Entregábanle a la gran Mujer del periodismo hispánico otro Premio. El Premio Limón, qué marrón, asignado a la Gran Hermana que, en inmejorable signo de los Tiempos de la Mugre, habíale tomado el relevo televisivo al mítico Gabilondo, dispuesto ahora él, tócanos Iñaki otra vez los gabilondos, nada menos que incluso a votar a Rajoy. Puede que Milá le palpe también en la próxima entrega de su grandioso programa a Rajoy los dídimos, que le escrute las bolas a don Mariano bajo los focos en prime time, tan metido que anda ahora el hombre entre interminables piernas rubias del Sálvame telecinquiano, que mucho deben turbar y dar votos, y hasta botes, cosas de ese jaez.
Bueno, nos ha dejado Mercedes Milá, la Condesa obsesa, con su morbosa escenita del sobeteo testicular al reportero, una entrega más para la posteridad del coleccionable “El discreto encanto de la Progresía” que ya prologábamos aquí el otro día, y que habría que ir encriptando y poniéndolo a salvo –porque la Historia, que cofrades suyos la escriben y la escribirán, nunca lo recogerá- para enseñanza y deleite, no se sabe si más ético que estético, de las generaciones venideras. Para salvaguarda de la verdad, también. Hablo de hacer otro “Libro de los Exiemplos Progres”, de similar afán, salvadas todas las cualitativas distancias, al clásico del conde Lucanor: “Et entendiendo que estos exiemplos eran muy buenos, fízolos escribir en este libro, et fizo estos viesos en que se pone la sentencia de los exiemplos”.
Vamos allá, hermano lector. Arrímase el gacetillero a la Condesa, ataviada para la ocasión con sencilla camiseta beige de virtuosa pionera del Oeste, collar de abalorios de madera que remite a la secular indumentaria progre y un par de aparatosos relojes blancos que remiten sólo a la tontería. Bueno, pronto se ve que, como mandan los más severos cánones clasistas, antes de nada la persona de rango superior pasa revista, inspecciona, fiscaliza de arriba abajo con la mirada al humillado don nadie que se le acerca: “… Pero eres mucho más guapo de lo que me habían dicho… a ver que te vea YO los dientes, la boca, la nariz, todo… date la vuelta… bien peinadito, bien cuidadito…”, le mueve, le pellizca varias veces la cabellera, como si un poco le despiojara, le da órdenes, claro, porque el Superior tiene siempre prerrogativa no escrita para, a pesar de ponerse en jarras a un palmo suyo y en bandeja exhibirle sus caedizas ubres siliconadas, sin poder por el gusano jamás ser ni siquiera rozado, mangonear ella sí a placer al pelanas que cabizbajo osa acercarse.
El pelanas, claro, le lleva una ofrenda a la Condesa. Sobre un plato blanco brilla una fresa rojísima, la fruta de la pasión allí, en ese escenario que pareciera ahora el mismo Edén progre. Sí, porque, campechana Condesa donde la haya, porque da así más juego y más jugo la Cosa, allí mismo se la lleva ella a la entrada de la boca, y la mordisquea. “Está mu fría, ¿quiés un poco?, farfulla y mastica ella a la vez. Y allá que le da a probar de su mano la roja fruta a la boquita del doncel, como en la escena bíblica del pecado original. Sí, menuda Eva, menudo Adán, menudo Paraíso basuriento. “Tá buena”, musita el gañán. “Tú si que estás bueno”, no le deja ni acabar la mandamasa, acortándole los terrenos, encarándole con deseo. Se le ponen a ella los pezones en puntas. Sonríe ruborizado él, y baja más la cabeza. Ah, si tal le hiciera Alfonso Ussia a Patricia Conde.
