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martes, 28 de junio de 2011

Padres, hijos, Kate Middleton, lady Di y por ahí (Relato)


      
     Tenía que ir yo mismo al centro el otro domingo a recoger al mío figlio, que se examinaba de inglés en uno de esos paraoficiales centros que su graciosa Majestad Británica tiene por todo el orbe repartidos. Bueno, no se le da al chico del todo mal, y en esta academia –por no tanto dinero- han conseguido que no aborrezca el idioma de Shakespeare y de los Sex Pistols. Le digo yo, en plan folletón decimonónico, “apenca, hijo mío, porque con el dominio del inglés… tendrás la llave del mundo en tu mano”. Me mira entonces mi hijo y se encoge de hombros. “Claro, como tú controlas tanto inglés”, me replica. Se sopla de lado el flequillo melenudo y me deja luego con la sentencia en la boca, sin decir diciéndome que le deje mucho en paz. Él quiere sobre todo aprender inglés… ¡para no sentirse del todo perdido en el Japón!, que es El Dorado que por el momento le tiene, a través de la figura interpuesta de una amiguita japonesófila con la que se habla por el Internet, algo nublada la voluntad. Quiere luego atreverse con el mismo idioma japonés, aunque comprende mi criatura que por el momento es tarea esta que excede a su capacidad, lo que no obsta para que a todas horas porfíe en los cuadernos escolares con misteriosos pictogramas en la lengua nipona, que acaso le ordene memorizar como inexcusable prueba de devoción la amiguita de los manga. ¿Qué sabemos en realidad de nuestros hijos? ¿Qué japoneses denuestos no dedicará a su padre en esos puntiagudos garabatos como recién afiladas dagas?
    
     Además de lo del inglés siempre ando yo encareciéndole a mi hijo que module sus andares, que son sus trancos por la calle, cómo decirlo, un poco deslavazados y desparramados, con algo de bamboleo gorilesco en los mismos. Ya comprenderán lo mucho que esta reconvención encabrona al mío figlio, que suele ojerizarme en estos casos con muy reconcentrada aversión. Le digo yo entonces, sin duda para mortificarle en un grado más, pero consciente a la vez de mi inexorable responsabilidad paterna, que claro, si domina ya lo básico del idioma inglés, si tiene las claves del Planeta a su alcance, es que es entonces… todo un gentlman por dentro ya casi, y que muchísimas ventajas más le esperarían, incluso en el mismísimo Imperio del Sol Naciente, si al british acento en la voz acompañara en el desenvolverse el legendario porte y la innata elegancia vertical de los hijos de la Gran Bretaña y del Corte Inglés, “pues de lo contrario, hijo mío, los japas pensarán que eres tú un impostor, y ellos, tan ceremoniales y rígidos de consuno, permanecerán impasibles en tu presencia, vamos, que no harán puto caso a las empresas que allá tú  lleves, Marco Polo mío”.   Ah, cómo le hierven de odio paterno entonces a mío figlio los suyos ojos. Le doy yo luego un cachete y cinco euros, queriendo así solucionar con gracia la afrenta, acaso cebando más la natural traca de animadversión que los hijos guardan siempre a esas adolescentes edades hacia sus padres. ¿Odiaba yo hace dos mil años al mío padre? Seguramente sí.
     Esa misma mañana se lo había yo una vez más recordado, “suerte, hijo… y camina recto, no lo olvides”. “Joooder”, me replicó él y se fue contrariado a su examen. También yo es que soy la polla records, I know. Y ahora estaba yo allí, cuatro horas later, sobre la cera de la academia junto al resto de padres, esperándole a la salida, con los dedos cruzados como un bobo y caminando medio histérico sobre esos cinco metros pacá-y-pallá, como en el patio de una cárcel, deseando que le hubiera salido bien la prueba, y que así la gracia de su graciosa Majestad, o de Kate Middleton en su defecto perfecto, desde algún rincón propicio de Buckingham Palace nos extendiera su first plácet. Y andaba yo así, con los dedos de ambas manos engarfiados, en tan poco flemática pose, cuando alguien tocó mi espalda. “Jose, tío,…no me jodas… pero qué haces tú aquí”.
    
