domingo, 27 de febrero de 2011

El honor recobrado de Ana Rosa Quintana

    
     Decía anoche el gran comunicador de La Noria, con esa soltura que la gran pantalla le ha dado, que es que les tienen todos mucha envidia y que por eso les critican. Que ése es el precio que tienen que pagar ellos por ser líderes de audiencia. Que en realidad el programa de Ana Rosa ha conseguido lo que ni policía, ni abogados, ni jueces ni fiscales pudieron obtener: la confesión sobre el asesinato de una pobre niña. Por tanto, que han logrado, además de una sensacional exclusiva, una más trascendental colaboración con la Justicia. Se dolía en fin, el gran comunicador de que encima muchos les cataloguen de basura, que le parece eso a él un terrible insulto. Quieren, se ve, además de forrarse, que les otorguemos también la gigantesca estatura moral de las más humildes personas de la sociedad.
     Cuando ves luego el video de la infamia (siempre hay un “negro” mal pagado que destapa el pastel) te dan ganas de proponer, claro, a Ana Rosa Quintana, a Jordi González, a los directivos de esa santa casa, para copar en pleno la Asociación de la Prensa, las cátedras más nombradas de Deontología periodística, la Fiscalía del Estado, el Premio a los Derechos Humanos de Gadaffi, qué digo, la presidencia de los EEUU de la Humanidad.
    
     También daba miedo esta gente. Recordemos, por favor. Supimos en octubre pasado cuánto, como decían los diarios, “la vida le sonríe a Ana Rosa”: había sido nombrada ella, -mejor dicho, Ella- consejera de Cartera Industrial Rea, sociedad de inversión que agrupa a las más importantes fortunas del país. Ya vimos ahí como de un adecuado tratamiento de la basura infecta en la glamourosa televisión pueden extraerse riquísimas recompensas. Recordamos también más tarde, cómo en los setenta Heinrich Böll, con su entonces célebre novela, luego hecha película de culto, El honor perdido de Katharina Blum, quiso alertarnos ante los métodos crueles y sin escrúpulos con que los medios amarillistas removían los más bajos instintos de la plebe al servicio exclusivo de su medro, contribuyendo de paso a conformar una masa de súbditos orgullosos encima de su inmundicia.  
     Bueno, si Böll, la conciencia ética insobornable que él representaba, levantara la cabeza y viera la pieza ésta, volaríase la tapa de los sesos. Hoy lo vemos y ni nos llama siquiera la atención, tan perdidos en la niebla basurienta andamos. Pero debería no perderse nunca este vídeo, a la manera en que en los pueblos se señalan las marcas de las riadas. Hasta aquí llegó (de momento) la marea del Reinado de la Mugre. Es escalofriante el documento bárbaro.
   
      Veámoslo: las imágenes recogen los tiempos intermedios entre directo y directo de la mujer del presunto asesino, que, para mayor gloria de la basura televisada, sufre encima un leve retraso mental. Exterior día, verde parque municipal, canto de grillos radiantes, y de pronto, todo la paz insolente de la mañana rota, como en un documental de esos de “naturaleza cruel”, por unos  chacales bellísimos despedazando a una vaca vieja.
     La mujer, que, a las claras se ve, no está en sus cabales, se retuerce de dolores y de angustia, y entre espasmos, desencajada, a punto de rodar por los suelos, implora, ruega, suplica a la redactora:
     -¡ay, ay, que pierdo el conocimiento!
     -¡No, no vas a perder el conocimiento! ¿vale?... (el guiño belenestebanesco que no falte)
     -¡ay, ay, no me encuentro bien…!
     -ya sé que no te encuentras bien, ¿vale?... respira tranquila, va a venir un Samur, ¿vale?, estamos contigo.
     -Patricia, no me encuentro bien…
     -…No te vas a desmayar, ¿vale? (que no se la ocurra, por Dios, que aguante un poco), respira, siéntate, estás mejor, tranquila
     -… no sé dónde estoy, Ainhoa, no sé donde estoy, lo siento mucho, Ainhoa…
     - No le digas nada, ¿vale? Dile que luego habláis.
     - más entrevistas no, por favor, Patricia, más entrevistas no, por favor…
     -estás con nosotros, ¿vale? No te voy a dejar que te vayas con nadie… yo me quedo contigo, ¿vale?
     -por favor, que me quiten las cámaras, Patricia (entre sollozos), por favor, si no voy a acabar malamente, aaay, aaay… no quiero más cámaras, por favor.
     -vale, espérate,… (la redactora se vuelve, dirigiéndose a otros chacales que olisquean tambien la presa)  …oye no, ¿eh?, (se vuelve hacia ella) cálmate… que llevas una mañana
     -ay, ay, por favor, me duele mucho la cabeza… ay
     - (dirigiéndose a la compi) me la voy a llevar, le duele mucho la cabeza, porque NO ME LA VA A QUITAR NADIE, no va a hablar con nadie más, con nadie… ¿puedo moverla ya?
     -no, más cámaras, no, por favor, que me quiten las cámaras.
     -no te preocupes, que ya les he dicho yo que no, no te preocupes… no sé si me puedo mover ya o no, pregúntale a ¿Ana? (no se entiende bien)
     -(tercia la compi)… hay que estar con ella constantemente, en todo momento (la tocan, le acarician un momento el lomo a la señora sobre la hierba, para al instante siguiente ignorarla, que esperan ellas órdenes)… YA TENGO EL HOTELITO EN TORRELODONES, al lado de tu residencia, ¿eh?...
     -aay, aaay
     -sí, por lo menos… UNA ALEGRIA QUE TE HAS LLEVADO (coloca la guinda ahí con salero el bellezón reporteril).


     Como dice el gran comunicador de La Noria, es verdad, es pura envidia. Es el precio a pagar por ser líderes de audiencia. ¿Quién dijo basura? Sí, después de esta impecable colaboración con la Justicia, Ana Rosa Quintana ha recobrado en la más limpia integridad su honor perdido cuando lo del libro aquel. ¿No le podría Rubalcaba imponer ya mismo alguna medalla, de esas que se reserva él para los mejores, al más acabado mérito civil? Bravo, bravo.

