¡Guapo, guapa! ¡Estás/eres muy guapo/a!, he ahí el elogio por excelencia anhelado y propalado en realities y redes. Es la guapura, diríase, el mayor capital humano hoy. Venderíamos nuestra alma por poseerla, ¿no? Y sin embargo, a poco que lo pensemos, qué terrible angustia, qué tenebroso tormento íntimo para todo hombre o mujer verdaderamente GUAPOS no ha de ser el simple paso del tiempo, qué cruel sinvivir el cada mañana asomarse al áspero fiscal del espejo para comprobar que nada en esa face ha cambiado, que se atesora intacta e indemne, sin menoscabo un día más, bellezza tanta. Porque el Tiempo, ay, pasa. Con él el aguarrás del natural marchitarse, claro. Qué anonadante vértigo entonces el espejismo del bótox y de las cirugías restauradoras. Y si los ingresos, el modo de vida, la adoración del público penden sobre todo de esa rutilante apariencia física, ¿podemos imaginar la amarga zozobra que, a poca consciencia que tengan, cada día por dentro con el simple eco del tic-tac azota a estas bellas almas? ¿No mueven casi a compasión? Aparte, claro está, de la odiosa sombra de la sospecha cotidiana de que todos/as esos que se les acercan es únicamente por su hermosura, si no de qué, que ellos mismos a veces se dicen. Uff, cuánto mejor entonces casi el ser normalucho, que con el Tiempo mejoramos, qué privilegio el nuestro, ¿no?
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