     Por los clavos de lady Di, q.e.p.d., allí estaba ¡Edmundo! mi gran amigo de la Universidad, a quien no veía yo como poco desde hacía más de doce años. “Para un poco, tío, que parece que estás en la antesala del paritorio”, me reconvino él con amabilidad. Joder, qué alegría encontrarme allí a Edmundo. Mi gran amigo de la Facul. La de veces que a las tantas habíamos arreglado el mundo mano a mano sobre un Mini de rica cervecita, dorada como el oro puro de nuestra amistad, compartida por los antros de los bajos del madrileño Aurrerá. Hum, el aroma embriagador de aquellas noches de bohemia y de ilusión me acarició como brisa milagrosa levantada de la nada un instante el rostro.  Resulta que su niña, de la misma edad que mío figlio, exáminábase también de inglés. Ah, el sobadote kleenex del mundo volvía así por sorpresa a anudarnos a ambos en uno de sus infinitos gurruños. “Jose, cabrón, estás igual”, me dijo Ed, mirándome directo a los ojos desde su altura, como siempre hacía él. Y sin embargo, bien sabíamos los dos que no era así. Hace doce años mis hermosas greñas alteraban las fases de la Luna, que no quería Selene por nada perdérselas; ahora… mejor dejémoslo.
     Era él quien de forma asombrosa aparecía ajeno por completo a los estragos del Tiempo: espigado, bien parecido, con su rostro anguloso de galán de Hollywood, un Matt Damon de Moncloa Sur,  a la vez distinguido e imperturbable como un lord. Nos palmeamos fuerte a la altura de los hombros. Hablamos un rato: a los dos nos va… regular. Y cómo habría de irnos, si la vida es una eterna promesa que, por propia ley suya, acaba siempre en fracaso. Siempre hay una distancia irrellenable entre lo que, ingrávidos, soñamos un día y el irrestañable abofeteo de realidad que los años procuran. Al menos conservaba mi amigo, de momento, su legendaria apostura.
     
      En éstas salieron justo entonces en tropel los cachorros pequeñoburgueses que habían finalizado su pequeño juicio isabelino. Fue curioso, porque aquel grupito de treinta o cuarenta yogurines que acababan de examinarse, unidos por la argamasa de la experiencia reciente, -dos horas largas de oral y escrito examen-, se demoraban charloteando entre ellos a la puerta de la academia, sonriéndose mutuamente, componiendo sus primeros gestos adultos cara a la galería que éramos entonces sus padres,  como si se conocieran también ellos al menos desde hace una docena de años, apurando la aventura de sentirse mayores y autónomos ya, un grupo matriz en sí, y no las simples filiales de los viejorros que, al otro lado de la verja asistíamos algo atónitos, haciéndoles vagas señas de apremio, al alegre compadreo de nuestros retoños. “Míralos, y no tienen prisa, hay que ver”. 
     Qué paisaje costumbrista de un Turner urbano acabó por formarse allí: delante de la pretenciosa Academia de rosados muros recién pintados, sobre la gris acera salpicada de frondosos árboles entre los que los rayos del sol apenas podían entrometer su lanza, los unos a la sombra ya de su propia madurez, los otros refulgentes de juventud al pleno sol, los dos tan distintos grupos separados por una verja… y por mucho más. Me pareció como si entonces el Tiempo, el jodido meridiano de Greenwich percutiendo en el Big Ben, hubiérase detenido. Podría lady Di, q.e.p.d., habérsenos allí aparecido y servirnos a todos un inolvidable té, con el limón refrescante de aquella pícara sonrisa de ojos bajos.  
     “A que adivino de entre todos quién es tu niña”, me aventuré entonces a soltarle a Ed, deseoso de presumir ante mi amigo de mi enorme intuición escritora. Sobresalía del grupo una adolescente morena, muy alta y estilizada, de ojos almendrados y trazas de futura miss. Más, mucho más guapa que Kate Middleton. Giraban un poco todos sin darse cuenta alrededor de ella, como rindiéndole involuntario homenaje. Sonreía ella sin descomponer ni un instante un aplomo insólito para esa edad. “¿A qué es esa, eh, Ed, a que sí?”.  “Jose eres… mooi bueno, acertaste, capullo…” “¿A que te adivino yo ahora quién es tu hijo?”, me devolvió rápido él la estocada. “A ver, a ver, listillo”, le emplacé yo a Ed, anhelante de que mylord allí patinara y partiérase simbólicamente la crisma. Mio figlio me saca cabeza y media y gasta unas melenas sesentayocheras, de estrella del rock…japonés, así que me sentía yo ganador ya de la vaina. No se tomó Ed más de tres segundos: “el de la camiseta negra con letras japonesas, ése es”. 
     “No me jodas, Ed”, le respondí desolado, “…cómo pudiste calarle”. Pero más helado acabó por dejarme la aplastante explicación que vino después, “pero, tío, si es clavado a ti, si es que se mueve, gesticula, camina, anda igualito que tú”. “Ed, GRANDÍSIMO SON OF BITCH  POR SIEMPRE TÚ SEAS”, era todo lo que me repetía por dentro entonces, tras la radiante sonrisa de aprobación que regalaba yo a mi mejor amigo, allí felizmente reencontrado. Se deshizo al cabo el grupo de los yogurines en festín y caminaron nuestros hijos hacia donde estábamos. Observaba yo a mi hijo acercándose, sus andares arrítmicos y sin compás, un poco palurdos, reverberaban aún por entre las hojas de las acacias las notas del reciente “se mueve igual que tú” de mi amigo, y a mi hijo se le veía contento, acaso por ir al lado de una niña tan guapa y naturalmente elegante. Tuve ganas de salir corriendo a su encuentro y abrazarles, aunque es posible que la británica compostura que exhalaba el edificio fuera la que me disuadiera de hacerlo.
     