    
 
    
    

sábado, 26 de febrero de 2011

Poessía seis (Oda, o algo así, a la magdalena)

       
       
        En el horno la masa candeal sin premura se eleva.
        Un sol íntimo la jalea
        como a la lumbre de un amor
        que a cada momento creciera.
        De la mano alada de la levadura
        una secreta pujanza
        la impulsa sin ansia hacia las alturas,
        tornasolándola a la vez de su hermosura.
        Cuánta fe en esa masa,
        que se sueña vertical y bronceada
        ahuecada también de dulzura
        por entre sus  acolchadas hendiduras.
        Para que  te deleites tú contemplándola
        y al fin la reconozcas alborozado
        en el aroma indecible que la anuncia.
        Se abren al cabo los toriles
        de la fragua en que se hornea.
        Comparece ante mis ojos,
        un tesoro de bravura,
       inflamada en dorados arreboles,
       que en ella aún fulguran.
       Aquí  su bóveda,
       con estrellas de azúcar coronada,
       En un más que perfecto presente,
       ahora es  la mañana plena:
       Aquí está ya mi magdalena.

       


       
            
   
      
           
            
           
           

viernes, 25 de febrero de 2011

Gadaffi: Fidel Castro te ama, que lo sepas

    

    
     Muamar, esa cosa viscosa, ametralla y bombardea desde aviones y helicópteros militares a su bienamado “Pueblo” libio. Incita a los suyos, como los sanguinarios líderes hutus, poseído de un mismo odio aniquilador, a exterminar a las “ratas” que se le oponen.  Aupado al Poder criminal a través de un golpe militar, la satrapía gadafiana remóntase desde 1969 hasta el hoy. 42 años ya.  Escribió un famoso Libro Verde, en el que se las apañaba el muy hijode para cohonestar marxismo e islam. ¡Cuántos en el año del 23-F, que ayer evocábamos, nos lo ponían aquí entonces, y aún durante mucho tiempo después, como modelo! Despertaba furores Muammar a su paso entre quienes aborrecen las sociedades abiertas. Fue Reagan quien le dio a probar su propia medicina. Se alineó en los minutos de la basura luego Muamar, por salvar el bigote, con Occidente: persiguió a los islamistas, dejó de financiar el terrorismo internacional, olvidó sus apocalípticas bravatas antioccidentales. Se acomodó sin escrúpulo alguno entre las penosas contradicciones de la realpolitik. Con Felipe G, con Ansar, con Zp, de la manita con todos ellos nos brindó estrepitosos posados. Modelitos para armar de Muamar, que en el camino perdió una eme, la eme de la misericordia. Consta que a Ansar le regaló y todo un hermoso caballo blanco, el mismo de Viva Zapata, el de Missing, el de tantas películas sobre tiranos, que la Naturaleza burra, lo veíamos antesdeayer, complácese en remedar al arte. ¿No podría mejor Ánsar pasarle el equino gadafino  a Bono, untoso gerifalte del socialismo hípico?
    
     Y cuando el mundo entero clama contra los bombardeos y las ametralladuras de los mercenarios de Muamar contra su amado Pueblo libio, comparece en su defensa, habráse visto una vez borrico viejo más fiel,  el gran Fidel: “… no imagino al dirigente libio –…el principal de la Revolución libia…- abandonando el país, eludiendo las responsabilidades que se le imputan…el gobierno de EE UU no vacilará en dar a la OTAN la orden de invadir ese rico país… la peor injusticia en este instante sería guardar silencio ante el crimen que la OTAN se prepara a cometer contra el pueblo libio”, ha escrito el Tiranosaurus Rex, en el machito déspota él desde ¡1959!, diez años más que Muamar, que hasta en lo de las satrapías hay quinquenios, tócate los Castrones.  Ese es el balance sumario que de la situación hace Fidel.
    
     Tan extraordinaria compasión por los seres humanos como la que late en las lineas castristas no ha de ser óbice para que la legión de seguidores que por aquí pululan, ahora que se cumple un año de la muerte en huelga de hambre en las mazmorras castristas de Orlando Zapata, mantenga incólume su honda admiración por Él. ¿Quién aprendió de quien? Qui lo sá, porque lo cierto y verdad es que Gadaffi in person concedió en 1998 el ¡Premio Gadaffi de los Derechos Humanos!, tócate otra vez los castrones, a Fidel Castro, naturalmente, “en aprecio de su historia de lucha”, que añadió de su mano Muammar en indubitable prueba de admiración. Claro que, como hace poco nos enseñó Fernando Trueba, ese fino pensador que no para de ganar Goyas, la de Gadaffi y la de Castro son, naturalmente, dictaduras de derechas, pues la Izquierda es que es genéticamente incapaz de sojuzgar a nadie, ¿me entiendes?, vamos, ni al mismísimo Franco que resucitara.
    
     Yo creo que, tal como gusta al Amor y a los amantes  redondear en círculos la calentura de la mutua pasión, en justa contraprestación debería Fidel en ectoplasma en próxima ocasión  agasajar a Muammar en ex-quijama galáctico con el próximo Premio Fidel Castro de los Derechos Humanos. Y Trueba que lo ruede.

jueves, 24 de febrero de 2011

23-F: Rimas y leyendas

    

    
     Leí hace años un relato de Richard Ford en el que presentaba a un matrimonio de tantos, de mediana edad, de compras por un atestado centro comercial. De repente  irrumpe en la tienda en la que ellos curiosean un desequilibrado blandiendo una pistola amenazadora y lanzando gritos. Se desata el pánico, un auténtico cafarnaúm de alaridos de horror, carreras y empujones a su alrededor. Entonces, de forma del todo inconsciente, durante esos críticos instantes el marido alcanza a guarecerse tras el cuerpo de su mujer. Alguien desarma y reduce pronto al zumbado. Ha sido todo visto y no visto, ha durado escasos segundos el episodio entero. Se restablece, pues, la grata normalidad allí, también en apariencia la del matrimonio protagonista.
    
     Pero de vuelta a casa la mujer reflexiona y le anuncia a su marido el fin de su matrimonio: ha entendido que la situación límite vivida antes ha revelado de manera indiscutible la verdadera personalidad de él y la verdad esencial de la relación que les une. En vez de protegerme, ¡me utilizaste de escudo!, viene a decirle. Y frente a los hechos no valen nada las palabras con que quieras ahora adornar tu cobardía. No puedes ahora decirme que me quieres.
    
     ¿Cuándo somos más de verdad nosotros mismos? ¿Es en las situaciones extremas, ésas en las que desaparecen los roles acomodaticios de lo social y en las que se disuelve el conjunto de caretas con el que transitamos por la vida cuando aflora nuestra moneda más íntima y pura?  ¿O son las cruciales reacciones en esos momentos extraordinarios producto sólo del ciego instinto y de automáticos mecanismos internos nuestros que ni siquiera del todo conocemos, y que por lo tanto, ningún valor de verdad sobre nosotros pueden mostrar? ¿Son acaso los instintos –es decir, lo animal, lo atávico, lo pulsional- la almendra última de nuestra concreta humanidad? ¿No decimos cosas como “se me fue la olla, me dio el punto, se me cruzaron los cables” para que no se nos tenga en cuenta según que extemporánea reacción que una vez tuvimos? ¿Dice más de una persona lo que ésta haga en un muy determinado momento, fuera por completo de lo ordinario y sometida a tan tremenda presión de ambiente que apenas puede sino “saltar”, que el conjunto de pequeñas acciones y reflexiones con las que ha construido con paciencia y con consciencia su personalidad y su mundo a lo largo de la vida? ¿Podía la concreta reacción de ese marido ante el atroz caos desatado por un pistolero tronado ser puramente anecdótica y azarosa y fortuita, y constituir por contra la suma de todos los hechos cotidianos y reflexivos en relación con su mujer la auténtica prueba del nueve?
       
