León tiene cincuenta y pico tacos y es el cristalero de mi barrio. En feliz coincidencia con su nombre gasta aún sobre la cabeza unas muy formidables greñas, ya entreveradas de canas aunque tiesas, que le añaden el encanto de la respetabilidad a la indudable apostura majestuosa de su testa. León sobre León, vamos. Un Richard Gere, aunque de barrio, y casi siempre dentro de su mono azul mahón, condecorado de algún medallón de grasa que otro. León tiene una pequeña tienda, cuyo amplio fondo le sirve a la vez de taller y almacén a su cristalería. Con él trabaja un hijo suyo que, por inicuos caprichos de la genética, luce ya radiante alopecia. Son los dos, en eso sí iguales, personas laboriosas y de muy afable carácter.
Cuando el otro día tras la estela de mi despiste metafísico saludé yo con la cabeza a una farola en la forma y manera que ya conté aquí, entre los transeúntes que por mí con amabilidad suma se preocuparon estaba León. Yo a todos decía el consabido “no es NADA, no es NADA” de estos casos, aunque era entonces TODO para mí el picoteo de dolor agujereándome la chola. No iba a restregarme y a frotarme la cabeza entera en todas y cada una de sus partes, y a ponerme a lloriquear allí mismo, como el cuerpo me pedía. Por eso quizás, y por la imagen que sin duda debió en todos dejar mi topetazo en la mañana novembrina -que se ve que de lejos y sin avisarme se fueron regodeando los muy en la inminencia del mío castañazo-, aunque mucho por mi salud entonces se interesaban, como de verdad compadeciéndose, también la mayoría a duras penas esforzábase –yo lo veía, lo veía entre mis “nada, nada”- en reprimir a la misma vez las ganas de allí mismo troncharse de mi percance. León fue de los pocos que permaneció todo el rato serio.
Y cuando luego me contó él la razón de su gravedad, no es sólo que mi agudísimo picor al instante se esfumara, es que, lector, me sentí muy ridículo y culpable además, por más que nada tuviera que ver una cosa con la otra, salvo la de la simple yuxtaposición absurda de un suceso con otro de muy distinto cariz, la broma inocua de mi puntual tropiezo y el océano de aquella desesperanza, que ví allí a León de verdad abatido. Así de estúpida es a veces la vida, pespunteando las cosas más banales con muy espinosos episodios, y ahora mismo, aunque sólo sea en esta mísera covacha que apenas a algún sitio llega, quiero yo corregir como pueda ese absurdo que la vida a veces contiene, y no quiero por eso transcribir ahora aquí, al lado de la boba chorrada de arriba, la historia de León. Así que te encarezco y te suplico, querido lector, a que me concedas el favor de que pueda yo mañana de verdad la historia de León a solas dejarte.
Usted, D. José Antonio, nos quiere matar de intriga. Vamos a soñar con el bueno de León, que mire usted por donde, es la ciudad de Zapatero. Maldito Zapatero, está en todas partes!
ResponderEliminarNo nos tenga más en ascuas. Cuéntenos la verdadera historia de León ¿será como la del león de la Metro que va dejar de rugir? Por favor no nos haga esperar más.
ResponderEliminarQue más quisiera Zapatero que estar en todas partes.
ResponderEliminarNunca había pensado que los leones tuvieran historias. Las veo, las historias, más en las leonas. Esperaré a leerte.
ResponderEliminarUn abrazo
-Cesar:no, por favor, no quiero yo matarles, sólo fue el farolazo, que se apoderó de mí.
ResponderEliminar-Luisa: discúlpeme por la espera... y por las ascuas; usted adivinó:León dejó de rugir
-Nicontigo:en las conciencias más guais ya lo está (zp)
-Javir: a propósito de leonas, Javir, muy pronto pondré aquí mi Relato del Antro (que es el Paisaje después de la Victoria re-escrito al gusto de lo que hoy triunfa, a la Grandragoniana manera) y salen ahí un par de leonas (tres, ahora que caigo) que han de hacer el mundo temblar en sus cimientos y que me reportarán a mi universal nombradía y tal. Y desde aquí pido ya perdón por lo groser que el peripatético relato (o lo que sea) es. Ya me dirás, ya me dirás, Javir. Otro abrazo