Dime tú si no es particularmente perversa la retorcida naturaleza del
virus este, mira: está la desarmante facilidad de su contagio, su vertiginosa
propagación hacia todos lados, la violencia con que muerde y quebranta la vida
de sus víctimas, vale; está el que nos
impedirá durante mucho tiempo el estrecharnos sin miedo las manos (tanto a
conocidos como a desconocidos), siendo este gesto básico el embrión más nítido
y precioso de la sociabilidad y del reconocimiento de la humanidad en el otro,
de la confianza social, por tanto, que
obligará, por mucha letanía naif paraoficial que nos echen encima, a guardar la
distancia interpersonal, esto es, a andar juntos pero no revueltos, muy juntos
desde luego no; está la trágica figura del asintomático propagador, inocente
criminal –entiéndeme- que ni la peor película de miedo podría imaginar tan
terrorífica, está sobre todo el que a los niños, a pesar de su fragilidad
corporal –como tantas enfermedades y vacunas sobre ellos proclaman-, aunque
también les alcanza, no les ataca éste en nada –de momento, sé que algún mínimo
riesgo y caso hay- pero, ay, sí les convierte en fatales transmisores del
mismo, revistiéndoles sobre su candorosa inocencia simbólica la tenebrosa de
ser ahora, a través de su suavísimo tacto, nada menos que portadores y heraldos
de una peste, que, si en la mayoría en huella de simple gripe queda, en una
pavorosa devastación orgánica hasta la muerte a un amplio porcentaje de los más
viejos arrastra, pero también, muy sorprendentemente, a muchas personas adultas
pero jóvenes, fuertes, robustos, deportistas, sanísimos en todos los registros.
Maldito Covid-19.
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