      Llegaron al fin los niños a la nuestra vera. Me sacaban a mí los tres más de medio metro. Debía parecer yo un pitufo entre gigantes. “¿Qué tal os ha ido, chavales?”, les inquirió con diplomática energía Ed. “Bien, era fácil”, dijo la niña, y  besó en el mentón a su papi. “Bien, bien, pero hasta julio no sabemos nada”, le contestó mi hijo. Nos estuvieron contando cosas del examen durante un buen rato. Se nos hacía ya tarde a todos. Nos despedimos de ellos intercambiando telefónos y prometiendo volver a vernos muy pronto.
      A solas ya con mío figlio noté yo que recobraba enseguida él su habitual adustez hacia mí. La revelación de Ed, que ahora se había posado en mi entendimiento, me había dejado también a mí hecho papilla. Pobre chaval mío, había estado yo dándole a base de bien la vara durante los últimos años y con acritud a costa de un pecado que era mío. ¿Cómo se disculpa un Padre ante su hijo sin hacer el ridículo? Caminábamos hacia el coche y existía como un metro de de insalvable distancia y de silencio entre nosotros. Sólo reducían en algo ese hueco los naturales penduleos de nuestros pasos toscos. Necesitaba pedir perdón a mi hijo. Bueno, me acordé de una escena maravillosa de “París-Texas” de Wim Wenders y, agobiado por la premura de restañar la herida abierta, decidí literalmente fusilarla. También había allí un padre deseoso de ganarse el perdón y la estima de su hijo.
     Igual que el protagonista en aquella peli, ante la sorpresa de mi hijo, crucé hacia la acera contraria y me situé justo enfrente de él. Seguíamos avanzando hacia nuestro coche aparcado. Por suerte apenas había viandantes a esas horas caniculosas. Igual que aquel prota,  adecenté cuanto pude mi indumentaria, estiré  mi osamenta y enderecé hasta el límite mi porte, como si me hubiera de golpe tragado una espada y  todo un señor caballero tory, más tieso que una vela,  con los pulgares en los bolsillos de mi inexistente chaleco, paseando su ceremonial imperturbable por la misma City yo ahora fuera. Me miraba él, desde el otro lado de la calle, con ojos alarmados. Igual que en la peli, llevando un paso más allá, hasta la farsa, la imagen acartonada del estilo victoriano y señorial, exageraba los ademanes tiesos, como uno de esos robóticos soldados del cambio de guardia del célebre palacio inglés. Quise, como en la peli, incluso caminar así de espaldas, saludar firme con el bombín que no tenía y que me viera mío figlio hacer todo serio yo el tonto, por ver si de esta manera conseguía una sonrisa suya. En vano, porque sólo de reojo seguía él mis grotescos estiramientos al otro lado de la calle, como si quisiera no del todo reconocerme.
     
