Con el obligado y larguísimo encierro
entre las cuatro paredes del piso, los que antes de todo este lío estaban y se
sentían ya solos –bajo soledad no escogida, digo-, ¿retorcidamente se alegran
un poco por imaginar y ver a mucha gente experimentando la crudeza de su mismo
problema? ¿O, con los usos sociales que sirven de tapadera prohibidos, al no
poder ahora siquiera disimularlo entre las calles, se sienten también ellos
mismos mucho más desazonados y solos? ¿Les duele doblemente el cruel mordisco
de la soledad? ¿Son esos pisos más grandes témpanos ahora? Y a su vez, quienes estaban y se sentían mal
acompañados, ahora, condenados a esta prolongada prisión compartida en los
cubiles, ¿no verán su agobio acrecentado? ¿No echarán rayos, truenos y pestes
por mor de esa compañía tan no querida como inapartable? ¿No serán esos pisos
otros tantos polvorines? Ah, cuantísimas personas, antes del maldito virus
este, empantanados ya en la gélida soledad o en el igualmente gélido malacompañamiento, que no se sabe bien
qué horror es peor, quizás ahora multiplicados los dos. Mejor pensar, que
también los habrá, en los casos en los que el confinamiento, como por milagro,
por obra y gracia de la forzosa necesidad del compartir, haya arreglado los
rencores y las querellas entre quienes antes no se podían ver dentro de una
casa, o en que haya proporcionado a los solitarios, al salir a las ocho a batir
palmas, en un balcón cercano de momento una amistad, ese calorcito incomparable
que se las promete felices para cuando el abrazo sea posible. Esas personas,
que seguro que existen, puede que incluso, aunque no puedan ni a ellos mismos
decírselo, le estén agradecidos al virus, así de inextricables el mundo y la vida
son. Quien más quien menos todos somos, antes del lío y ahora, solitarios y malacompañados por días, soñadores y
hartos, tristes y alegres por momentos, creo yo. Más ahora todo esto y a la vez.
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