      De forma tal vez parecida, cuando irrumpió en el hemiciclo Tejero pistola en mano, es decir, cuando a partir de su temerario estrambote cuartelero empezaron los puros actos a dictar su lenguaje incontestable y la autopropaganda más obscena de las palabras a enmudecer, el espectacular planchazo que bajo el escaño se pegaron los más heroicos sedicentes defensores de la Democracia… ¿fue un mero azar o reveló algo inolvidable sobre ellos?
   
    ¡Qué vergonzosa paradoja hubiera debido ser para los que en público acusaban entonces a Adolfo Suárez de tahúr del Missisippi, de chaleco floreado de las cloacas del fascismo, de que sería Suárez el primero en subirse al caballo golpista si éste entrara en el Parlamento, el que fuera precisamente Adolfo Suárez, y su vicepresidente Gutiérrez Mellado, quienes con heroísmo incalculable hicieran frente y a cuerpo limpio a los golpistas, que fueran precisamente ellos quienes con sus actos, no con la perpetua leyenda de benéficas presencias de la Humanidad con que otros siempre se aliñan, defendieron de verdad la democracia, mientras esos otros escondíanse bajo las alfombras!  
     No recuerdo cómo acaba el relato de Ford, ni tengo dónde mirarlo ahora. Si  sé cómo terminó este otro relato: a los dieciocho meses le dimos los españoles el completo SÍ, es decir,  la mayoría absoluta al marido del cuento, sin acritud, sin la más mínima acritud.
      

martes, 22 de febrero de 2011

Túnez y el Tesoro de Ben Alí

    

     Según la televisión pública tunecina, el sátrapa depuesto Ben Alí vivía entre montañas de dinero, oro y diamantes en su palacio de ensueño de Sidi Bou Said, a las afueras de Túnez. ¿Por qué no pensar que pasara muchos de sus días revolcándose sobre esas montañas? Puso su esposa buen cuidado, antes de abandonar por patas el país, de arramplarse consigo ciento cincuenta y cuatro lingotes de oro. Puede que más que el valor crematístico fuera sobre todo el puro valor estético de contemplar en el sórdido exilio todo esos  lingotes juntos,  esa chocolatería espesa del sol más brillante, ese piélago cegador de lisura incomparable delante de los ojos de uno ante el que quedarse mudo. Nos recuerdan a todos esas montañas de oro y diamantes el pasmo boquiabierto de Alí Babá ante la maravillosa visión de aquella cueva atiborrada de refulgencias preciosas, que avistadas encima dentro de una oscura cueva deben asombrar mucho más.
     
      Treinta años le duró la satrapía a Ben Alí. Ahora, cuando me enteré de que Ben Alí, y su partido, y también mi amigo Mubarak y el suyo, eran miembros de pleno derecho de la Internacional Socialista, esa organización por encima de las patrias que vela sin descanso por los desheredados del mundo, después de la guasa facilona,  reflexioné a lo gran pensador, es decir, a lo Sabina y me dije… no-seré-yo el que arroje adrede basura sobre el socialismo internacional, que luego me dirán que sólo me fijo en una parte, que soy un facha sectario y tal, cuando uno sólo quiere que, conocidas de sobra las servidumbres de la realpolitik, y la dificilísima adecuación de medios y fines en los procesos históricos desde que el mundo es mundo, al menos no le den a uno lecciones de bondad universal quienes no dejan sin el más mínimo motivo de presumir de ella.   
      
     Dicen, desde Oscar Wilde para acá, que la Naturaleza imita al Arte. Es esto una verdad incontestable. Véase si no el carácter profético con que el arte de la zambra del grandioso cantaor que abajo pongo anticipó, avant la copla, la fantástica história de Ben Alí, el reciente sátrapa tunecino depuesto, que a su letra premonitoria a pies juntillas esforzóse él en aferrarse: “Ben Alí tiene la esencia de los jardines de Alá”, que como sabemos son los ríos de miel que no cesan de manar, vale decir, las riquezas del mundo terrenal allí traspasadas, al palacio soberbio que Ben Alí mandóse construir. “Y una mora en su presencia que bailaba en Tetuán”, y puede ser ella tanto la señora de Ben como la Internacional de antes, que tanto le bailara el agua a Alí. “Ven conmigo, linda mora a mi palacio a bailar… que a tu casa yo no paso que me puedes engañar”, y tenemos ya ahí el nudo y el desenlace de la historia que nos ocupa, que temía Ben el embrujo de la señora y a la postre fue él quien, palacio mediante, camelóse a ella, que no quería, ella no quería. Y el resto fue chiribiri, chiribiri del tahirir que les cayó encima durante tres décadas a los tunecinos, es decir, silencio.
     Esa canción sí que es verdadero Oro en paño y del bueno, señora de Ben Alí, y no sus lingotes robados, que lo son de los que defecara en una mala noche su señor. Esto si que debería usted escucharlo mil y una veces dondequiera sea el sórdido exilio en que se halle y pedir luego perdón por sus pecados.
    
     (Post-post: y según citan ahora las agencias, las masas tunecinas en triunfo no dejan por las principales avenidas del país de a coro canturrearle a los vientos esta canción, que perseguirá siembre la sombra funesta del tirano allá donde se halle)

domingo, 20 de febrero de 2011

La pasión egipcia (Relato, o algo así)

    
    
