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miércoles, 3 de noviembre de 2010

Paisaje después de la Victoria (2ª parte)

    
     Ah, pero la Victoria da alas, te lo dije al principio lector mío. Ahora sería incapaz de marcarme un solo paso, pero entonces, y sólo entonces, como si de golpe me hubieran sumergido entero en el Caldero Ideal en el que se cuece la Música, y su más íntima sustancia me hubiera traspasado allí el tuétano mismo de los huesos, me encontré poseído de un sentido del ritmo tan natural y vertiginoso que incluso me llevó a cerrar los ojos. Solo estábamos allí los rios esos de Babylonia y yo, como el Heráclito aquella otra vez, bañándome pletórico dentro de sus aguas. Nada más. Bailé, bailé y bailé, sí, porque estaba en estado de gracia, claro, y mis brazos y piernas y caderas, hasta los lomos, se me movían solos, animados por una cadencia extrañísima en mí que se fundía con la misma música, a la que sentía yo igual que a la misma sangre recorriéndome encabritada por las venas.
    
     Cuando quise darme cuenta y entorné un ojo, -creo que fue porque a Amparo se le había hecho añicos entre las manos un vaso tras el mostrador, por la sorpresa de verme desde allí tan inusualmente desatado- todo aquel ganado discotequero me había dejado para mí solo la pista entera. Habían hecho círculo alrededor mío, y hasta me pareció que me admiraban, y con la misma veneración en ellas –incluso sexual, por más que jamás lo reconozcan- con que las hembras paladean  los sensuales contoneos de alguno de los negratas que de vez en vez allí se lucen. Durante un momento hasta ese inaudito fervor hacia mi cuerpo en movimiento, hacia el mío lustre, increíble, increíble, me resbalaba. Me sentía completamente ajeno a mí, como abducido bajo las aguas en catarata de aquella música, y cerré de nuevo los ojos, quizás buscando a tientas prolongar más y más mi propia delicuescencia.
    
     Sólo me hicieron volver en mí dos afilados pinchazos que de golpe noté por la espalda, a la altura de los omoplatos. Abrí los ojos y… ¡madre del amor hermoso!… allí estaba Carola, la espectacular Carola, bailoteando ella como una leona en celo tras de mí. Joder, la miré, y me dí cuenta entonces que lo que ella me había clavado en la espalda era la terminación picuda de sus pechos, que estaba ella en muy superlativas puntas. Como yo la sonreí, Carola siguió bailando conmigo, - en un segundo, podrido de imaginería barata, soñé que éramos Travolta y la Thurman en Pulp Fiction-, rozándome ahora su esférica y suntuosa trasera contra las delantera partes de mi negro pantalón. ¡Caramba, ahora el que estaba en mayúsculas puntas era yo! , que creo que me entiendes, lector. La tropa circundante empezó a batir palmas en ese momento, como si quisieran quizás animarnos a emprender la cópula allí mismo, delante de ellos.
       
     Pero los ríos babilónicos también de golpe se secaron, quiero decir, que la canción terminó y el Pincha, que desde su cabina estaría también de miranda, quizás asimismo algo excitado, dejó todo en silencio. Nadie sabíamos muy bien qué había que hacer a continuación. Salvo Carola, que a medio metro mío, y taladrándome con sus ojos claros, empezó a remover frente a mí la telaraña rubia de su cabellera, agitándola de todas las maneras posibles, como bandera de oro quizás de una muy amorousa guerra. Era como si una  galerna que sólo ella alimentara nos empujase a los dos hacia un mismo rincón, que hasta la cara me rozaban sus puntas, las del pelo esta vez. Mas como a mí, cortado de golpe el haz de la corriente que me transfiguraba, me ganaba ya la sosería habitual mía y sólo mía, decidió Carola pasar sin remilgos a la acción:
     -Uff, no sabía yo que eras capaz de moverte así… ¿Me invitas en la barra a tomar algo, cielo?  
    