      Notaba yo, mientras prolongaba in extremis el numerito, que mi repertorio estaba llegando a su fin, que no lograba nada, y qué es lo que iba a hacer luego yo. Por suerte –y esto ya no estaba en la película, en la que el padre conseguía con esta maña el aprecio de su hijo- di entonces una mala pisada que acabó con mis torpes miembros rodando por los suelos en, ésta si que sí, penosísima estampa. Ostias, mínimo un esguince, pensé retorciéndome sobre el asfalto. Un coche frenó, unas voces lejanas de alarma se levantaron, unos pájaros salieron en desbandada. Llegó entonces a donde yo yacía mi hijo, haciéndose cargo, con tranquilizadores gestos ante los transeúntes, de las riendas de la situación. Traía la cara congestionada por las risas. “Papá, qué guarrazo te has pegado, indeed you are very silly… ¿estás bien?”. 
     Bueno, no era un esguince, y podía yo caminar de sobra, pero dramaticé todavía un poco, sólo para agarrarme al brazo de mi hijo y que éste pasara el suyo por encima de mi hombro hasta alcanzar el coche. Y ya dentro del mismo, mío figlio, como si fuera  tras todo lo ocurrido ahora él mi padre, con ojos soñadores me dijo, “creo que voy a aprobar el first… oye, ¿sabes? andamos los dos un poco de puta pena, ¿eh?, eso tenemos que mejorarlo, por cierto… que…cuándo vamos a quedar otra vez con estos amigos tuyos, no veas, papá, qué inteligente es la niña”. “Ya, ya”, le contesté.  Suspiré y miré a través de mi ventanilla antes de arrancar. Sí, en ese momento el Sol, que ya no era naciente, estaba tapado por una alta torre y desde allí su imperio parecía menguar un poco. Me dolía un poco el tobillo hinchado. No sé bien por qué, pero golpeó de nuevo  mi mente en ese preciso instante de nuevo la imagen de Lady Di q.e.p.d., de su pícara sonrisa de ojos bajos.
    
         

jueves, 5 de mayo de 2011

Kate Middleton, el Viagra, yo mismo

     
     La otra mañana,  todo meditabundo y errabundo a pesar de dirigirme hacia el trabajo, venía yo arrastrándome más que caminando sobre las aceras, tal era la gravedad que alcanzaban mis mentales inquisiciones. Joder, ni que llevara el peso entero del mundo contra mis vencidas espaldas. Debía parecer el muá, a los ojos del resto de ufanos viandantes, uno de esos adustos caballeros, sobrecargados de los hombros y como teñidos de una enfermiza palidez sobre el oscuro jubón, de los que en su día inmortalizara Doménico Theotocópulos. Theo-to-cópulos Doménico, qué nombre tan bonito y tan sensual, casi sus sílabas reverberan ellas solas en los labios sin quererlo, tan a tono además con la mañana calurosa y jubilosa, impropia a todas luces de las calendas que llevamos, y que más aún debía contrastar la pesadez de mi estampa cabizbaja. Era ya a esas horas el sol un buen tunante allá arriba, que caldeaba los cuerpos con imprevistas caricias subiditas de tono. Los gorriones se perseguían frenéticos de rama en rama con fornicatorias intenciones. Todo lo calenturaba ese pedazo de sol, todo, menos mi  frígida silueta.
     Y es que en los últimos días me habían colocado en el blog dos bien extraños comentarios a una poessía d´amore que había puesto yo… en las vísperas de San Valentín, tilín, tilín. ¡Great post!, clamaba al principio zesovela. ¡Nice and helpful piece!, encomiábame los míos versos mesunazi. Carambola, me decía yo a mi vez,  entusiasmado también de inicio, hasta en la lengua de Shakespeare existen almas caritativas que de lo mío se apiadan. ¡Y tanto! Great, nice, helpful. Rebotaban por mi cabeza –y con qué sobredulzura de almíbar añadido- los elogios anglosajones como bolas premiadas en un remoto bingo. Con un par, José Antonio, –noté cómo mi ilusión crecía y crecía- así llama el Destino a la puerta del Hombre, las cosas del Intenné ansí son,  quién te dice que detrás de zesovela, detrás de mesunazi acaso, no anda la británica Editora que le haga al fin justicia a mi arte, que es punto y aparte. Quizás Mr Follet le haya dicho por lo bajini a alguien: lee, lee a este hijo de la Gran… Bretaña y verás lo que es bueno.
      Mas  a lo que sus comentarios remitían era a… – aún temblando pulsé esos enlaces-… a  una guapa médica, tan guapa al menos como ¡la mismísima Kate Middleton!, a la que muchísimo se le parecía,  -ahí está, en los comments de mi poesía, mírala y dime si miento- que se me apareció entonces sobre el ordenata como una hada medicinal. Tenía la doctora Middleton –sorry, lady Mi, pero así la bauticé yo al instante-, que sin pestañear me miraba con sólo una discreta sonrisa,  bata blanca y  fonendo al cuello. Tenía sobre todo un par de prometedores ojos y dos muy saludables pómulos, como de manzana reineta en sazón. Tan rebosante aspecto arrumbó por lo suelos al momento la cometa de mi fantasía, claro. Pues lo que en realidad, tras una breve y técnica disertación, venía a ofrecerme la lozana doctora Middleton  era… ¡viagra!, buena, bonita y barata viagra, azulada y lírica viagra, que al parecer de las zesovelas  debía yo encargarle pero que ya mismo.
    