     El día de la caída de Mubarak, cuando en las televisiones del mundo entero la plaza del Tahrir en El Cairo reverberaba como un hervidero de muchedumbres alborozadas por el derrocamiento del dictador, me ganó a mí por contra de golpe un hondo pesar. Provenía mi abatimiento de un recuerdo que creía yo sepultado en algún remotísimo estrato de mi memoria y que al calor de las pasiones egipcias de esos días fue paso a paso aflorando hasta brotar justo entonces sobre el cielo abierto de mi confundido entendimiento. Me acordé entonces de aquel taxista. Me precipité sobre las pantallas y preso de extraña agitación zapeé de cadena en cadena a ver si entre aquellas turbamultas en éxtasis podía por azar descubrirle. Y cómo podía yo haberle descubierto –me dije al poco, increpándome de rematado bobo- si nada de cómo era su rostro recordaba. Sí de su traza, la de un barrigudo cincuentón, de esos de camisa por fuera y cintura del pantalón desbordada,  de piel cetrina, claro, y acaso con un bigote hormiguero sobre la boca. De su taxi metalizado en gris pero con asientos de skay negro, creo. Pero… ¿y eso qué? Además, ¿cuántos años habían pasado de aquello? ¿Veinticinco? Me acordé luego de mi amiga. Lo típico: ¿qué habrá sido de ella? ¿cómo le habrá ido a aquella atolondrada jovencita estudiante de Sociología que todo lo miraba entonces con ojos de incalculable asombro? Como que estábamos en Egipto, so cenutrio, hube de convenir al punto.  
     ¿Y por qué sentía yo entonces toda esa amargura retrospectiva, como un cenizo de mal agüero justo en medio de la orgiástica liberación de todo un pueblo? Me veía en esos momentos, y me llenaba de rabia a la vez, como si físicamente a duras penas avanzara yo por la misma hirviente plaza del Tahrir, pero en dirección contraria a la nación egipcia en pleno. Era perfectamente ridículo sentir eso, como si importara algo una lejanísima cuita de una hormiguita algo neurótica y estúpidamente pequeñoburguesa en medio de aquella multitud entusiasmada, formidable marabunta en pie de victoria que festejaba la caída de un dictador eterno. Bueno, si fuera uno un escritorazo importante se prohibiría a sí mismo ese sentimiento aguafiestas y, henchido de amor a la Humanidad, le cantaría al júbilo de aquellas masas enardecidas e imparables. Algún lujo intangible tenía que reportarme el poseer tan sólo un triste blog, que es mi blog mi tesoro, que es mi blog mi libertad, y lo que sigue y ya tú sabes, pirata lector mío de verdad.   
     Y el caso es que ni siquiera mi amiga me gustaba. ¿O era que sí, y que yo entonces a mí mismo me lo negaba? Creo que no; uno era enamoradizo, desde luego,  pero no de esos que se encandilan de todo lo que con faldas y a lo loco se mueve. Yo la encontraba, con perdón, una tía antojadiza y algo bobona. Entendámonos: mucho más tonto era yo, y lo digo sin asomo de ironía alguna. Créeme: nunca he sabido hacer algo bien. Ella tenía los ojos verdes y la textura de la piel sobre sus hombros, en sus brazos y piernas, era como de caramelo vivo. Decía que estudiaba Sociología porque había sentido ella una tarde… la llamada de la sociedad. Esta tía está zumbada, creo que acerté a pensar entonces. Le voilá la monjita de hoy en día, hubiera pensado ahora, que soy mucho más tonto y sigo sin saber hacer las cosas.
     El asunto es que el Paso del Ecuador universitario nos había llevado hasta el mismo Egipto. No, no pienso relatar aquí ni el proceloso Nilo, ni las Pirámides, ni el Valle de los Reyes, ni Karnak-Luxor, ni nada que se le parezca. En parte porque eso se lo dejo a los escritorazos de antes y en parte también porque el amargo sucedido con el taxista egipcio que ahora buscaba yo hasta por las parabólicas más internacionales aniquiló en mi mente el rastro de todas aquellas, I suppose, maravillas de la Humanidad. Así de caprichoso tirano es el misterioso humor con que el cerebro imprime y borra en el recuerdo lo que se nos queda o no de cuanto nos acontece. ¡Joder, es bien triste haber estado delante de las increíbles delicatessen  de Keops, Kefrén y el otro, y no retener ni una sola brizna de ello!  
    
     Pero, en cambio, sí que volvieron a irrumpir, y como estallido de oro negro  resquebrajando con dolor la superficie de mi mente, con las imágenes del fiestorro democrático en la noche de la Plaza del Tahrir –pronúncialo para mejor ambientarte de exotismo y  voluptuosidad, lector mío, con énfasis de enviado especial a la celebración revolucionaria, cierra los ojos,  dí conmigo… Plaza del Tahirir, prolongado y suave, como hablan las cairotas eufóricas, ese sirimiri de “ires”, la hache un poco aspirada, esa lluvia musical de laúdes, plaza del tahirir, ecos del guadalquivir- las de aquella otra noche aciaga en que, con tiempo libre en el hotel, de súbito me propuso mi amiga aspirante a socióloga y de piel de melocotón en almíbar coger un taxi y ver desde algún sitio muy elevado el entero esplendor luminiscente de la megápolis cairota, cuya secreta llamada nocturna al parecer ahora mismo la acechaba. ¿Qué hubieras hecho tú ante una proposición así? Vale, va, venga, va, a ver qué tripa se le ha roto ahora a esta tía, a ver si este paso del Ecuador es también paso del Rubicón para el triunfante Julio César que era yo ya entonces, a ver si el rito hacía de mí por fin un hombrecito, a ver si vini, vidi y vinci y tal en El Cairo. A ver si. Ya, ya.
     Tomamos, por elemental seguridad, un taxi de los que se ponen a la puerta misma del hotel de turistas en que estábamos. Mi amiga socióloga en ciernes llevaba una recatada falda verde oliva –al verla, falda al fin y al cabo, no pude evitar para mí el ¡bieen! algo atávico de estos casos- que le cubría tres cuartas partes de sus piernas. No quería ella que le pasara lo que había comentado  otra chica del grupo, a la que se le ocurrió salir del hotel, pues para eso iba con su chico, vestida con una falda corta, y que sólo después de caminar ambos unos cien metros por el centro de la ciudad debieron tomar el taxi de vuelta, tan indescriptiblemente salaces y pegajosas sentía ella sobre las mismas carnes suyas aquellas miradas egipcias.
    
