La radiante mañana otoñal, bañada entera en una luminosidad impropia,
parecía incluso recrearse en sí misma, como si prolongara con visos de realidad
la ilusión del reciente estío. Sólo una tibia brisa con aromas de enebro en sus
vueltas le bajaba por momentos los humos a tanta vanidad, aunque a la vez, con
su fresca caricia hacía aún más hermosa y colonial la mañana.
Daba mucho gusto el conducir el coche muy despacio, con la ventanilla del todo
bajada, al pairo de los compases primeros del Otoño. Así de ecuménico arribé al semáforo en rojo,
como si por milagro del Otoño más que un infeliz bloguero suburbial fuera yo el
mismo Vivaldi primordial. ¿Qué más
podía pedírsele entonces a la mañana?
La figura de una mujer, claro. Y como si fuera todo el desenvolverse de
una partitura que a mi capricho al momento estuviérase escribiendo, ahora que
me fijé, bajo la marquesina roja del autobús, le voilá, allí que apareció una.
Debía ya llevar allí un rato, claro. No importaba el que apareciera dándome del
todo la espalda, pues era por fortuna aquella línea trasera suya muy
estilizada, en armonía plena con la luciente mañana otoñal. Llevaba un fino
vestido rosa palo, vaporoso, con la falda entallándosele en tablas hasta más abajo de
las rodillas.
Arreció justo entonces de golpe la fuerza de la brisa reinante. Abrió
ella apenas un palmo el compás de sus piernas, sin moverse más. El viento, como
un amante invisible, le revolvía los cabellos, hacía flamear su vestido, le
ahuecaba primero y le remarcaba después, yendo y viniendo, las distintas
anfractuosidades de su cuerpo, que sólo podía ver yo de espaldas. Ese viento
era un elixir mágico esparciéndosele sobre todo el cuerpo. No sé por qué, pues no
podía verlo, pero hubiera jurado entonces yo que debía haber ella cerrado los
ojos ante aquel embriagador soplo.
Se puso luego el semáforo en verde. Tenía que desfilar mi coche delante
de ella. Avancé. No quise, sin embargo, a su paso desviar la vista y descubrirle el rostro.
¿Para qué? Ya estaba cuajada de belleza bastante la escena matinal para
jugarme entonces el desmerecerla o el saturarla del todo a esa sola carta. Allí quedó aquella mujer de espaldas, entre las primicias del Otoño. Aquí te
la pongo ahora, lector.
Post/post: gracias a CCGlobal, a Jaime, a Javir, a Winnie0, a Javier, a Fernando, a Mónica, a MAYTE, a Maribeluca, a Javier, a CLAVE, a Cesar, a BEGO por acompañarme en la celebración de este Otoño, incluso aunque a algunos no les guste, por bloggear ayer a mi lago, GRACIAS.
Este texto es una maravilla para definir el otoño Un beso Jose Antonio
ResponderEliminarA mi me encanta el otoño, salvo cuando viene el "tiempo de tierra", como decimos aquí, que es cuando reniego de él por el calor bochornoso que trae.
ResponderEliminarSaludos.
Me encanto el articulo.
ResponderEliminarLo mejor la parte en que el no se gira para verle el rostro, esta vez tengo que darte mi enhorabuena, porque te repito encanto...saludos...
La curiosidad mató al gato...
ResponderEliminarHiciste bien....mejor quedarse con la belleza de ese momento...
Besos otoñales...
Una escena de gran belleza y más como se describe. Ni Vivaldi le hubiera puesto mejor notas que las de tu escritura. Magnífico.Sublime. Saludos
ResponderEliminarY yo que pensaba que el otoño era incapaz de vibrar!! Pero amigo, he encontrado el minuto brillante del otoño.
ResponderEliminarUn abrazo