientos decrecientes y la utilidad marginal del último bien
consumido, todo aquello me lo sabía yo de carrerilla. Zas, cuatro folios en un
pis-pás. Levanté luego la vista hacia ti. No llevabas ni medio folio escrito.
Me sonreíste pícara y me hiciste una mueca de película de espías después. Empezaste
a arrimar tu silla (con aquellas odiosas… manoplas, creo que se llamaban esas
tablas adosadas para escribir sobre ellas) a la mía. Puse mis
folios a tu vista y te dejé copiar todo. Yo creo que el profe, Sánchez-Ramos,
aunque éramos en el aula más de ochenta, toleró tu copieteo. Te le habías, con
la onda desarmante de tu simpatía, ganado antes, claro. El resultado de todo
aquello, lo que son las cosas ahora que las repienso, tuvo valor anticipatorio
y simbólico de nuestras posteriores trayectorias. A mí, por esas cosas de Kafka
que tiene la Universidad, aquel cabrón me cateó, y a ti, no podrás jamás
decirme a la cara que miento, Lydia, te
aprobaría, digo yo, porque te vimos ese día con él a su lado en el Dodge-Dar
que el muy marxista gastaba por entonces. No me diste, ni entonces ni después,
las gracias, Lydia, pero yo lo entiendo, que andabas siempre liadísima con no
se qué inaplazables inauguraciones de antros de perdición, que eran para ti, ya
se ve, trampolines de salvación. Además, que el vernos alguien a ti y a mí, tan
disímiles, charloteando, hubiera sido como contemplar en vivo una profanación.
Tampoco yo habría sabido bien qué decirte, y si hubieras llevado puesto otra
vez aquel perfume, yo que sé, igual se hubiera abalanzado sobre tu espalda el
Cro-magnon que entonces uno un poco era. O sea que hiciste bien. De esa forma
es como puedo ahora cargarme de razón histórica y con justicia pedirte el favor
de que al principio te hablé, el único que de verdad me mueve a escribirte esta
larga carta, que con todo el alma anhelo que como sea te llegue y que hasta aquí te tenga en vilo.
Te dejo ya mi son: Verás, Lydia, he escrito VEINTE RELATOS DE AMOR Y UNA POESÍA INESPERADA. Soy su autor: sé
que algunos de ellos están bien. Necesitan los pobres un empujón. ¿No me
comprarías un ejemplar y, caso de que te gusten, no me los recomendarías entre
tu inmenso mundo? Sería así menor mi
pena y las violetas violentadas de la memoria como violines estradivarius en la
misma seguirían sonándome. “Sálvame”,
te digo yo a tí ahora. Y nada más, Lydia, que esto era cuanto quería yo transmitirte. Y un
abrazo, de parte de este ya ni pelanas que una vez estudió a tu vera. Tuyo
siempre, José Antonio del Pozo.
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