     Mi amiga era mucho más desenvuelta en todo que yo, que iba, puedes imaginarme, medio atontolinado por la perspectiva tan explosivamente prometedora que ante mí se abría. Así que ella, por señas, con un mapa y con su inglés de academia nocturna, le dijo al taxista lo que queríamos. Yo entonces ni me pispé, claro, pero por fuerza al sentarnos detrás, debió dejar mi amiga la protuberancia estilizada de sus rodillas al alcance del retrovisor del taxista. Claro, ella quedaba en diagonal tras él. Si hubiera sido yo, bobo de mí, el gran Julio César, ahí mismo habría desbaratado esa linea de fuga. Mejor tú aquí, guapita. Creo  que mi amiga tampoco debió notar entonces nada, abducida en verdad ella por el sortilegio con que la oscuridad misteriosa de El Cairo,  penetrada de ecos suspendidos en el aire desde muchos siglos ha, a ella con vehemencia agitaba. Miraba por las ventanillas como si camináramos ya dentro de una enorme mastaba y fueran sus ojos la única linterna.
     Era curioso, porque el taxista egipcio, quizás deseoso de asombrarnos, quizás abducido él por algo mucho más terrenal, aceleraba y aceleraba su coche hacia nuestro destino. Joder, a mí me daba un poco de canguis, pero cómo iba Julio César, a medias sólo de cruzar el río decisivo ese, a confesar que le temblaban sobre las babuchas las canillas. Adelantábamos incluso por la carretera a los coches potrosos de la policía que con ululantes sirenas azules acudían a apagar vete a saber qué incendio cairota. El taxista les pitaba mucho y con fuerza, pidiéndoles así la venia, y los sicarios de Mubarak le devolvían los pitiditos, sacudían la cabeza riéndose, y se apartaban. Bueno, eso le tranquilizó un poco al bobainas pequeñoburgués que ya entonces yo era. Además, tenía a dos palmos la promesa aterciopelada de la piel de mi amiga, la guinda del paso del Ecuador. Qué listo yo era.
      
     Sí, emprendimos las afueras ignotas y tenebrosas de El Cairo a una velocidad endiablada. El taxista metió su auto entre derrapajes de rallye por entre polvorientos andurriales. Las barrancas se adivinaban a los lados, iluminadas fugazmente por los faros. Escalábamos hacia algún nido de águilas, desde luego. El motor del taxi se revolucionaba más y más, al compás acaso del instinto de su conductor y de mis pobres nervios. Mi amiga iba encantada, la tía. Creo que con los vaivenes del taxi nuestros codos se rozaban. Qué ilu. No le dí entonces importancia, pero en una de aquellas revueltas del camino encontré en el retrovisor la mirada comisaria del taxista sobre nosotros. Joder, pienso ahora, parecíamos un episodio del Scooby-Dú.

     Por fin dejamos de ascender y arribamos hacia lo que los faros pintaban como una discreta explanada. Aminoramos la velocidad hasta detenernos. Fue como si el taxi y yo suspiráramos a la vez. No se veía nada más allá de nuestras narices.  Entonces el taxista descendió del auto y con zalamería de chambelán mayor del Faraón, ofreciéndole además la mano, le abrió la puerta… a Nefertiti, naturalmente. Tenía el tío una hilera de dientes perfectos, excepto uno de los incisivos, cariado y mugriento. “Thankyou”, musitó algo confusa mi amiga, poniendo el pie en tierra. Me arrastré por los asientos para salir por su mismo lado, aunque a mí no me hizo ceremonia. “Cam-on, cam-on”, dijo el taxista, señalándonos al frente. ¿Hacia dónde, si no veíamos un carajo?
     Pero el taxista regresó entonces a su puerta y puso las luces largas del coche. Iluminaban hasta lo que parecía el borde de un precipicio del que manaba un difuso resplandor. Ya está, pensé, ahora este chambelán me tira por ahí y se queda aquí con mi Nefertiti a placer y para él solito. Y algo parecido debió en un rapto pasar por la mente de mi amiga socióloga in extremis, porque de forma instintiva me tomó de la mano. Su mano y la mía, juntas. Eso lo cambió de nuevo todo. Me estiré un poco allí. Tenía ahora otro motivo Julio Cesar para el tembleque, pero era éste de gozo sumo, que hasta daba por buenos todos los terrores previos. Nada malo nos iba a pasar. Nos había llevado ese taxista hasta  un mirador natural y punto. “Hombre, joder, si le saludaban y todo los polizontes de Mubarak, no viste”, me dije mientras avanzábamos hacia aquel despeñadero iluminado desde abajo. Me giré para sonreírle, como se le sonríe a un sirviente, y para rozar también de paso con el antebrazo el cuerpo de mi amiga, pero el taxista ignoró mi mueca agradecida.
    
     Y entonces, como si delante de nosotros hubiérase volcado en un cuarto oscuro de golpe un enormísimo cofre con todas las joyas relucientes con  que embalsamaron a Nefertiti, la descomunal luciérnaga de la noche cairota compareció ante nuestros ojos. El Cairo era desde allí un lampadario gigantesco y fosforescente, un acantilado inabarcable abarrotado de  corales luminiscentes que se perdían a la vista para unirse a las miles de estrellas que atestaban también el firmamento sobre nuestras cabezas. “¡Oh, Dios mío, esto es…es… precioso!”, exclamó mi amiga, atravesada de un arrobamiento cósmico colosal, tan grande que soltó mi mano. Nunca más volvería ya a tomarla. Nunca más. Había desaparecido en ella el más mínimo asomo de temor y parecía, con los brazos desnudos muy abiertos al aire, que removía allí arriba el vuelo de su recatada falda verde oliva, a punto de fundirse con aquella inmensidad fulgurante. El taxista egipcio, detrás de nosotros, fumaba en silencio. Como si estuviera estudiándonos.
     “¡Thankyou, thankyou for bring me here!”, le dijo luego mi amiga, mirándole reconocida. Sacó él entonces una cartera y nos enseñó las fotos de sus cinco hijos. Por señas nos explicó las catorce horas diarias que debía él conducir su taxi para llevar la estricta comida a su casa. Sí, mi amiga iba cargándose ahora de humana compasión hacia nuestro taxista: por nuestra culpa estaba trabajando a aquellas horas, separado de los suyos sólo para satisfacer el bobo cosmopolitismo de postal de dos cachorros occidentales, vástagos de ese Primer Mundo que tanto explotaba al Tercero. Dudé incluso de si mi amiga no iba a ponerse a llorar allí. “Tenemos que darle una buena propina a este hombre, joder”. Eso le dijo Nefertiti a un Julio César ya en los idus de marzo, que se había quedado más perdido en medio del río que Teseo en el laberinto aquel. De vuelta al coche, mi amiga caminó en paralelo al taxista, cerca de él. Julio César, tras ellos, era ya sólo una  sombra acuchillada en la noche.
     Volvimos en total silencio. Sólo el ruido ansioso del motor. Yo estaba seguro de que durante todo el trayecto el taxista no dejaba un instante de buscar la diagonal del retrovisor que le ofreciera las gloriosas rodillas de mi amiga, que hasta me pareció, desangrándome como iba, que a pesar de que seguía ella mirándolo todo como una lechuza obnubilada a través de su ventanilla, más a la vista se las ponía. Sí, yo no me había fijado mucho antes, pero era indudable: blancas, suaves, torneadas, firmes y a la vez tiernas, muy tentadoras, con la dimensión ideal para colmar una mano acariciadora, esas rodillas eran primorosas.   Paró el taxi a cien metros escasos del hotel. Se giró hacia nosotros el taxista cincuentón y barrigudo para recordarnos con las manos el precio en dólares convenido. Llevaba la camisa blanca –es un decir- por fuera y desabrochada de tres botones, tras la que se entreveía una camisetita de hombreras.
     
