A las ocho se volvió a escuchar –éramos
menos anoche- el ruido de ventanas y
puertas de balcones abriéndose, y de inmediato, como un relámpago que fuera
esta vez relajante, el restallar de los aplausos en traca viva, el batir de las
manos que por sí mismo encendiera una chispa que fuera pasándonos la llama de
unos a otros, de balcón a balcón, en medio de la fría noche con calorcito
enhebrándonos. Padres y madres sacan ahí a los niños, y les animan a aplaudir y
hasta a jalear, anhelando acaso que esa inocencia pudiera por sí misma conjurar
y detener al monstruo de la peste que nos confina. Los niños -sobre todo las
niñas, me parece- llevados por la extraña ceremonia festiva, prorrumpen en
grititos de excitación y algarabía. Bueno, los padres se contagian de ellos y a
su vez se infantilizan, y les veo y les oigo apretar bocinas futboleras berrear
también un poco, dándonos así ánimos todos con todos. Algún aislado –es seguro
que buscando unirnos más, disipar en algo la angustia- ¡VIVA ESPAÑA! de viva
voz se escucha también, que ni se secunda ni se censura, como si nadie, tampoco
los niños, supiera bien si procede o no en esta cruda tesitura el hacerlo. Bien
se nota que la angustia no habita en los niños, que a su manera viven esto como
un juego más, como una aventura distinta en la que acompañan a los mayores, aventura
al cabo, parecido a lo que ocurre a menudo bajo los bombardeos en las guerras.
Se ve muy bien que en ellos, por fortuna, la idea de la muerte aún no ha
lastrado sus días, que no se hallan todavía presos ya para siempre de ese
aguijón, de esa pesadumbre. Quién fuera uno de ellos.
¿ Quién fuera niño?.
ResponderEliminarEso
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