El día de la caída de Mubarak, cuando en las televisiones del mundo entero la plaza del Tahrir en El Cairo reverberaba como un hervidero de muchedumbres alborozadas por el derrocamiento del dictador, me ganó a mí por contra de golpe un hondo pesar. Provenía mi abatimiento de un recuerdo que creía yo sepultado en algún remotísimo estrato de mi memoria y que al calor de las pasiones egipcias de esos días fue paso a paso aflorando hasta brotar justo entonces sobre el cielo abierto de mi confundido entendimiento. Me acordé entonces de aquel taxista. Me precipité sobre las pantallas y preso de extraña agitación zapeé de cadena en cadena a ver si entre aquellas turbamultas en éxtasis podía por azar descubrirle. Y cómo podía yo haberle descubierto –me dije al poco, increpándome de rematado bobo- si nada de cómo era su rostro recordaba. Sí de su traza, la de un barrigudo cincuentón, de esos de camisa por fuera y cintura del pantalón desbordada, de piel cetrina, claro, y acaso con un bigote hormiguero sobre la boca. De su taxi metalizado en gris pero con asientos de skay negro, creo. Pero… ¿y eso qué? Además, ¿cuántos años habían pasado de aquello? ¿Veinticinco? Me acordé luego de mi amiga. Lo típico: ¿qué habrá sido de ella? ¿cómo le habrá ido a aquella atolondrada jovencita estudiante de Sociología que todo lo miraba entonces con ojos de incalculable asombro? Como que estábamos en Egipto, so cenutrio, hube de convenir al punto.
¿Y por qué sentía yo entonces toda esa amargura retrospectiva, como un cenizo de mal agüero justo en medio de la orgiástica liberación de todo un pueblo? Me veía en esos momentos, y me llenaba de rabia a la vez, como si físicamente a duras penas avanzara yo por la misma hirviente plaza del Tahrir, pero en dirección contraria a la nación egipcia en pleno. Era perfectamente ridículo sentir eso, como si importara algo una lejanísima cuita de una hormiguita algo neurótica y estúpidamente pequeñoburguesa en medio de aquella multitud entusiasmada, formidable marabunta en pie de victoria que festejaba la caída de un dictador eterno. Bueno, si fuera uno un escritorazo importante se prohibiría a sí mismo ese sentimiento aguafiestas y, henchido de amor a la Humanidad, le cantaría al júbilo de aquellas masas enardecidas e imparables. Algún lujo intangible tenía que reportarme el poseer tan sólo un triste blog, que es mi blog mi tesoro, que es mi blog mi libertad, y lo que sigue y ya tú sabes, pirata lector mío de verdad.
Y el caso es que ni siquiera mi amiga me gustaba. ¿O era que sí, y que yo entonces a mí mismo me lo negaba? Creo que no; uno era enamoradizo, desde luego, pero no de esos que se encandilan de todo lo que con faldas y a lo loco se mueve. Yo la encontraba, con perdón, una tía antojadiza y algo bobona. Entendámonos: mucho más tonto era yo, y lo digo sin asomo de ironía alguna. Créeme: nunca he sabido hacer algo bien. Ella tenía los ojos verdes y la textura de la piel sobre sus hombros, en sus brazos y piernas, era como de caramelo vivo. Decía que estudiaba Sociología porque había sentido ella una tarde… la llamada de la sociedad. Esta tía está zumbada, creo que acerté a pensar entonces. Le voilá la monjita de hoy en día, hubiera pensado ahora, que soy mucho más tonto y sigo sin saber hacer las cosas.
El asunto es que el Paso del Ecuador universitario nos había llevado hasta el mismo Egipto. No, no pienso relatar aquí ni el proceloso Nilo, ni las Pirámides, ni el Valle de los Reyes, ni Karnak-Luxor, ni nada que se le parezca. En parte porque eso se lo dejo a los escritorazos de antes y en parte también porque el amargo sucedido con el taxista egipcio que ahora buscaba yo hasta por las parabólicas más internacionales aniquiló en mi mente el rastro de todas aquellas, I suppose, maravillas de la Humanidad. Así de caprichoso tirano es el misterioso humor con que el cerebro imprime y borra en el recuerdo lo que se nos queda o no de cuanto nos acontece. ¡Joder, es bien triste haber estado delante de las increíbles delicatessen de Keops, Kefrén y el otro, y no retener ni una sola brizna de ello!