     Carraspeé. Volví a carraspear. Busqué luego, más allá de las filas de caras que no se perdían ripio de la movida, el rincón habitual de Conchi, el sitio del que nunca ella se mueve, excepto para marcharse, bamboleándose tras sus muletas. Me miraba muy seria, como con una tristeza que viniese desde una isla inencontrable. Baila por los dos, me había dicho ella. Carola, al ladito mío su torso rebosante, también me interrogaba, con un attaché de dramatismo finolis añadido en sus ojos, que eran de un azul algo falso, por demasiado perfecto. Joder, ni que el destino de Troya dependiera de mi decisión. Casi estaba más a gusto cuando era sólo una nada trasnochada, un fracasati.
    
      Sé de sobra que tendría entonces que haberme encaminado hacia el taburete de Conchi, que debería haberla abarcado allí mismo entre mis brazos, a ella y a sus muletas, y con ella en vilo salir así los dos juntitos del Antro, delante de toda la concurrencia. Pero no lo hice. No hice eso… porque yo no soy un Héroe: sólo soy el número ciento cuarenta (entre doscientos) en un infame ránking padelero de un suburbio madrileño. Tampoco invité a nada a Carola. Y no hice esto porque es que tampoco creo ser un villano. De sobra sabía yo también que no se nos había perdido nada juntos a los dos, que sólo buscaba ella vacilarme un poco y encelar más a su inacabable cohorte de pretendientes con el tío más resultón de esa extraña noche. Además, sin el agua lustral de esos ríos babilónicos alrededor mío… yo es que no era nada, es decir, era lo de siempre, y Carola… bueno, que había una legión de guaperas por allí con los que ella pegaba mucho mejor que conmigo.
    
     Creo, a juzgar por el estruendo proveniente desde la barra, que  Amparo, cuando me vió dejar correr el agua deliciosa que Carola sonriente me ofrecía en las manos y darme la vuelta hacia la puerta de salida, debió dejar caer una estantería de botellas entera. Y entonces, el waka-waka de Shakira que al Pincha por fin se le ocurrió para llenar el vacío clamoroso que allí se abría, disolvió de un plumazo la escena, la tropa empezó a componer los aprendidos aspavientos de rigor que la cancioncita demanda, y todo retornó en ese parpadeo a la estricta normalidad del Antro.
      Fuera, en la calle, la noche otoñal, arrebatada de estrellas por arriba, seguía soñándose veraniega, aunque un viento liviano que justo entonces se levantaba pugnó por despertarla a la realidad de las cosas. Me sentía raro, y como en las películas pretenciosas, aspiré a bocanadas ávidas el aire, como intentando descifrar en la nariz el pálpito poético que siempre el aroma de la noche contiene. Desde el armatoste metálico en que guarda las llaves de los coches, -que cuando él lo entreabre destellan los llaveros allí como alhajas de un mercachifle calorro contra el negro paño de la noche- el Intemerata me salió al encuentro. No podía saber él nada de cuanto había ocurrido dentro. Me exploró la cara durante otro segundo interminable, soltó el aire como si algo a él tambien le estremeciera y al cabo me dijo:
     -Pues mire, Señor, qué nochesita tan relinda que tenemos, y qué goloso está el viento, que dan ganas casi de comerlo, ándele, pues, y no se aflija más, que anduvo usted esta noche ahí dentro pero que bien rechulo, que aún le llamea el resplandor mismo del Sol sobre las espaldas, mi Señor.
     
     Y así consiguió el muy macho cabrío andino (o algo así) que yo me sonriera, y que al punto se curara mi aflicción, y que volviera a pensar en la increíble Victoria que hasta allí me había traído. Ahora, que han pasado ya unos días de todo esto, y que como dice el tópico han vuelto las aguas a discurrir por su habitual cauce, doy en pensar si no será acaso el unico y verdadero Aura existente en el mundo el que consigo cada día transporta el Intemerata.

    

      
         


 

10 comentarios:

Mercedes Pinto dijo...

Pues, a pesar de la magistral clase de redacción que me acabas de dar, no te lo perdono. Que dejaras a Conchi, sus muletas y sus ilusiones tiradas en la barra como un trapo más del camarero me parece una cobardía. Estuviste frente a un dilema que no supiste atajar y, por muy bien que bailaras, a lo Travolta, esa noche, no hay clemencia ni victoria, por mucho que aquel tipo te halagara los pasos en la pista.
Buen texto, el de un maestro.
Saludos y hasta la próxima.

César dijo...