Empiezan a charlar luego entrambos de… ¡desvirgar! televisivos canales. “Sí, sí, yo soy agresiva, que quieres que te diga, no nos vamos a engañar…” (sincérase entonces la condesa Milá… ostras, ¿endilgará entonces ella también hostias a tutti-plén, como reconoció en célebre interviú fray Iñaki Gabilondo haber repartido en su infancia entre los suyos Enmanos?, que la infancia del ministro de Educación no ha de ser, a lo Machado, sino recuerdos de esas hostias ignacianas). Hállanse luego departiendo entrevistador y entrevistada sobre naranjitas y limones cuando de repente… sucede.
Al parecer ha rozado de forma inadvertida el pelanas con el brazo uno de los pechos de la Condesa. Sepárase entonces ella de él, espantada. Se toca la silicona profanada, le aparta con el brazo de su cercanía. Enarca ella las cejas. ¡Tabú! Claro, el patán ha infringido el tabú de ese tótem que es desde hace mil años en España la Milá. La ha rozado. Entonces ella, la Condesa obsesa, en clamorosa punición pública, extiende a distancia, para que bien se vea, la mano derecha ahuecada en forma de cuenco y así le palpa allí mismo sobre el pantalón al mozuelo todos los testículos. Detiénese con primor el cuenco de la mano milana en la bolsa escrotal del perillán, recreándose en la suerte, a medio camino su gesto entre el estruje y la caricia, como corresponde a toda una Condesa de la Ceja.
No hay duda, si se para la imagen –párala Pol, que gritaría Boris- claro se ve: nos hallamos ante mano sabia y diestra, exacta la extensión e inclinación, preciso el ajuste y la conexión, otra vez el yin y el yang, mano que acoge y mano que recoge, mano que sopesa y mano que apresa, mano diríase que doctorada en esos súbitos menesteres. Perito en lunas, decía de sí Miguel Hernández. Perita testicular, acaso debamos decirle nosotros a la Milá, a la vista de su maestría en el tocamiento del tema. Ah, si tal hubiese procedido el premier Iraní con Ana Pastor, la estupenda señora de los 59 segundos, lo que de él hubieran entonces publicado todas las feministas sin fronteras del maravilloso mundo zetapeico.
Mas, con el obsceno manoseo público de la Milá al pelanas de la prensa, la escena alcanza ya el paroxismo de la humillación de status por parte de una Intocable contra el mísero paria: la situación nos reenvía a pasados esclavistas y nos recuerda una de aquellas secuencias en las que aristócratas desalmadas comprobaban así, hurgándoles un poco el falo y las pelotas a los esclavos, la calidad del producto que a los negreros iban a comprar, para ser más tarde destinado a la plantación. Mi nombre es Kunta, Kunta Kinte, debiera haber proclamado ahí el ganapán, de haberse dado en él un mínimo reflejo de dignidad.
Y al cabo, la sentencia del exiemplo, como pedía el conde Lucanor, que la propia Señora bien clara deja. “Ya puedo decir que me he tocado con Mercedes Milá”, musita él, radiante. “Tú sin querer; yo queriendo”, le baja al punto los humos ella, apuntándole con el mentón, como corresponde al derecho de pernada de la altiva Señora con el paje. Le pide el pobre dos besos de despedida. “¡NO!”, se los niega ella destemplada, asqueada ahora de tanta familiaridad. “Me ha tocado el paquete y ahora no me quiere dar dos besos”, pregona entonces a punto de lloriquear pero lúcido el menda. Hay cortes en la escena. Ha debido comprender Ella que una Condesa progre no puede “acabar” el acto de tan señorial manera. Quedaría Ella mal ante el Pueblo.
“Sólo uno te voy a dar”. Y entonces, como dos perfectos tórtolos del mester que iguales en condición fueran, nos endiñan a nosotros su acostumbrado final estafador. Dánse el pico y se esfuman. Cada mochuelo a su olivo, claro: el perillán a currelar en la secta de la Sexta; la Condesa, a sus posesiones. Discúlpame, querido lector mío, pero ahora, visto ya el exiemplo entero, con ese final tan tramposo, soy yo el que acaba por tocarse los gabilondos. Bravo, Milá, con un par.
Para ver la tocata y fuga enterita de la Milá