Andaba uno de bajón esa mañana, para
variar. Todo esto, que nos arroja a mil estados cada día, que parece nunca
acabar. Iba a pedirle sin ganas al hombre el pan nuestro de cada día… y desde
la vitrina la palmera entonces –ese día, mil otros me ignoró- me miró, te lo
juro. Más que desde la vitrina, pareció su figura llamarme, interpelarme,
reclamarme, desde mucho más lejos y adentro, desde la impenetrable selva de un
Orinoco real e ideal al tiempo, diríamos. Fue, sí, una revelación, pero es que
lucía allí preciosa, restallante de presencia y fulgor, exuberante y
curvilínea, perdóname, como una mulata de esas que cortan las respiraciones con
sólo mostrarse. Tenía forma de corazón además, corazonada al cabo. No se diga
más, se la pedí y envuelta en papel que me la llevé al río, digo a casa, con la
boca por las calles haciéndoseme agua dulce, como el piratilla que acaba de
hacerse con un tesoro inesperado. La desnudé de su envoltorio sobre la mesa y…
allí su baño de chocolate como un río denso, como una lava benéfica y
dulcísima, allí la arquitectura tensa y tersa, bien arquitrabada, de las
alcochadas láminas de su hojaldre pujante, que era su soporte, la inminente
promesa de dulzura que ella para mí exhibía. Preparé en vilo café y leche
mientras, sin la sábana que antes la tapaba, expectante y golosona, no dejaba
ella de guiñarme, créeme. Troceé ese goloso corazón y contra el tazón yo lo
mojé. Se me deshizo la palmera en la punta de la lengua lo justito, un río de
chocolate y hojaldre en marcha, en aluvión ya dentro de mí, cerré los ojos, cómo
no, y mientras ella me embadurnaba las comisuras de su oscuro carmín, como un
vampiro del cacao me la fui lentísimamente comiendo, haciéndola pasar y pagar
peaje en cada una de las aduanas de la lengua y del paladar, qué estallido de
dulzura por toda la boca… que desde ahí me bombardeaba los silos nucleares del
cerebro, qué reingreso al País de la Dulzura y al de la Infancia… Qué rica la
palmera, joder.
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