No. He de reconocer,contrito, que sólo he acertado a medias. Que la rubia comería en su mano, estaba cantado. Que usted, como todos, dejase a Conchi disfrutando del cubata, era previsible. Pero confieso que mi falta de acierto radica en que nunca pensé que su momentáneo triunfo se debiera a su anterior VICTORIA en el padeliano juego, sino a que alguna parte metálica de su vistoso pantalón negro no hubiese cerrado bien.
Su manera de relatar me recuerda a mi Rosita, una inextricable (cómo me gusta esta palabra!) chiquilla de 13 años que Empar conoce.
¿Ciento cuarenta de doscientos??? Ningún problema, el desafío sigue en pie.

Javir dijo...

Los pantalones negros discotequeros y la caballerosidad son incompatibles. Pobre Conchi. Ahora entiendo que adelantara el crujir mundial.

Y otra cosa que ya estará viviendo en sus carnes: una vez alcanzada la intemerata, solo es posible la decadencia.

Excelente relato, presumo que lo escribió una vez de deshizo de sus pantalones negro.

Un abrazo

Neo... dijo...

José Antonio.
Sea usted sincero por una vez en su vida, y díganos con esa manera tan suya de decir las cosas:
¿ Quién lleva los pantalones en su casa?

aspirante dijo...

Tras unos momentos tan mágicos, no estranguló al pincha que puso el Waca-waca?
Eso (el waca-waca) acaba con cualquiera.

Empar dijo...

Lo que hubiera dado yo por asistir a la exhibición y créeme que te entiendo, sentir la música recorriéndote las venas es algo sublime, y no importa que te miren con aprobación o con risas, cuando se siente el ritmo así, no hay nada en este mundo que te haga más feliz... bueno, en tú caso sí, la "empitonada" por la espalda.
Querido Cesar, ciertamente, aunque a Rosita la movían otros intereses más “explorativamente” carnales en su deseo de aprender, y Carola, sólo pretendía seguir siendo la más buenorra de la sala con vistas al exhibicionismo. Igual le dio envidia que nuestro amigo fuera el centro de todas las miradas.
Excelente relato, aunque ya me barruntaba yo que nos iba a por peteneras, ansío el día en que ambos hagáis otro (uno cada uno) describiendo esa partida que Cesar propone.

César dijo...

Don Neo, si usted me preguntase a mí lo que le ha preguntado a D. Jose Antonio me enojaría mucho. ¿Acaso duda usted de quién lleva los pantalones en mi casa? Pues está clarísmo, los lleva ella! Y no le permito a usted que piense lo contrario!

Neo... dijo...

Cesar, si yo preguntaba, por preguntar.

Paula dijo...

¿Por qué siempre la guapa sale triunfante de la situación? ¿Por qué no se queda con una buena conversación en lugar de con un buen par de....? ¿Por qué el ser humano se declina por lo palpable y no por lo conversacional? No se puede imaginar cuanto pagaría por una foto con esos pantalones. Felicidades por el relato. Es magnífico.Me gustan más sus relatos literario que los políticos. Saludos

José Antonio del Pozo dijo...

Mercedes: gracias, ¿lección yo? y tú más, gracias por seguirme, es mutuo, ¿no piensas perdonarme nunca? porque un cobarde que lo reconoce no lo es tanto, ¿no?
Cesar: o sea que le recuerdo, en la forma de contar, a Rosita, de trece, que Empar conoce... caramba, ese sí que es misterio que necesita aclaración. En serio, al padel seguro que me gana.
Javir: pobre Conchi, sí,es verdad gracias.
Neo: a esa pregunta sólo he de contestar en presencia de mi sexólogo
Aspirante: es verdad, pero el waca nos sacó a todos del apuro
Empar: muchas gracias; así que a Rositan movían, a sus trece, motivaciones más carnales... más misterio todavía, ¿la empitonada? No creas, fue sólo el factor sorpresa y eso se esfuma pronto, salvo cuando tienes trece. Y lo de la música es verdad, lo de bailar es ya para mi otra historia.
Paula: interesante pregunta, pero en mi relato no sale triunfante, quería añadir una muesca más y se queda con las ganas. Es en la vida real en la que las Saras Carboneros (y los saros) ganan a chicas que pueden valer mucho más que ellas, y usted creo que lo sabe de sobra.