Contra pronóstico el tirillas se plantó en octavos. Hacía muchos años
que un principiante no llegaba tan lejos. Venía del infierno de las rondas
previas, esas que juegan a deshoras los que son Nadie. Apenas cuatro familiares
suyos conocían su nombre, aunque, en esos autohomenajes que gusta de hacerse la
Historia, resultó ser este David, y como tal debía enfrentarse a todo un Goliath. Nada menos que con Federer el Magno había de vérselas. Estaban
además su aspecto aniñado, su torso birrioso, sus brazos fideos, la enclenque
fragilidad de su lámina, mayor aún por contraste con la prestancia del apolíneo
Roger. Se soplaba el flequillo aún
en el peloteo.
Y sin embargo, aquel joven desconocido se aferró a la pista, arrinconó
los nervios y con insólita soltura osó hacerle frente al Mito viviente.
Consiguió, con golpes certeros y veloces, la hazaña de anotarse el primer set
contra Federer. Se dice eso pronto.
Luego perdió, claro, pero vendió muy cara su derrota. Obligó a Federer a gastar tres horas en muy dura
contienda. Le hizo pasar por muy serios apuros. Con su acierto y su raro
desparpajo –parecían los espectadores asistir gozosos a un prodigio inesperado,
el de casi un chavalín ajigolado, que parecía ir a desplomarse tras cada
envite, de tú a tú peleando contra el Gigante- consiguió encandilar al público.
Hubo una jugada en el cuarto set (6-4), en la que tras un endiablado
intercambio de supersónicas bolas de esquina a esquina, acabó el punto cayendo
del lado del joven, después de una súbita dejada suya en verdad monumental. Federer ni pestañeó, pero los quince
mil espectadores parecieron volcarse sobre el aspirante con sus vítores. Hervía
la pista a golpe de aplausos flamígeros. Entonces, de repente, aquel mozo, como si hubiera estado esperando
ese momento toda su vida, inclinando la cabeza y abriendo lo justo los brazos,
ejecutó una caballerosa reverencia de agradecimiento hacia las gradas
multitudinarias que elevó el momento hacia ese grado que sólo alcanza lo
perfecto, lo memorable. Fue maravilloso.
¿Cabía aún, lector, una mayor y mejor coda? Cabía, cabía. Tras la
espléndida batalla, en la misma arena, a pesar de la derrota el público
continuaba ovacionándole. Le pasaron al chaval el acostumbrado micrófono. Y
allí entonces él dijo: “gracias…
reconozco que… tengo que ir más al gimnasio… en realidad… me parece estar
viviendo un sueño… ¡si tengo las paredes de mi habitación ocupadas por
fotografías de Roger!”. La
concurrencia le jaleó conmocionada sus palabras y Federer se sonrió. Nadie es perfecto, desde luego, porque creo yo
que lo suyo hubiera sido que entonces Federer
le hubiera en ese momento arrebatado el micrófono: “bueno, ahora tendré yo a
cambio una pequeñita tuya en la mía”.
No sabemos si el chaval llegará o no a ese Olimpo de los elegidos, tan
sujeta a tantos avatares como se halla expuesta la humana peripecia. Al menos
en la Nada de este blog quedará de él una endeble huella: ¡viva David Goffin!
Post/post: especialísimas gracias a MTeresa y a Herep, por su ánimo, por su comprensión, por bloggear ayer a mi lado, gracias también especiales a Jesús Nava, por sumarse a cuantos siguen este blog, que es también suyo, GRACIAS.
Hace tiempo que no disfruto del tenis, ni corriendo ni sentado. Pero lamento haberme perdido ese partido, sobre todo por ver a alguien disfrutar en la pista. Cada vez más,es tan sólo un oficio. Seguramente quien menos disfrutó fue el entrenador del imberbe, al ver cómo se distraía con las lisonjas de las gradas, en lugar de conservar la concentración para atravesar la historia de un raquetazo.
ResponderEliminarNadal nunca lo hubiera hecho, aunque yo reconozca mi debilidad por los perdedores.
Buenos artículos,José Antonio. Estupendo tu blog.
ResponderEliminarEs usted un prodigio de la pluma,le deseo que tenga un excelente fin de semana
ResponderEliminarBesos