Me moría de ganas por volver a verla,
por tenerla cerca de nuevo, por conversar con ella, por mirarle los ojos a un
palmo, por tener su mano entre las mías,
por todo eso, sí, sí, sí, pero en medio del severísimo confinamiento –tan largo
ya, al que no veíamos fin- impuesto por causa del virus asesino, que no cesaba
de cobrarse víctimas el muy cabrón, qué hacer, cómo hacer. Los controles
policiales aumentaban, las multas eran también terroríficas, el miedo de sólo
salir a la calle vaciada, y sin querer tocarte con vete a saber quién, nada
despreciable. Pese a todo, ¿sería por la pesadilla de fin del mundo que la
epidemia suscitaba?, ¿por nuestra triste historia en común?, ¿por la
exacerbación sentimental que la clausura me estaba provocando?, la pura verdad
es que yo suspiraba por estar con ella. Aunque tuviera que saltarme la drástica
prohibición, aunque corriera riesgos, aunque sobre mí cayera el universo
inmenso. No sabía tampoco por dónde podría salirme ella. Más de un año sin
hablarnos. ¿Plantarme en su casa? Ni
hablar. Puede que me mandara al cuerno desde el mismo portero automático, amén
de los vecinos, que andan miroteándolo todo ahora, que puede que alguno,
asustado por todo y por nada, llamara a la policía y con los móviles y todo eso
se montara allí por mi culpa un numerito que “pa qué”. Así es que,
zasca, me limité a escribirle en el guasap… “¿te atreverías a saltarte el
confinamiento y vernos un ratito?”. CONTINUARÁ MAÑANA
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