Pero, en cambio, sí que volvieron a irrumpir, y como estallido de oro negro resquebrajando con dolor la superficie de mi mente, con las imágenes del fiestorro democrático en la noche de la Plaza del Tahrir –pronúncialo para mejor ambientarte de exotismo y voluptuosidad, lector mío, con énfasis de enviado especial a la celebración revolucionaria, cierra los ojos, dí conmigo… Plaza del Tahirir, prolongado y suave, como hablan las cairotas eufóricas, ese sirimiri de “ires”, la hache un poco aspirada, esa lluvia musical de laúdes, plaza del tahirir, ecos del guadalquivir- las de aquella otra noche aciaga en que, con tiempo libre en el hotel, de súbito me propuso mi amiga aspirante a socióloga y de piel de melocotón en almíbar coger un taxi y ver desde algún sitio muy elevado el entero esplendor luminiscente de la megápolis cairota, cuya secreta llamada nocturna al parecer ahora mismo la acechaba. ¿Qué hubieras hecho tú ante una proposición así? Vale, va, venga, va, a ver qué tripa se le ha roto ahora a esta tía, a ver si este paso del Ecuador es también paso del Rubicón para el triunfante Julio César que era yo ya entonces, a ver si el rito hacía de mí por fin un hombrecito, a ver si vini, vidi y vinci y tal en El Cairo. A ver si. Ya, ya.
Tomamos, por elemental seguridad, un taxi de los que se ponen a la puerta misma del hotel de turistas en que estábamos. Mi amiga socióloga en ciernes llevaba una recatada falda verde oliva –al verla, falda al fin y al cabo, no pude evitar para mí el ¡bieen! algo atávico de estos casos- que le cubría tres cuartas partes de sus piernas. No quería ella que le pasara lo que había comentado otra chica del grupo, a la que se le ocurrió salir del hotel, pues para eso iba con su chico, vestida con una falda corta, y que sólo después de caminar ambos unos cien metros por el centro de la ciudad debieron tomar el taxi de vuelta, tan indescriptiblemente salaces y pegajosas sentía ella sobre las mismas carnes suyas aquellas miradas egipcias.
Mi amiga era mucho más desenvuelta en todo que yo, que iba, puedes imaginarme, medio atontolinado por la perspectiva tan explosivamente prometedora que ante mí se abría. Así que ella, por señas, con un mapa y con su inglés de academia nocturna, le dijo al taxista lo que queríamos. Yo entonces ni me pispé, claro, pero por fuerza al sentarnos detrás, debió dejar mi amiga la protuberancia estilizada de sus rodillas al alcance del retrovisor del taxista. Claro, ella quedaba en diagonal tras él. Si hubiera sido yo, bobo de mí, el gran Julio César, ahí mismo habría desbaratado esa linea de fuga. Mejor tú aquí, guapita. Creo que mi amiga tampoco debió notar entonces nada, abducida en verdad ella por el sortilegio con que la oscuridad misteriosa de El Cairo, penetrada de ecos suspendidos en el aire desde muchos siglos ha, a ella con vehemencia agitaba. Miraba por las ventanillas como si camináramos ya dentro de una enorme mastaba y fueran sus ojos la única linterna.
Era curioso, porque el taxista egipcio, quizás deseoso de asombrarnos, quizás abducido él por algo mucho más terrenal, aceleraba y aceleraba su coche hacia nuestro destino. Joder, a mí me daba un poco de canguis, pero cómo iba Julio César, a medias sólo de cruzar el río decisivo ese, a confesar que le temblaban sobre las babuchas las canillas. Adelantábamos incluso por la carretera a los coches potrosos de la policía que con ululantes sirenas azules acudían a apagar vete a saber qué incendio cairota. El taxista les pitaba mucho y con fuerza, pidiéndoles así la venia, y los sicarios de Mubarak le devolvían los pitiditos, sacudían la cabeza riéndose, y se apartaban. Bueno, eso le tranquilizó un poco al bobainas pequeñoburgués que ya entonces yo era. Además, tenía a dos palmos la promesa aterciopelada de la piel de mi amiga, la guinda del paso del Ecuador. Qué listo yo era.
Sí, emprendimos las afueras ignotas y tenebrosas de El Cairo a una velocidad endiablada. El taxista metió su auto entre derrapajes de rallye por entre polvorientos andurriales. Las barrancas se adivinaban a los lados, iluminadas fugazmente por los faros. Escalábamos hacia algún nido de águilas, desde luego. El motor del taxi se revolucionaba más y más, al compás acaso del instinto de su conductor y de mis pobres nervios. Mi amiga iba encantada, la tía. Creo que con los vaivenes del taxi nuestros codos se rozaban. Qué ilu. No le dí entonces importancia, pero en una de aquellas revueltas del camino encontré en el retrovisor la mirada comisaria del taxista sobre nosotros. Joder, pienso ahora, parecíamos un episodio del Scooby-Dú.
