lunes, 4 de mayo de 2020

PARTICULARIDAD DIABÓLICA DEL COVID-19 (CONFINADOS, DÍA 51)


  


  Dime tú si no es particularmente perversa la retorcida naturaleza del virus este, mira: está la desarmante facilidad de su contagio, su vertiginosa propagación hacia todos lados, la violencia con que muerde y quebranta la vida de sus víctimas,  vale; está el que nos impedirá durante mucho tiempo el estrecharnos sin miedo las manos (tanto a conocidos como a desconocidos), siendo este gesto básico el embrión más nítido y precioso de la sociabilidad y del reconocimiento de la humanidad en el otro, de la confianza social,  por tanto, que obligará, por mucha letanía naif paraoficial que nos echen encima, a guardar la distancia interpersonal, esto es, a andar juntos pero no revueltos, muy juntos desde luego no; está la trágica figura del asintomático propagador, inocente criminal –entiéndeme- que ni la peor película de miedo podría imaginar tan terrorífica, está sobre todo el que a los niños, a pesar de su fragilidad corporal –como tantas enfermedades y vacunas sobre ellos proclaman-, aunque también les alcanza, no les ataca éste en nada –de momento, sé que algún mínimo riesgo y caso hay- pero, ay, sí les convierte en fatales transmisores del mismo, revistiéndoles sobre su candorosa inocencia simbólica la tenebrosa de ser ahora, a través de su suavísimo tacto, nada menos que portadores y heraldos de una peste, que, si en la mayoría en huella de simple gripe queda, en una pavorosa devastación orgánica hasta la muerte a un amplio porcentaje de los más viejos arrastra, pero también, muy sorprendentemente, a muchas personas adultas pero jóvenes, fuertes, robustos, deportistas, sanísimos en todos los registros. Maldito Covid-19. 

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