     O sea, que había querido yo con mis versos perfilar y dilatar los temblorosos contornos más del enamoramiento que del puro deseo, y coincidían las zesovelas, tras penetrar en la clave última de los mismos, en recomendarme… la dichosa pastillita azul. De esta forma me leían como poeta ese par de foráneas. Pensarían las zesovelas: le hemos calao, a este pájaro lo hemos calao. Mucha palabrita pero es nuestra pastillita lo que en el fondo tú necesitas, puestos ya a sobetear el ripio, calculé que habrían ellas cavilado. Algo así como el inveterado “¿eres poeta? pues abróchate la bragueta”, adaptado a los modernos tiempos de la Mugre: ¿eres Poeta? pues cajita de Viagra a la Maleta. Leches, si al menos no me hubieran puesto por delante los turgentes great,  nice y  helpful de los prolegómenos, si tanto no me hubieran encelado con ellos, no habría sido tan dura la caída mía.
     Era algo perfectamente absurdo: de sobra sé que ese día, como todo en esta tarantiniana vida, llegará, pero a día de entonces, tilín, tilín, San Valentín, y odio alardear de nada, no se daba el caso aún de que necesitara mi lírica lira de químicas sustancias para, modestamente eso sí, elevarse y por si solita fulgurar. Tampoco pasaría nada muy grave si así fuera. Hay cosas peores. ¿Quieren creer que, como en las más idiotas profecías que se autocumplen, sucedieron a las recomendaciones zesovelas unos muy amargos días en los que, lleno de un pánico desconocido, me miraba, me escrutaba, me espiaba… y no del todo me encontraba?  Se me llenó el espíritu de dudas. Me decía, no si al final verás, tendré que escribirle a las zesovelas estas encareciéndoles su apoyo y… rogándoles que me receten un poco de lo suyo. Sólo por reencontrarme, quede claro.
    
      Y con ánimo tan apesadumbrado gravitándome sobre la chola, como de nubarrones atiborrándose de creciente negrura, arrastraba yo mis pasos camino del trabajo en la ardiente mañana que el madrileño abril casi a traición nos brindaba. Al atravesar un paso de cebra un conductor malencarado me pitó con rabia. Se ve que no me correspondía pasar entonces y tuvo que frenar, yo que sé. Encima aquel macarra me mostró al pasar muy rígido sólo el dedo corazón de su mano derecha. Qué menda. Alcancé, tratando de disimular cuanto pude el engorro, la otra orilla.
     Había allí, al pie del semáforo, una mujer morena, menudita y un poco rechoncha. Ya verás, me habrá visto esta tía los ridículos aspavientos que por culpa del claxonazo hube de proyectar, y aun se estará riendo de mí, me malicié. Pero no. Esbozó sin mirarme un amago de sonrisa compasiva. Me fijé entonces un poco más en ella. Llevaba una bolsa de mandarinas. No, no era tan atractiva como la lozana doctora Middleton a que me habían enviado las zesovelas viagrófilas. Era normalita, como tú y como yo, aunque todos los miembros de su cuerpo guardaban entre sí una adecuada proporción. Llevaba el pelo negro un poco largo. Tuvo además la indecible bondad mi samaritana particular de no hurgarme en la herida, es decir, de hacer como que nada de mi estrepitosa gesticulación reciente había ella visto.
     De alguna misteriosa forma captó también al vuelo que alguna íntima herida más aún  me mortificaba, pues con naturalidad dejó caer a mi lado, “uff, cómo calienta hoy el Greco”,  concediéndome un invisible permiso para contestarle algo y proseguir después cada uno su camino, poca cosa en apariencia, un cabo con que aferrarme al mundo de los vivos en realidad. Cómo calienta el Greco, juro que eso dijo. Doménico Theo-to-cópulos, traduje al instante yo. “Es verdad…es… verdad”,  le respondí un poco alelado, qué quieren. Se inclinó entonces ella a recoger la bolsa de mandarinas que había dejado un momento en el suelo y por entre los pliegues entreabiertos de su camisa azul mahón pude ver durante un instante electrizante el doble promontorio divino y agitado de sus senos, los indicios gloriosos de sus pechos yendo y viniendo, redonditos como dos mandarinotas exuberantes y vivas, que desde donde yo estaba se adivinaban golosas y muy bien colmadas.
     Debió ponérseme el rostro más rojo que la misma luz incandescente de la figurita del semáforo que a los peatones nos prohibía el paso. Debió darse ella cuenta. Me miró algo seria, se giró de espaldas contra mí… y vino entonces lo mejor.   
    