     En ese momento, como en la más burda de las tretas, nos indicó que miráramos hacia atrás. A través de esa luneta llena de polvo se veía tan sólo el luminoso de neón de un  tugurio cercano, con la forma de las tres pirámides parpadeando en rojo. Primero una, luego otra, al fin la tercera. Y vuelta a empezar. Y mientras mirábamos hacia donde él nos indicaba -con el rabillo del ojo y como si entrara yo entonces en estado de coma lo pude  ver- en audaz y sigilosa maniobra vista y no vista –mira tú quién venía a ser de verdad allí el gran Julio César-  procedió a sobetear de lo lindo y con avidez lujuriosa las desnudas rodillas de mi amiga socióloga con sus manos gordezuelas.  
    Aquello adquirió entonces los contornos propios de una trama no del todo real, la misma que adquieren los hechos al deslizarse hacia los confines de lo onírico: el tiempo parecía haberse estancado dentro del taxi egipcio, el neón enrojeciéndonos en verticales lineas sucesivas el semblante, vueltos los dos hacia aquellas pirámides rocambolescas, mis ojos que no miraban hacia donde tenía yo orientado el cuerpo, como en los propios bajorrelieves egipcios, mi amiga que sí que no apartaba los ojos de las pirámides, y el taxista aquel que, vuelto por entre los asientos delanteros hacia los nuestros, con delectación de perista, magreaba, toqueteaba, le manoseaba en silencio una y otra vez las magníficas y redonditas rodillas a mi amiga la socióloga.
    Recuerdo que me interrogué con alevosía allí mismo entonces, transido de un existencialismo urgente y nada filosófico: qué se supone que debe hacer un hombrecito en esa situación, qué debería hacer yo en ese justo momento. Ella es mi amiga, no mi novia. En cualquier momento ella se volverá y le arreará un guantazo al barrigudo este y saldremos los dos del taxi con cajas destempladas. Se hará la ofendida en todo caso y le abroncará. Ella pedirá mi ayuda y tendré que pelearme con el egipcio. Dará ya mismo un grito espantada, yo que sé. Quizás el taxista estaba preso del mal de las pirámides, como Sinuhé, y enseguida se aclararía todo. Pero cuando se piensa tanto, claro, nada se hace, y ninguna de esas cábalas cobraba vida fuera de mi cabeza. Notaba, eso sí, que la cara me ardía, como si me asolaran de pronto unas fiebres tifoideas. Lo absolutamente asombroso es que allí cada cual seguía a lo suyo, y en posturas no muy cómodas la verdad, como  un limbo eterno que no avanzara.
    
     Menos mal que el neón se apagó y así las pirámides aquellas desaparecieron de nuestra vista –quizás es que el antro que anunciaban había llegado al fin de su jornada-  porque de lo contrario allí hubiéramos permanecido hasta que el taxista egipcio hubiera desgastado las soberbias rodillas de mi amiga, o hubiera muerto él de  lascivia en el trance, o yo de rabia. Mi amiga, no, ella era inmortal, ahora lo comprendo, sólo había sentido entonces la llamada universal de… de la justicia en las relaciones internacionales y eso había sido todo. A ella nada podía pasarle, pues nada malo puede jamás ocurrirle a las almas puras y más si tienen un par de muy estilizadas rodillas.
     Ella buscó en el bolso y le tiró encima del asiento libre delantero los dólares convenidos. Nos bajamos. Se arregló un poco el pelo y se estiró la falda verde oliva. El taxi arrancó y pronto le engulleron las fauces de la noche cairota. Nos encaminamos cabizbajos y fúnebres hacia el hotel. Me armé entonces de valor al traspasar el hall y la miré con ojos exasperados, a partes iguales de cólera y de humillación. Chasqueó la lengua y me dijo: “Me daba tanta pena… Tío, eres más tonto”.  Y Nefertiti desapareció luego tras la compuerta del ascensor.

    El día de la caída de Mubarak todo eso volvió a mí en aluvión de jeroglífico remoto. Zapeé, ya te digo, entre todos aquellos rostros exultantes de la Plaza del Tharir cairota, a ver si. Era absurdo, hacia mil años de todo aquello, el taxista sería en todo caso un anciano irreconocible. Preferí resolver al cabo, tras la convulsa pesquisa de un hombre por cientos de pantallas, después de pensarlo bien, que seguro que sería de los de la cuerda de Mubarak, que se le parecería físicamente incluso y que, divina democracia, quizás le habría llegado también a él ahora su San Martín. Ya ves, qué estupidez.       
      
    
         
      

sábado, 19 de febrero de 2011

El que avisa no es Mubarak

    
    
     Doy la primicia ahora  a la millonaria legión de seguidores míos que hoy se asome al agua de este pozo de tribulaciones, -y no sé si ello es contrario o no a los usos y costumbres no escritas de las hormiguitas blogueras del mundo mundial, venga las pobres a acarrear materiales de desecho, y si por tanto me perjudicará o agrandará aún más la fama que, aunque a ras de suelo sea en volandas ya me lleva por todo el orbe- que, si la inspiración me alcanza un poco más, he de poner mañana aquí un relato –o algo así- que hará retemblar hasta las mismas pirámides egipcias y más allá, es decir, que removerá incluso a las autoridades, extraterrestres por supuesto, que las construyeron. Y en los madriles es que llueve ya de la emoción. Un abraso.  

viernes, 18 de febrero de 2011

Chaves, ERES tú

    

    
      Estaba ya él en la foto legendaria de la tortilla. Y vaya tortillota tan CORRUTA que ha ido cocinándose el Señor de los Eres desde entonces. La Historia de Andalucía desde hace más de treinta años acumula capas de corrupciones una tras otra como sucesivas manos de pintura que sólo tiznaran de mugre la anterior para que ésta se olvide. Progresivos palimpsestos de la mangancia interminable, faraónicos trinques que desbordan la capacidad de la humana memoria, un Régimen venal y bananero hasta las trancas que abomina de las comisiones de investigación del órgano de la soberanía popular.
     
