-Pero… no me dirás que esta negraza mañana mismo te va a llamar, no me jodas, una tía normalucha bueno, vale, pero esa leona en celo… no me lo creo, salvo que se trate de una…
-…Pues, claro, …desde luego, macho, tú estás un poco empanao, me parece a mí, no te enteras, el tema va así y punto… el tema es el tema, vale?
Mostrábase el colega tan eufórico por el éxito de su número reciente delante de los guaperas que incluso mis pegas no le parecían tales, y sus reconvenciones revestían contornos didácticos, casi como los que se prodigan en una fábula de Samaniego, que no sé si la del zorro y el pánfilo no resultaba ya aquella. Entonces, como pretendiendo sacudirme de golpe la camisa de pardillo en vísperas que yo llevaba le espeté:
-Vamos, a ver, colega, o sea, qué me estás contando, tío, que tú ya tienes tus añitos… (aquí el que hizo ahora la paradiña fui yo) esa negraza te pone las tetas encima y flipas, tío, esa leona te mata a polvos, que no te veo a ti yo ya para muchos trotes, la verdad… (ostias, había cogido yo hasta carrerilla)… no te alucines más, anda, tío.
Uff, mi paradiña más mi carrerilla habían hecho su efecto goleador entre ambos. Atronaba la endemoniada Danza Koduro otra vez por los altavoces. Retiró el brazo velludo y chorreante de mi hombro, y por un momento contrajo el gesto. Retrocedió medio metro frente a mí. Me miró duro. Me pareció que crispaba los nudillos. Los colorones de su camiseta refulgieron entonces –puede que el giro de un foco, yo que sé- un punto más, ya amenazadores. Ni Stevens y su Señor, ni leches, por un instante era ya aquello Duelo en el bajo Antro.
Entonces, como si de golpe descendiera de la rama de algún árbol próximo desde el que hubiera estado avistando nuestra querella, aquella majestuosa mujer negra de vestido atigrado se interpuso entre nosotros, con el estandarte de la luna creciente de su sonrisa acunada sobre los labios. En efecto, tal como estábamos y como ella se presentó, le ofreció casi en la cara los rotundos pechos a mi antagonista, tal era su altura, y puso la magnificiencia de sus caderas selváticas al nivel de mi azul esternón, tal era mi bajura.
-Mañana yo llamo tú, ok?
Eso le dijo, espaciando mucho las palabras, pronunciadas con internacionales acentos. Le tocó con el índice la punta de la nariz, se echó hacia atrás las greñas para mostrarle ahora de cerca el rostro desnudo –aquella cascada salvaje me cegó entonces a mí- ,le sonrió una vez más, y como ambos se asintieran con la cabeza, de nuevo muy rápido, como había llegado, entre aquella jungla en sombras intermitentes se disolvió. Alcanzamos a verla cuando, entre los murmullos de berrea de los guaperas de la noche que ella ignoraba, abandonaba ya el Antro.
La aparición resultó del todo providencial. Le brillaban de éxito renovado los ojos a aquel fulano. Hasta se relamía de inminencias el muy cabrón. Olvidó, por supuesto, nuestra pendencia. Volvió a colocarme el brazo velludo y chorreante sobre los hombros, como si nada hubiera alterado su lección magistral, y me dijo entonces...
(lo que me dijo, lector, si tú me lo permites, me lo guardo mejor para mañana, remate y desenlace y colofón de este relato o algo así cuyo itinerario has seguido de mi mano. Gracias a Kayla, a Norma, a Anónimo, a Mónica, a BEGO, a Sonja por sentir y pensar el relato conmigo, por bloggear ayer a mi lado. GRACIAS)
Enganchaíta me tienes a la historia...
ResponderEliminarUn beso lector a la luz de una vela ( o dos)
Al igual que Kayla, me tienes enganchada a este culebrón en el antro.
ResponderEliminarLo que yo creo es que a la señora se le caduca su tarjeta de residencia y necesita un motivo para quedarse en España. Espero el desenlace. Promete. Saludos
Jajajaja... Regreso mañana, besos
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