¿Somos capaces de imaginar la
angustia sin tasa que en estos penosos días de la bicha mortal por fuerza ha de
atravesar el cerebro y el cuerpo entero de las personas más mayores que nos
rodean? ¿De verdad podemos calibrar su zozobra ante el invisible monstruo que
principalmente a ellos busca, señala y sentencia para, sin remedio conocido,
invadirlos y por la espalda atacarlos hasta asfixiarlos? ¿Podemos siquiera
adivinar su íntimo desvalimiento, la marejada de horribles premoniciones y
encontrados deseos que sin duda les asedian? Se esfuerzan por mantenerse enteros
-por momentos taciturnos, agitados, ciclotímicos, resignados, bisbiseantes-, a
menudo silenciosos, aislados muchas veces, mientras siguen de soslayo la
información sobre la peste, con sus odiosos componentes estadísticos que sobre
todo a ellos, por encima de clases, sexo y creencias, apuntilla. ¿Podemos
adivinar, vapuleados ya de por sí por las mellas que la edad inflige a su
salud, la desazón que ha de asaltarles tras cada súbita tos? Ellos, que en
tantos casos, lo dieron todo por nosotros. Cómo no conmoverse entonces con su
penar, con su temblor, con su dolor.
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