     Sí, porque mientras esperábamos el verde que aflojara el nudo que el semáforo había entre nosotros dos formado, soltó de nuevo la bolsa de la mandarinas y con aérea destreza empezó a recogerse la mata de pelo negro y liso por encima de la cabeza, anudándolo en varios intentos, amasándolo en dos o tres formas distintas de trenza, buscándose con la otra mano una diadema o una goma que no aparecían, sosteniéndose simplemente el pelo negro allá arriba acopiado entre sus manos, los brazos desnudos y flamantes en triángulo hacia esa altura, sus flancos expuestos y libres, sólo para aliviarse un poco el calor que la traía sin duda sofocada, hasta fijárselo al fin con arte, como una piña que hubiérase dispuesto ella sobre la cabeza.
     Parecía todo transcurrir al ritmo de una primorosa cámara lenta. Sin quererlo ella, dejó al descubierto para mí allí mismo el cielo de su cuello esbelto y terso, y la postrimería de su nuca, esa pelusilla preciosa de melocotón que las mujeres ahí poseen, a escasos centímetros míos esas hebras de cabello angelical en escarpado rizo sobre una piel tan exquisita. Le brillaban ya por el sudor, mínimas perlas en bucle sobre aquella nuca; algún júbilo remueve por dentro siempre el sudor, así  es que no pude por menos que, afinando mucho los labios, soplarle y soplarle para mejor refrescar ese cuello, para en algo refrigerar ese cuerpo acalorado, como si, más que boca y dientes, un fuelle de aire tibio inagotable para ella tuviera yo allí.  Con los ojos entornados movió ella, de forma quizás inconsciente,  hacia uno y otro lado la cabeza, dejándose llevar durante un instante en la caricia intáctil, sin preguntarse por tanto todavía por el origen de su dicha inesperada,  para que la brisa  de mi soplo le alcanzara bien todos los recovecos de la nuca ardiente.
     Se volvió al fin y me encaró. Puede que vaya a cruzarme la cara de un torniscón, pensé. Se sonrió en cambio, tan discreta, ahora sí, como la misma doctora Mí. Se agachó entonces, poniendo cuidado en estirarse bien la camisa para vedarme por completo la visión pecaminosa, y, eligiendo entre todas, me regaló una de las mandarinas de su bolsa. “Me encantan”, acerté a decirle.  Saltó la luz verde. Y se alejó en  dirección distinta a la que yo llevaba la mujer de las mandarinas. Aún veía yo su nuca cuando ella ya había desaparecido. Hum, me resbalaba el jugo de la mandarina barbilla abajo, pues la estaba comiendo con la fruición de un caníbal.  
    ¿Y lo Otro? Entonces no ocurrió; nunca me hubiera perdonado grosería tan indefendible en un momento tan sobrenatural. Pero unas horas más tarde,  sin causa alguna que lo provocara, por así decirlo… me reencontré. Tampoco era para tanto el tema, que es que soy más bobo que Abundio. Ah,  y muchas felicidades, doctora Mí.