Por fin dejamos de ascender y arribamos hacia lo que los faros pintaban como una discreta explanada. Aminoramos la velocidad hasta detenernos. Fue como si el taxi y yo suspiráramos a la vez. No se veía nada más allá de nuestras narices. Entonces el taxista descendió del auto y con zalamería de chambelán mayor del Faraón, ofreciéndole además la mano, le abrió la puerta… a Nefertiti, naturalmente. Tenía el tío una hilera de dientes perfectos, excepto uno de los incisivos, cariado y mugriento. “Thankyou”, musitó algo confusa mi amiga, poniendo el pie en tierra. Me arrastré por los asientos para salir por su mismo lado, aunque a mí no me hizo ceremonia. “Cam-on, cam-on”, dijo el taxista, señalándonos al frente. ¿Hacia dónde, si no veíamos un carajo?
Pero el taxista regresó entonces a su puerta y puso las luces largas del coche. Iluminaban hasta lo que parecía el borde de un precipicio del que manaba un difuso resplandor. Ya está, pensé, ahora este chambelán me tira por ahí y se queda aquí con mi Nefertiti a placer y para él solito. Y algo parecido debió en un rapto pasar por la mente de mi amiga socióloga in extremis, porque de forma instintiva me tomó de la mano. Su mano y la mía, juntas. Eso lo cambió de nuevo todo. Me estiré un poco allí. Tenía ahora otro motivo Julio Cesar para el tembleque, pero era éste de gozo sumo, que hasta daba por buenos todos los terrores previos. Nada malo nos iba a pasar. Nos había llevado ese taxista hasta un mirador natural y punto. “Hombre, joder, si le saludaban y todo los polizontes de Mubarak, no viste”, me dije mientras avanzábamos hacia aquel despeñadero iluminado desde abajo. Me giré para sonreírle, como se le sonríe a un sirviente, y para rozar también de paso con el antebrazo el cuerpo de mi amiga, pero el taxista ignoró mi mueca agradecida.
Y entonces, como si delante de nosotros hubiérase volcado en un cuarto oscuro de golpe un enormísimo cofre con todas las joyas relucientes con que embalsamaron a Nefertiti, la descomunal luciérnaga de la noche cairota compareció ante nuestros ojos. El Cairo era desde allí un lampadario gigantesco y fosforescente, un acantilado inabarcable abarrotado de corales luminiscentes que se perdían a la vista para unirse a las miles de estrellas que atestaban también el firmamento sobre nuestras cabezas. “¡Oh, Dios mío, esto es…es… precioso!”, exclamó mi amiga, atravesada de un arrobamiento cósmico colosal, tan grande que soltó mi mano. Nunca más volvería ya a tomarla. Nunca más. Había desaparecido en ella el más mínimo asomo de temor y parecía, con los brazos desnudos muy abiertos al aire, que removía allí arriba el vuelo de su recatada falda verde oliva, a punto de fundirse con aquella inmensidad fulgurante. El taxista egipcio, detrás de nosotros, fumaba en silencio. Como si estuviera estudiándonos.
“¡Thankyou, thankyou for bring me here!”, le dijo luego mi amiga, mirándole reconocida. Sacó él entonces una cartera y nos enseñó las fotos de sus cinco hijos. Por señas nos explicó las catorce horas diarias que debía él conducir su taxi para llevar la estricta comida a su casa. Sí, mi amiga iba cargándose ahora de humana compasión hacia nuestro taxista: por nuestra culpa estaba trabajando a aquellas horas, separado de los suyos sólo para satisfacer el bobo cosmopolitismo de postal de dos cachorros occidentales, vástagos de ese Primer Mundo que tanto explotaba al Tercero. Dudé incluso de si mi amiga no iba a ponerse a llorar allí. “Tenemos que darle una buena propina a este hombre, joder”. Eso le dijo Nefertiti a un Julio César ya en los idus de marzo, que se había quedado más perdido en medio del río que Teseo en el laberinto aquel. De vuelta al coche, mi amiga caminó en paralelo al taxista, cerca de él. Julio César, tras ellos, era ya sólo una sombra acuchillada en la noche.
Volvimos en total silencio. Sólo el ruido ansioso del motor. Yo estaba seguro de que durante todo el trayecto el taxista no dejaba un instante de buscar la diagonal del retrovisor que le ofreciera las gloriosas rodillas de mi amiga, que hasta me pareció, desangrándome como iba, que a pesar de que seguía ella mirándolo todo como una lechuza obnubilada a través de su ventanilla, más a la vista se las ponía. Sí, yo no me había fijado mucho antes, pero era indudable: blancas, suaves, torneadas, firmes y a la vez tiernas, muy tentadoras, con la dimensión ideal para colmar una mano acariciadora, esas rodillas eran primorosas. Paró el taxi a cien metros escasos del hotel. Se giró hacia nosotros el taxista cincuentón y barrigudo para recordarnos con las manos el precio en dólares convenido. Llevaba la camisa blanca –es un decir- por fuera y desabrochada de tres botones, tras la que se entreveía una camisetita de hombreras.
