Cuando al fin se fueron sus padres,
pudo ponerse manos a la obra. Es que ellos se lo habían prohibido, “¿acaso no
ves la televisión?”, le habían reconvenido. Desde el taburete de la cocina oteó
por la mirilla la puerta de enfrente y el rellano. Nada. Guay, bada badún, badún, badún badún badero, se animó. Se puso el
anorak azul. Bajó las escaleras con sigilo, abrió el portal sin hacer ruido y
salió a la calle. A una calle completamente vacía, desolada por la cuarentena
general, a la que la mañana soleada no conseguía ni maquillar un aire
espectral. Qué extraño de golpe todo, qué sin brillo los árboles, qué silencio
tenso en la avenida, como un diamante falso tallado sólo en aristas crispadas,
que incluso las aves, sin duda alarmadas, habían clausurado su trinar. Sabía
que estaba prohibido pasearse. Que los guardias podrían darle el alto y la
chapa, eh, tú, chaval, dónde vas, ¿no
sabes que te puedes contagiar?, y luego qué, eh, a llorar, buaaá, dime dónde
vives, a ver. Avanzaba por eso a escondidas, refugiándose tras un tronco,
tras ese poste, tras aquella señal, apresurándose a ganar la trasera del
kiosko, anda que como haya por aquí drones,
seré el hazmerreír de todos, bah, va,
agachado por entre las filas de los coches, más varados que nunca. Llegó así a
la parada del autobús. Tuvo que esperar allí un rato, pues ahora la frecuencia
era menor. Calculó y preparó mientras la calderilla ahorrada para el billete. El
conductor alzó las cejas al verle, y este
renacuajo dónde va, con mirada fiera desde un bigote estricto le fiscalizó,
–Daniel aquí enrojeció-, en fin, suspiró tras la mascarilla, lo dejó pasar. El
autobús iba por completo vacío, vacío y extrañamente brillante, como la carroza
de un tiovivo sin clientes. Ocupó un asiento en la séptima fila, al lado del
cristal, con los brazos rectos encima de las rodillas y la mirada fija al
frente. No abandonó esa postura en todo el trayecto, que duró casi dos horas y
atravesó tres poblaciones del sur madrileño. Se apeó en una urbanización
apartada, más demudada y fantasmal aún que su barrio. Sólo había venido antes
por allí con sus padres dos veces, hacía ya tiempo. Tuvo que orientarse él solo
y caminar sobre el asfalto más de cuarenta minutos. Uff, sudaba, empezaba a
notar la fatiga, las botas le apretaban. Se desabrochó el anorak. Caminaba más
despacio. Ahí, ¡sí!, esa era la casa. Desde el telefonillo, tras un buen rato,
una voz cascada y recelosa, sólo rezongó "¿síiii?". "Soy Daniel, abre". Y después, ya
delante de aquella figura encorvada de ojillos diminutos y hundidos en las
cuencas, nada, abuelo, que quería estar
contigo.
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