Vivo al lado de una carretera
atestada de tráfico diario, ruidosísima por tanto siempre. Por algo el piso no
era tan caro. Qué tortura, al principio, ese estruendo. Qué maldiciones contra
el mismo por mí proferidas. Como los indios de la Gran Catarata, con la mano
del Tiempo, acabas por no oírlo. Qué desazonante su estruendoso silencio ahora,
claro. Sólo un instante lo rompe algún camión de avituallamiento, ballena
buena que en su interior guía un hombre contra las pirañas invisibles de la
peste. La carretera, vacía de carros, sobre la que apenas nada corre, gris
desolado sobre gris detenido, gris mudo sobre gris frío, un mar casi muerto,
eso es. Quién habría de decirme, oh vida, que andaría uno loco por cuanto antes
soportar otra vez su infernal, su cotidiana cacofonía. Porque lo gris cobrara
de nuevo vida manantial, porque la carretera se llenara de verdadera primavera,
porque fueran ya los bocinazos de los coches los trinos de alevines ruiseñores.
Porque incluso uno, eso mismo, agarrara carretera y manta, so manta.
No valoramos lo que tenemos y lo anhelamos cuando nos falta.
ResponderEliminarNo valoramos lo que tenemos y lo anhelamos cuando nos falta.
ResponderEliminarYa lo creo. Ya lo creo, Unknown.
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