En ese momento, como en la más burda de las tretas, nos indicó que miráramos hacia atrás. A través de esa luneta llena de polvo se veía tan sólo el luminoso de neón de un tugurio cercano, con la forma de las tres pirámides parpadeando en rojo. Primero una, luego otra, al fin la tercera. Y vuelta a empezar. Y mientras mirábamos hacia donde él nos indicaba -con el rabillo del ojo y como si entrara yo entonces en estado de coma lo pude ver- en audaz y sigilosa maniobra vista y no vista –mira tú quién venía a ser de verdad allí el gran Julio César- procedió a sobetear de lo lindo y con avidez lujuriosa las desnudas rodillas de mi amiga socióloga con sus manos gordezuelas.
Aquello adquirió entonces los contornos propios de una trama no del todo real, la misma que adquieren los hechos al deslizarse hacia los confines de lo onírico: el tiempo parecía haberse estancado dentro del taxi egipcio, el neón enrojeciéndonos en verticales lineas sucesivas el semblante, vueltos los dos hacia aquellas pirámides rocambolescas, mis ojos que no miraban hacia donde tenía yo orientado el cuerpo, como en los propios bajorrelieves egipcios, mi amiga que sí que no apartaba los ojos de las pirámides, y el taxista aquel que, vuelto por entre los asientos delanteros hacia los nuestros, con delectación de perista, magreaba, toqueteaba, le manoseaba en silencio una y otra vez las magníficas y redonditas rodillas a mi amiga la socióloga.
Recuerdo que me interrogué con alevosía allí mismo entonces, transido de un existencialismo urgente y nada filosófico: qué se supone que debe hacer un hombrecito en esa situación, qué debería hacer yo en ese justo momento. Ella es mi amiga, no mi novia. En cualquier momento ella se volverá y le arreará un guantazo al barrigudo este y saldremos los dos del taxi con cajas destempladas. Se hará la ofendida en todo caso y le abroncará. Ella pedirá mi ayuda y tendré que pelearme con el egipcio. Dará ya mismo un grito espantada, yo que sé. Quizás el taxista estaba preso del mal de las pirámides, como Sinuhé, y enseguida se aclararía todo. Pero cuando se piensa tanto, claro, nada se hace, y ninguna de esas cábalas cobraba vida fuera de mi cabeza. Notaba, eso sí, que la cara me ardía, como si me asolaran de pronto unas fiebres tifoideas. Lo absolutamente asombroso es que allí cada cual seguía a lo suyo, y en posturas no muy cómodas la verdad, como un limbo eterno que no avanzara.
Menos mal que el neón se apagó y así las pirámides aquellas desaparecieron de nuestra vista –quizás es que el antro que anunciaban había llegado al fin de su jornada- porque de lo contrario allí hubiéramos permanecido hasta que el taxista egipcio hubiera desgastado las soberbias rodillas de mi amiga, o hubiera muerto él de lascivia en el trance, o yo de rabia. Mi amiga, no, ella era inmortal, ahora lo comprendo, sólo había sentido entonces la llamada universal de… de la justicia en las relaciones internacionales y eso había sido todo. A ella nada podía pasarle, pues nada malo puede jamás ocurrirle a las almas puras y más si tienen un par de muy estilizadas rodillas.
Ella buscó en el bolso y le tiró encima del asiento libre delantero los dólares convenidos. Nos bajamos. Se arregló un poco el pelo y se estiró la falda verde oliva. El taxi arrancó y pronto le engulleron las fauces de la noche cairota. Nos encaminamos cabizbajos y fúnebres hacia el hotel. Me armé entonces de valor al traspasar el hall y la miré con ojos exasperados, a partes iguales de cólera y de humillación. Chasqueó la lengua y me dijo: “Me daba tanta pena… Tío, eres más tonto”. Y Nefertiti desapareció luego tras la compuerta del ascensor.
El día de la caída de Mubarak todo eso volvió a mí en aluvión de jeroglífico remoto. Zapeé, ya te digo, entre todos aquellos rostros exultantes de la Plaza del Tharir cairota, a ver si. Era absurdo, hacia mil años de todo aquello, el taxista sería en todo caso un anciano irreconocible. Preferí resolver al cabo, tras la convulsa pesquisa de un hombre por cientos de pantallas, después de pensarlo bien, que seguro que sería de los de la cuerda de Mubarak, que se le parecería físicamente incluso y que, divina democracia, quizás le habría llegado también a él ahora su San Martín. Ya ves, qué estupidez.