No podíamos, ya te digo, juntarnos apenas, ni tocarnos casi, porque,
además de los de seguridad, los propios clientes y los empleados, temerosos con
razón de la diabólica facilidad de los contagios, también lo vigilaban todo,
prestos a denunciar cualquier contacto de proximidad, y hubiera resultado
escandaloso y hasta lapidable el ver allí a una pareja de desconocidos venga a
toquetearse. Con lo que a mí me apetecía. Así es que, como lo lees, tuvimos que
fingir lo nuestro para fabricarnos supuestas coincidencias corporales, azarosos
encontronazos al elegir un mismo producto, al consultar el precio o el
componente del muesli o de unas galletas integrales, y poder así
rozarnos mínimamente las manos, un brazo sobre el del otro de refilón, el
lateral de los cuerpos chocándose sin querer queriendo, la trasera de uno por medio segundo contra el frontal
del otro, viceversa diez metros más allá, parietal contra parietal un instante
en pos de un mismo yogur, en fin, poder así yo al menos mirarla de cerca,
escuchar su voz, respirar a su lado. Para no levantar sospechas, como si
fuéramos desconocidos –un poco lo éramos en realidad-, nos separábamos… para casualmente
volver a encontrarnos dos pasillos más allá, frotándonos un momento entonces
espalda contra espalda, ooohh, sopesando y oliendo las pilas de manzanas y de
mandarinas, las carnes y los pescados luego, lo de la limpieza y los
cosméticos, pues todo lo husmeamos, -el uno a al otro también-, a la vez que,
para no dar el cante, cada uno a su bolsa a veces echaba algo. Cuando a las
ocho todo el mundo rompió en aplausos, dedicados a quienes a diario arriesgan
su vida contra el virus devastador, ella y yo, enajenados, tardamos un poco en
caer, nos miramos divertidos… y aplaudimos también. Lo
más fantástico, sin duda, fue que, con
toda esta movida, es que de los ojos se nos escapaban sin querer las risas
cómplices, tantas, que teníamos también que esforzarnos en disimularlas, lo que
nos movía… a reírnos más y más, a así unirnos más. CONTINUARÁ MAÑANA
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