A
ratos lucía el Sol con ganas tras la ventana. Como un resorte, me bajé a
comprar algo entonces. A darme hasta allí un mínimo paseo de paso. Cuarenta
metros, más o menos. A ponerme, ya tú sabes, a la cola de los pasmarotes medio
zombies… que, sin duda por el influjo del esplendor del astro rey, indiferente
del todo él –o no- a la peste que nos confina y ataca, estaba animada y
charlatana, con menos distancia fija entre nosotros que otros días. Con el sol
–se ha dicho un millón de veces, no por eso menos verdad- viene la alegría,
aunque sea provisional, viene la luz, viene la claridad. Podemos entonces ver algo
más allá. Desde la cola veía un trozo de campo. Es muy misterioso: en medio del
virus, inmunes a él, a su bola, hierbas, matojos, arbustos, chiribitas… cómo
todos se estiran y repintan, cómo se amarillea y verdea todo. Cómo, a pesar de
los olmos derribados, despliega puntual sus hermosos protocolos la primavera. Y
eso, que los pasmarotes andábamos hoy milagrosamente bienhumorados. O sole mío, deberíamos habernos puesto a
cantar. O sole mío, cómo tú estás.
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