     La Enmana de Aido, titulada en Turismo, –dice la prensa- también le ha rebañado una miajita al perolo putrefacto: nada menos que de estratega para el empleo la han colocado en una fundación con generoso patrocinio –el ordenata me pone de oficio latrocinio, y lo corrijo, qué virus facha también a él le habrá tomado - de la Junta griñana. Solchaga y su socio socialista buena tajada sacaron también al parecer de la millonaria subvención que la Junta chaviana le dio a la multinacional en que trabajaba la truebiana niña de sus ojos, su hija. Insólitamente, después de modificar ad hoc toda la legislación habida y por haber, la empresa multinacional recibió ¡más de lo que había solicitado! Olé y olé. Se lo reprocharon en el Parlamento andaluz y para la Historia quedó la respuesta antológica del diputado chaviano de turno: en la naturaleza de las cosas está que un padre mire por el futuro de su hija. Qué Séneca, el tío.
    
     Roldán se levantó hasta la hucha de los huerfanitos de la Guardia Civil. Al menos tuvo que largarse, hasta que el capitán Kahn en Laos le pilló. Descúbrese ahora –me ahorro explicar el tétrico panorama del desempleo y del Pensionazo perpetrado por el zetapeísmo, que para más inri elevó a los altares del gobierno central al Sultán de las tortillas- el escandalazo de los Eres: el dinero de los parados –más de cien mil millones de calas que se sepan- malversado en fabricarse numerosísimas jubilaciones anticipadas para los numerarios cesantes de la satrapía. Qué perfiles siniestros no revestirá el asunto que de “fondo de reptiles” –terminología propia del franquismo donde las haya-  catalogaba la cosa uno de sus mentores ahora descubierto, después de la tenaz labor de una juez cuyo nombre ni sabemos y a la que el fiscal ¡quiso apartar!  Reptiles, sí: saurios, serpientes, ofidios, quelonios, mandriles, cucudrulos, esa piel tan dura, esas mandíbulas soberbias y prestas a engullirse los dineros del común.
    
     No tengo la más mínima duda: esta malversación de los fondos del dinero de los parados, en medio de la chufa que está cayendo, la lleva a cabo el PP, y sus sedes andaluzas habrían sido ya asaltadas y saqueadas, y hasta el último de sus miembros ni la calle se atrevería a pisar, sin contar los que hubieran sido esposados y arrastrados por la policía a presidio bajo las cámaras y los insultos de la muchedumbre. ¿No ha sido acaso a un consejero popular murciano al único que, con la excusa de unos recortes, le han llovido sobre la cara una gabilondas hostias como soles, de cuyos autores nunca más, contra las promesas rubalcabianas, volvió a saberse? Sí, la realidad, ese fétido fondo de reptiles, se vuelve a veces literalmente insoportable. Chaves,  eres tuuuú… así, eres tú.
   
   

jueves, 17 de febrero de 2011

Pompa y circunstancia de los Goya

    
     Dicen los Académicos nuestros del celuloide aborrecer hasta la náusea truebiana los modos y maneras yanquis, mas luego les fusilan sin recato un remake de rebajas a los Oscar a cuenta de los Goya. Este año por demás el Evento celebrábase en el Teatro Real, a la vera misma de la solemne fachada del Palacio Real, y la catarata de connotaciones versallescas chisporroteaban por sí solas. Eran de verse y no creerse el boato y el esplendor elistista y marquesón del Establishment peliculero. Qué derroche de ricachones, qué inmunda cosificación en mujeres tan avanzadas.
     
     Llegaban uno tras otro los espléndidos carruajes con sus chóferes, brillaban las sedas lujosas de los fruncidos modelitos, lucían los traseros engualdrapados las actrices punteras delante de la canallesca bajo el fanal resplandeciente. Ah, qué torrenteras de luz cegadora desde magníficas arañas, qué dorado mundo de premios y privilegio, qué aristocracia del dulce vivir sobre la roja moqueta. Reciben estos bellos seres –cuántos trasuntos por allí de bellas María Antonietas, de Vizcondes de la Ceja, de Obispones laicos de las indulgencias, de Trujimanes emperifollados por venidos a más, de Principales mandamases del zetapeísmo- más subvención a cargo de todos que los ingresos que por sí generan, exentos, pues, de pechar los más como el común. Con qué bonachona naturalidad encajan ellos esos códigos dominantes en la élite, ellos, que son tan… pero que tan transgresores como solidarios. No faltó tampoco este año lo más plus, el perrito, con modelo de Versace atalajado. Ese cánido enjoyado, posando altivo al lado de su actriz ama, bien pudiera ser el emblema de la cosa.
    
     ¿El contexto del festín? Millones de parados, ruina general y crisis de subsistencias, magras cosechas y desesperanza por doquier. Un gobierno que se pirra por prohibir, por incrementarle los diezmos hasta al propio Viento, si tal fuera posible. Y por un momento, según iban acudiendo, escoltados por solícitos edecanes, los figurones nominados al éxito, la estampa del banquete versallesco iba adquiriendo visajes revolucionarios, esos que tanto dicen gustarle a la Izquierdorra truebiana. Una tropa anónima y menestral, de hormiguitas globeras y blogueras, simple morralla internáutica, populacho del hoy, sans-culottes del fracaso, encapuchados del ostracismo, abroncábanle la fama y las sinecuras a los elegidos por la diosa Fortuna. Portaban extrañas caretas que a todos les igualaban en misterio y afán de revancha. Como si aquella turba rebelde reclamara también un papel en la función. Motín contra el festín.
   
     Pedíanle la dimisión a la Ministra, que a la vez guionista de “Mentiras y gordas” habíase acumulado con la misma –con esa patochada- un muy bonito capital. Clamaban tal vez también por la densa oscuridad de telarañas que sobre ellos se abate.  Soportando lluvia y frío, sobre la intemperie del asfalto nocturno –faltaba Sabina, qué pena, con todo lo que nos había jurado él que iba ahora a pisar  la calle- silbaban, chiflaban, increpaban, agitaban pasquines y murales escolares con sus quejas, desahogaban un poco la propia rabia secular. Veinticinco años ya venga a darse Goyas –más el caché que el Premio añade- los mismos a los mismos. Por un momento se temió que toda aquella gallofa internáutica tomara al asalto aquellos reales salones. Pero, a Dios gracias, las fuerzas del Orden protegieron y blindaron el normal discurrir de aquella interminable concesión de honores entre la flor y nata de la sociedad. No hubo que lamentar , por fortuna, desmán alguno, como en Egipto,  donde ha sabídose ahora que una rubia corresponsal yanqui de la CBS fue con brutalidad agredida sexualmente durante la celebración de la caida de Mubarak.
     
     Fuera, en la calle, el Pueblo –que hubieran dicho ellos- bramaba su cólera. Dentro, claro, nada de aquella bronca se oía: eran todo cumplidos y plácemes, bromitas festivas, sonrisas sin lágrimas, batallitas tártaras de una posguerra de hace mil años, con malos malísimos y buenos tanto como los allí presentes. El bufón de la barretina hizo incluso su número ganso habitual. En primera fila, el primer gran Actor, flanqueado por su señora Madre, que nombre a una calle en Sevilla ya da, bendecía el sarao con ese medio afeitao que tan bien le queda. Sólo el mismo Goya en piedra conservaba allí dentro el ceño fruncido.

     (Post-post: en este año del 2011, a diferencia del pasado, -dime, lector mío, si le has leido esto a alguien que no sea tu escribidor favorito- los ganadores, que yo sepa, no se han precipitado al mismo día siguiente a brindar en ofrenda y con significativa foto de familia incluida el Premio al Señor de la Moncloa, esa luz que –al parecer de hoy- agoniza)

miércoles, 16 de febrero de 2011

Goya un día les morderá

    
    
     La peli que arrasó en los Goya, para variar, trata… sobre la posguerra. El Planeta 2010 trata… sobre la posguerra. El Nadal 2011 trata… sobre la posguerra. Ni Alfredo Landa con las suecas tenía tan mórbida fijación. La guerra civil, su amarga secuela, tropecientos años después, sigue siendo el Relato fundacional amañado en torno al que el mester de progresía patrio aquilata su status de privilegio en la industria cultural. Podrían hacerle ascos al manchado pastizal del orondo vástago del señor de la División Azul, pero va a ser que no. Resulta harto llamativo que bajo el aznarismo, cuando las tasas de empleo batían records, los académicos de la Ceja ensalzaban iracundo el drama del paro en Los Lunes al sol, con Bardem de aguerrido destrozafarolas, preso de una rabia incontenida. Ahora, cuando el desempleo y los hogares con todos sus miembros en paro alcanzan cifras desconocidas, cuando la angustia que respiran millones de personas es pavorosa, los cineastas encumbrados retornan a su Brideshead particular, al maná de su Eldorado, a la eterna posguerra. Un tierno Bardem, recién egresado del Imperio, dedica el Premio a su esposa y a su niño recién nacido… en USA. Bardemcito que vienes al mundo, bien te guarde Nueva York, que los cuentos tártaros de la posguerra, ya verás, han de alegrarte el corazón. Esto nos pasa, claro, con un gobierno esgae.
    
      

martes, 15 de febrero de 2011

Trueba y el mundo según Trueba


    
     Después del aldabonazo filosófico que Trueba asestó el otro día en El Mundo será difícil que la Historia de la Filosofía Política, el progresivo decantado de la reflexión y del conocimiento sobre las diversas teorías de gobierno desde Pericles para acá, vuelvan a ser las mismas. No es de extrañar que los colegas de la Academia hayan decidido deprisa deprisa laurearle con un nuevo Goya, que debe tener el Señor la casa poblada de Goyas, como Hearst la tenía de vírgenes románicas.
     “Todas las dictaduras para mí son de derechas. Nadie que diga que es de izquierdas o revolucionario tiene a la gente sojuzgada. Eso es reaccionario. Lo revolucionario es considerar a los seres humanos libres y capaces de dirigir sus vidas”. Debería haber tal vez añadido, ¿vale?, a la usanza belenestebanesca, tan admirada por nuestra ministra de Cultura, y cerrar con tan magnífico bordón para siempre siglos de especulación de las más esclarecidas mentes acerca de la naturaleza y alcance del Poder.    
    
     Twitteaba el otro día Vigalondo que el Holocausto fue un montaje. También lo de Trueba parece cosa de twitteo, en el sentido de chusca infantilada, de esos arreglitos verbales que los niños mimados apañan cuando quieren llevar razón a toda costa y por encima de la realidad. Igual que un Dios airado pone Trueba el nombre a las cosas según a él se le antoja: dictadura y opresión igual a DERECHA; democracia y libertad, igual a IZQUIERDA. Es esa querencia totalitaria a lo Gran Hermano orwelliano que late siempre en la Izquierdorra: yo titulo la realidad según me conviene. ¿Vale?
     Ministro Gabilondo, vaya tomando nota de la soberbia lección de Trueba, ese nuevo Platón, para el temario de la Educación para la Ciudadanía. (Cuando el suyo fratello le repartía hostias en la infancia, aquel Pan negro, era gabilondo de derechas, vamos, que no era Gabilondo, era la Bestia).  Y punto. Lo que no nos gusta se lo endiñamos al adversario y se acabó. A salvo siempre, claro, y es lo decisivo, la bondad incuestionable de la propia conciencia y la superioridad moral indiscutible de nuestra tribu. Podía por las mismas decir que todos los violadores son de Derechas.
    
      Decíamos, al glosarle a Vigalondo, cuánto ha degenerado el nivel argumentativo e intelectual de los santones progres de la cultura y la prosperidad. También dáse en Trueba esa fruición regresiva por el vulgarote exabrupto: “el cine español es un montón de mierda”, decía hace poco Trueba, como todo un Gil y Gil; el acceso que hay en Cuba a la educación parécele al revolucionario señor… “cojonudo”. Así se habla, sí señor, como mandan los cánones triunfantes del Reinado de la Mugre: el sábado por la noche, el formidable comunicador de La Noria, para justificar que en un twitteo, al sentirse aludido como telebasura, le mentara “tu puta madre, guapa” a quien se lo reprochara, se disculpó con un “la cagué”, que a nadie ya incomoda, pues esa coprofilia infantiloide tan en boga gran Progreso sin dudarlo nos dictan ellos que es.  Decíamos entonces, para ilustrar el retroceso bárbaro de la cultura a manos precisamente de los que dicen de sí adorarla, cuánto va de Adorno a Vigalondo; ahora todo lo que separa a Sartre de Trueba.
     Obsérvese de paso la santa bula que el ser alto cofrade de la Ceja Nostra otorga: si Trueba, ese Kant redivivo, describe al hispano cine en su mayoría cual soberbia pila excrementicia –que recibe más subvenciones que ingresos recauda- ningún sambenito habrá de arrostrar. Al contrario, un nuevo Goya de inmediato le cae, por más que acapare ya él Goyas a montón. Dígalo usted y verá cómo de enemigo del mismo género humano muy pronto le invisten. Ahh, qué risible teniente de la Nomenklatura   soviética haría Billy Wilder con el oscarizado señor Trueba.
    
     Aseguraba hace poco Trueba que, en vista de que la ley Sinde no le protege, andaba “contemplando muy seriamente la posibilidad de hacerme objetor fiscal”, visionaria meditación donde las haya, y que muy revolucionaria ha de ser, pues a los dos días aseguró la ministra Sinde que ella “respetaría” la truebiana insumisión. Vale. ¿No podrían ya ir preparándole otro Goya más a Fernando Trueba?